¿SER CRISTIANO SIN IGLESIA? - UNA PONENCIA-
por
Dr. Eberhard Heller
trad. Dr. Alberto Ciria
Nota:
La siguiente ponencia se preparó para una mesa redonda sobre el tema
„¿Ser cristiano...sin Iglesia?“, en el marco del programa de la
Universidad Popular de Ottobrunn (Múnich), que el 22 de abril de 1999
dirigió su director, Karl Eisfeld, en la casa de Wolf-Ferrari en
Ottobrunn.
Para una mejor comprensión interna, pero también como preparación para
un tratamiento posterior y más intenso de este problema, a continuación
de la ponencia querría explicar más detalladamente la propia situación
eclesiástica que resulta para nosotros a partir de la sedisvacancia,
así como el paso final que se desprende de la ponencia: „El dilema (de
la falta de autoridad eclesiástica y la obligación de restituir la
Iglesia como institución), a mi entender, sólo puede resolverse si el
conjunto de todas las actividades correspondientes anticipa esta
restitución, con la reserva de una legitimación posterior y definitiva
a cargo de la jerarquía restablecida.“
* * *
Cristo no ha fundado su Iglesia como una mera comunidad de fe cuyos
miembros sostienen las mismas convicciones, sino preferentemente como
institución sagrada para continuar Su obra de salvación. La Iglesia una
tiene en la persona de San Pedro y en las de sus sucesores la autoridad
máxima para el ejercicio y la custodia del ministerio doctrinal,
pastoral y sacerdotal, una autoridad que Pedro recibió directamente de
Cristo. Sólo la Iglesia está legitimada por Cristo para administrar el
tesoro de la revelación, sólo en ella conoce el cristiano la verdadera
voluntad de salvación de Dios. En conse-cuencia, ser cristiano de modo
íntegro no sólo consiste en confesar las máximas de fe reveladas y
aceptar determinados principios morales, sino también aceptar y recibir
los medios de salvación que Cristo instauró, y especialmente los
sacramentos administrados por la Iglesia como institución sagrada, a
través de los cuales al cristiano le es otorgada una participación
ciertamente oculta, pero no obstante real (personal) en la vida divina.
Se podría pensar que para ser cristiano basta en lo esencial con creer
en Dios, que se ha revelado en Jesucristo, y en seguir las
prescripciones morales correspondientes. El cumplimiento de estos
postulados, para el que no se precisa de Iglesia alguna, sería
suficiente para poder designarse como cristiano.
Esto es un error. No se trata sólo de limitarse a tomar como verdaderas
determinadas máxima de fe, de cumplir ciertos sacramentos, sino de la
aceptación del ofrecimiento salvador de Dios, que mediante su muerte
expiadora ha dado a los hombres la posibilidad de unificarse de nuevo
con El: se trata de sellar la nueva alianza. Sellar esta alianza sólo
es posible mediante la aceptación de los medios de salvación que da la
Iglesia, en especial sumándose al sacrifico misal que celebra la
Iglesia. Salus extra Ecclesiam non est, „no hay salvación fuera
de la Iglesia“ (Cipriano de Cártago, carta 73, capítulo 21): esto
significa que Cristo confía las verdades y los medios de salvación sólo
a la Iglesia que El instauró, y que sólo a ella la ha legitimado para
administrarlos para la salvación de las almas. Quien sabe del carácter
de la Iglesia como institución sagrada verdadera y la única legítima,
no puede apartarse de ella, ella es necesaria para la salvación. La
concesión de la salvación a través de la Iglesia es voluntad de Dios, y
no una arrogancia humana.
Ahora bien, se objeta que la Iglesia como institución sagrada falsea su
misión, que defiende sus propios intereses, que se transforma en un
mero instrumento de poder que aterroriza psíquicamente a los creyentes
con sus exigencias morales; los miembros de su jerarquía serían frente
a sus creyentes quienes menos practican lo que ellos mismos exigen de
éstos: amor al prójimo, etc. Por este motivo, a menudo los mejores
cristianos habrían abandonado la Iglesia –o como dirían ellos, la
Iglesia ministerial–, para dedicarse al cumplimiento del ideal
cristiano sin las cargas falseantes de la Iglesia.
