Queda por responder la pregunta «¿es Jesucristo el Hijo de Dios?»
«Lo que has heredado de tus padres adquiérelo para poseerlo».
Goethe, Fausto, Primera parte (Noche)
Si hay algo que hoy llama especialmente la atención en la vida espiritual del mundo cristiano es la arbitrariedad de las posiciones y los contenidos, con tal de que exista una relación formal entre los sistemas divergentes. A menudo son posiciones que se contradicen más bien en su contenido. Sólo así se pueden entender los esfuerzos postconciliares por una religión unitaria sincrética que se propaga en un mundo por lo demás secularizado. De modo totalmente distinto se comporta el Islam intolerante, que en Alemana está empezando ya a exigir agresivamente sus derechos en la vida pública, al mismo tiempo que expresa brutalmente su dominancia persiguiendo a los cristianos en los lugares donde tiene el poder y donde no permite dudar de la legitimación de sus propias posiciones fundamentalistas. Por eso es por un lado un acto de autoafirmación y respeto por sí mismo mostrar la justificación absoluta del cristianismo (infalseado), para poder seguir existiendo en esta lucha de las religiones. Por eso queremos seguir ocupándonos de aquel problema en el que no se trata del arbitrio, sino de la cuestión (que ya hemos