Como hemos dicho, sólo la Iglesia está legitimada para cumplir mediante
la administración de los sacramentos el presupuesto para la obtención
de la salvación, para volver a ser incluido en la alianza con Dios. Por
eso, sin los medios de gracia que ella administra y que son los que
posibilitan en primer lugar la participación en la vida divina, una
vida religiosa fracasará a causa de la Iglesia. Este camino les está
vedado a los cristianos –pese a toda crítica justificada a ciertos
ministros– también porque de este modo rechazarían el papel central de
la Iglesia respecto de Dios, con quien se supone que quieren estar
unidos, y porque con ello también se alejarían implícitamente de Dios.
Pero, al margen de ello, cabe lanzar la pregunta de si podría
plantearse una situación en la que pudiera parecer justificado
apartarse de la Iglesia ministerial actual, aun aceptando la
pertenencia a la Iglesia instaurada por Cristo como condición necesaria
para la salvación.
Según las explicaciones que hemos dado hasta ahora, debería haber
quedado claro que la Iglesia, en su autocomprensión, sólo puede y debe
considerarse a sí como institución sagrada de Cristo. Los ministros
correspondientes son sólo administradores –y no los poseedores– de los
medios y las verdades de salvación. Los creyentes tienen la posibilidad
de examinar si los edictos y los decretos de la jerarquía
correspondiente obedecen a esta voluntad divina, puesto que ésta se ha
revelado y rige de modo inmodificable. Un rechazo de la jerarquía
actual sólo estaría autorizado si ésta falseara y manipulara directa y
ostensiblemente las verdades y los bienes de salvación confiados a
ella, si traicionara la herencia y la misión de Cristo. Pero este
rechazo no significaría un abandono de la Iglesia como institución
sagrada, sino sólo una particular prueba de lealtad hacia Cristo, la
cabeza de la Iglesia, a quien en esta situación extrema le sería
concedida la prioridad. En el caso citado, en calidad de cristiano se
tendría no sólo el derecho, sino también el deber de tener en cuenta el
hecho de la traición y la apostasía de la jerarquía y de volverse
contra los representantes de una Iglesia profanada y mutada en una
institución que no tiene salvación y a la que ya no se podría reconocer
como autoridad legítima.
Un caso semejante de traición a las verdades de fe centrales, por
cuanto yo sé, se ha planteado en el Vaticano Segundo, se ha hecho ya
manifiesto en él y posteriormente se ha continuado (como „revolución
desde arriba“). En „Nostra Aetate“, Art. 3, se dice por ejemplo: „La
Iglesia considera con estima también a los musulmanes, que adoran al
Dios único, al Dios vivo y que es en sí, al Dios misericordioso y
todopoderoso, el creador del cielo y de la tierra, que ha hablado a los
hombres.“ Dios, que en Cristo se nos ha revelado a los hombres, se
equipara aquí con Alláh, que fue anunciado por Mahoma, es decir, se
niega el carácter único de la revelación de Cristo. En el curso de la
llamada reforma litúrgica el rito de la misa se falseó de tal modo que
las celebraciones con arreglo al nuevo „N.O.M.“ ya no operan la
salvación. (Acerca de esta reforma, el propio cardenal Ratzinger ha
habla-do de „destrozo“ –en el prólogo a Gamber, Die Liturgiereform, Le
Barroux 1992, p. 6– y de „quebranto de la liturgia“ –La mia vita,
ricordi 1927-1997, Roma 1997).
El sincretismo que hoy propaga Juan Pablo II („Judíos, cristianos,
musulmanes, todos ellos creen en el mismo Dios“) no sólo niega
implícitamente la revelación de Dios en Cristo –y con ello también la
Trinidad de Dios–, sino que además reduce la representación de Dios a
una mera imagen teísta. Por contra, Cristo dice. „Nadie viene al Padre
si no es a través de MI“ (Juan, 14, 6). Pues „quien no tiene al Hijo,
tampoco tiene al Padre“ (Juan 2, 23). Es decir, quien no tiene a
CRISTO, el Hijo de Dios, tampoco tiene a Dios-Padre. La verdad viva se
sacrifica a los empeños por una unidad de las religiones. El hecho de
la apostasía de la jerarquía ha encontrado su versión eclesiásticamente
vinculante en la declaración de vacancia de la sede romana de Su
Eminencia el Monseñor P. M. Ngô-dinh-Thuc, antiguo arzobispo de Hue
(Vietnam), que éste promulgó en Múnich el 21 de marzo de 1982.
Ahora bien, se puede objetar: aquellos que consideran la institución
actual de la Iglesia como no legitimada, también han caído con ello de
facto en aquella situación que ellos mismos designan como ilegítima:
vida religiosa fuera de la Iglesia, o mejor dicho, „Iglesia“.
A ello hay que decir: aunque los creyentes y sacerdotes que han
permanecido fieles a la fe cristiana se vieron confrontados –sin
quererlo– con la apostasía que se estaba llevando a cabo, no pueden
apelar simplemente a un estado de emergencia y hacer lo que quieran,
sino que tienen que intentar terminar con este estado, que para ellos
viene definido por la falta de una institución, mediante la restitución
de la Iglesia como institución sagrada, demostrando en ello su
actuación religiosa y eclesiástica como legitimada por la Iglesia. No
obstante, de aquí resulta un dilema. Por un lado falta en la actualidad
la autorización eclesiástica necesaria para el cumplimiento de esta
tarea, y por otro lado el cumplimiento de esta tarea es el presupuesto
necesario para el restablecimiento precisamente de esta autoridad
eclesiástica. El dilema, a mi entender, sólo puede resolverse si el
conjunto de todas las actividades correspondientes anticipa esta
restitución, con la reserva de una legitimación posterior y definitiva
a cargo de la jerarquía restablecida.
„Extra Ecclesiam nulla salus est“
(Cipriano de Cártago)
Esta constatación que el obispo Cipriano de Cártago promulgó en la
carta 73, capítulo 21, y que ha de servirnos de divisa en las
reflexiones que siguen, es la respuesta más adecuada al problema
planteado en una mesa redonda el 22 de abril de 1999 en Ottobrunn,
Múnich, moderada por Karl Eisfeld sobre el tema: „¿Ser cristiano sin
Iglesia?“, a la que también fueron invitados representantes de nuestra
corriente y sobre la que redacté la comunicación anterior, en la que
quise compendiar nuestra posición, esto es, la posición de los
sedisvacantistas.
Aun cuando la pregunta precedente –„¿Ser cristiano sin Iglesia?“– se
dirigía preferentemente a personas que, por los más diversos motivos,
se habían distanciado del ministerio eclesiástico oficial (por ejemplo
a causa de la supuesta paralización de las reformas, de una decepción
personal o de una esclerosis espiritual, o mejor dicho, de una
„intolerancia“ en cuestiones de fe pero sobre todo también en
cuestiones de moral), la pregunta de antes y la respuesta de Cipriano
tienen que aplicarse en una medida particular también a nuestra
situación, con sus problemas específicos.
Las realidades hay que juzgarlas sobriamente: también nosotros (bien
que no por culpa nuestra, sino por culpa de la „revolución desde
arriba“) nos hallamos en la situación de (tener que) llevar nuestra
existencia cristiana fuera de la Iglesia (como institución sagrada),
mas también para nosotros rige el principio de que „extra Ecclesiam
nulla salus“, „no hay salvación fuera de la Iglesia“: el centro misal
en X no es la Iglesia, el Padre Y no es la autoridad, aunque pueda
participar de ella si a partir de ella se legitima a sí mismo o
legitima sus acciones –en un sentido que aún hay que describir–.
¿Cómo habría de ser esto posible? Hemos de someternos a una institución
(la Iglesia) que (a causa de la apostasía de la jerarquía) ha dejado de
existir como institución legítima. Reconocer este dilema significa ya
osar un paso en la dirección correcta.
Cabría objetar que pese a todo se tienen sacerdotes y obispos que
administran los sacramentos, que aseguran la sucesión..., y que eso ya
basta para la salvación de las almas. Por lo demás, nadie tendría la
culpa de que la jerarquía haya apostasiado, y en ningún caso se podría
inculpar de ello a los sacerdotes que han permanecido fieles, o bien
limitarlos por ello en su actuación justificada y también legitimada.
De hecho, estos sacerdotes que han permanecido fieles han conservado
los plenos poderes sacramentales a través de la consagración (de las
consagraciones), pero les falta la encomendación concreta, el mandato,
la legitimación a cargo de la autoridad –en último término a cargo del
Papa– para poder ejercer estos poderes plenos. Por citar un ejemplo: un
obispo que quiere trabajar para la perduración de la Iglesia consagra a
un sacerdote. ¿Cómo justifica éste su actuación pastoral, la lectura de
la Santa Misa, la confesión, etc.? Apela a la encomendación del obispo
que lo ha consagrado. ¿Pero quién ha encomendado a éste obrar en el
sentido de la Iglesia? ¿De qué dependería a su vez la encomendación de
su sacerdote? ¿En qué autoridad se apoya?
Pero –se objeta con razón– falta la autoridad. Y como esta
circunstancia no puede ventilarse en una discusión, los legalistas,
esto es, aquellos que dirigen su atención a puntos que son
supuestamente relevantes en un sentido primariamente jurídico, llegan a
la conclusión de que si bien se puede seguir obrando por sí mismo en un
sentido religioso, hay que guardarse de ejercer toda otra actividad,
por ejemplo la restitución de la Iglesia, el mantenimiento de la
sucesión, etc. Por cuanto respecta a los clérigos, desde este punto de
vista estaría estrictamente prohibido administrar los sacramentos
–salvo in extremis, es decir, en caso de riesgo de muerte–.
A esta posición no se le puede denegar una cierta coherencia. Sin
embargo, yo no puedo compartirla, y en concreto por el siguiente
motivo: las disposiciones jurídicas no hay que tomarlas por sí mismas,
no son fines en sí mismos. No pueden llevar a una reducción ad absurdum
de la verdadera definición de la fundación de la Iglesia como
institución sagrada. Suprema ley salus animorum, „la ley suprema es la
salvación de las almas“. A los apóstoles Cristo „los envió a anunciar
el Reino de Dios y a sanar a los enfermos“ (Lucas 9, 2). Nuestra
pregunta es, pues, cómo se puede realizar con la ley la encomendación
misional de Cristo („Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a
toda criatura. Quien crea y sea bautizado, se salvará; pero quien no
crea, se condenará“ –Marcos 16, 16–) mediante la Iglesia (pues sin ella
no hay salvación) y bajo las circunstancias actuales (ausencia de una
autoridad encomendante).
Quiero anotar que con la respuesta a esta pregunta se está pisando una
nueva tierra teológica, pues en la historia de la Iglesia jamás se dio
una situación semejante. Visto formalmente aparece el siguiente
problema: se reclama algo que (ya) no hay, o mejor dicho, que todavía
no ha vuelto a haber: la autoridad, pero que sin embargo debe volver a
haber, restituida a través de diversos pasos procesuales que en sí
mismos (todavía) no están legitimados (por la autoridad). Una solución
de esta (aparente) contradicción sólo se alcanzaría anticipando el fin
(la restitución de la Iglesia como institución sagrada) y categorizando
los diversos pasos como provisionales hasta la restitución definitiva.
Una justificación definitiva de este proceso de restitución sólo podría
realizarse por medio de la autoridad restituida realmente. (Esta
también era la concepción del ya fallecido obispo Guérard de Lauriers).
Esta anticipación del restablecimiento de la autoridad y de la Iglesia
como institución sagrada y guardarse uno mismo de juzgar la actividad
que conducen a ello (es decir, actividad bajo reserva de una
justificación posterior) son a mi entender los presupuestos no sólo de
todo intento de restitución, sino también de la administración
legitimada por la Iglesia de los sacramentos y de la participación en
ellos bajo las circunstancias dadas: y esto es lo único decisivo para
la salvación de cada alma. Aquí se observa por un lado que fuera de la
Iglesia no puede haber salvación alguna, es decir, que no se busca la
propia salvación ni los medios de salvación en círculos sectarios, pero
al mismo tiempo también se integra el empeño de poner fin a este estado
privado de autoridad –y por tanto también „sin salvación“–. Y sólo bajo
este presupuesto está permitida a mi entender una actividad
religioso-eclesiástica (porque de este modo está justificada
provisionalmente).
Hay que tener claras las consecuencias de orientar la propia vida
religiosa sin referencia a la Iglesia, fuera de la cual no hay
salvación alguna, de recibir, en el modo de un egoísmo consciente de
salva-ción, unos sacramentos administrados por clérigos vagantes –¡e
incluso aunque sean sacerdotes ordenados válidamente!– que, sin
embargo, a su vez no pueden ser apostrofados sino como una „atención al
cliente“ de corte sectarista, que no sirve al bien de la Iglesia ni
quiere edificarla, sino que preferentemente tiene en vista a su
clientela. Estas personas simplemente no han sido encomendadas por
nadie, es decir, por ninguna autoridad eclesiástica, ni tampoco están
legitimadas para ello en el sentido indicado anteriormente.
No hay que engañarse: la recepción y la administración de los
sacramentos no estarían autorizados por cuanto respecta a su efecto
salvador, es decir, por cuanto respecta al misericordioso
establecimiento de la relación con Dios: serían cuanto menos
problemáticos, si es que no incluso ineficientes. (Nota bene: se
recomienda analizar por una vez más detenidamente bajo este aspecto del
flujo eficiente de gracia y del efecto de gracia la relación de sus
llamados co-cristianos, que continuamente van a recibir los sacramentos
de clérigos oscuros o bien sectarios. ¡Uno se quedará asombrado!)
Hago aquí una digresión, pues aquí se ofrece la posibilidad de explicar
más detenidamente el término de „egoísmo de salvación“ que tan a menudo
utilizo, posiblemente incluso de modo impropio, para que no surja
ningún malentendido. ¡Desde luego que el creyente tiene que esforzarse
por la salvación de su alma! Para eso ha fundado Cristo su Iglesia como
institución de salvación, para que aquellos que aceptan los frutos de
su sacrificio en la cruz puedan sellar de nuevo la alianza con Dios
(una alianza oculta, pero personal y real). „Buscad primero el Reino de
Dios y su justicia, y todo lo demás (es decir, los bienes de la vida
diaria) se os dará por añadidura.“ (Mt. 6. 33). Pero esta oferta de
salvación Cristo la ha transmitido a su Iglesia, y por eso sólo la hay
dentro de la Iglesia, para que la consecución de la salvación sólo
pueda cumplirse en ella, y no fuera de ella.
Pero fuera de la Iglesia se encuentran todos los sectarios y clérigos
vagantes, es decir, sacerdotes –incluso sin comillas– que no están
legitimados para la administración de los sacramentos, que no tienen la
encomendación eclesiástica para ellos, pero que, en cambio, en los
últimos tiempos han ofrecido sus servicios a diversos centros. Los
creyentes sólo pueden recibir los sacramentos de clérigos que están
dentro de la Iglesia y que actúan en ella. (Lo que esto significa en la
situación actual lo he explicado antes.) Un egoísta de salvación es por
tanto alguien que espera encontrar su salvación, y en particular los
sacramentos, conscientemente extra Ecclesiam (fuera de la Iglesia), o
digámoslo de un modo más prudente: sine Ecclesia (sin la Iglesia), es
decir, de modo no autorizado –¡y sólo para sí mismo!–.
Se podría objetar: esta posición de justificar la propia postura
religiosa por medio de la anticipación de la reconstrucción de la
Iglesia, pero con la reserva de someter las acciones emprendidas por
mor de ello a un enjuiciamiento posterior, no es realista en vista de
la mentalidad y del compromiso de la mayoría de los creyentes y
clérigos, que apenas están dispuestos a colaborar en la reconstrucción,
más aún, ni siquiera en la formación de la comunidad, por no decir ya a
pensar en la efectuación de una elección papal.
Desde luego que veo las dificultades de la realización de tales
empresas, que son tan grandes que toda una serie de creyentes ya se ha
resignado. Pero hay que establecer una distinción entre la concepción
justificada de una tarea y su realización. Aun cuando a esa tarea hayan
de salirle al paso las dificultades más extremas, más aún, aun cuando,
bajo determinadas circunstancias, haya que conside-rarla temporalmente
como irrealizable, esto no significa que haya que renunciar a ella como
tarea conocida correctamente. Pero es decisivo que me atenga a ella y
que implore la asistencia divina para su realización... y entonces ya
se hallarán caminos para ello. „Pedid y se os dará; buscad y hallaréis,
llamad y se os abrirá. Pues quien pide, recibe; y quien busca,
encuentra; y a quien llama, se le abre.“ (Lucas 11, 9-10) Si quiero
ayudar a un enfermo mas en ese momento me falta la medicina necesaria,
no puedo „sellar“ al enfermo como sano ni declarar que de nada sirve el
deber de ayudar a personas enfermas sólo para „resolver“ el problema de
cómo procurarme una medicina.
Formulado en categorías éticas: el deber ser del deber en sí mismo
justificado (es decir, el restablecimiento de la Iglesia) no puede no
ser válido porque el ser fáctico concreto (es decir, los problemas
teóricos y organizativos todavía no resueltos para su terminación, pero
también la comodidad, el desinterés de los afectados, esto es, nuestras
propias debilidades) se oponga a este deber ser. Formulado
positivamente: el deber ser es válido (debe ser) con independencia de
los problemas de su realización.
El problema principal de la restitución es con toda seguridad un
problema mental. ¡La reconstrucción tiene que haberse verificado ya „en
nuestras cabezas“! Y si nos encamináramos hacia ella con esta actitud,
entonces también advertiríamos toda ocasión para la realización de esta
tarea. Por ejemplo, la formación de una comunidad dentro de una región
no debería plantear en realidad ningún problema particular: la cohesión
regional del clero ortodoxo, que se reúna en torno de los creyentes y
que se encargue de modo perdurable de la responsabilidad pastoral, del
acuerdo y la organización del trabajo parroquial. Es ostensible que
hasta ahora esto todavía no se ha logrado. ¿Qué hubiera sido de la
Iglesia si los apóstoles y las primeras comunidades cristianas se
hubieran comportado como nosotros lo hacemos en parte? ¿Acaso este
edificio de la Iglesia no habría sido vencido ya tras poco tiempo por
„las puertas del infierno“ y ya sólo tendríamos noticias de él por
algunos diccionarios de historia antigua?
Hay que saber lo que se quiere: o bien ir dando tumbos en sentido
religioso más o menos sin ninguna concepción para acabar cayendo cada
vez más hondo en el medio sectario y sin salvación, o bien colaborar
con una clara perspectiva o estrategia religiosa y eclesiástica en la
reconstrucción de la Iglesia para poder (re)encontrar en ella la propia
salvación.
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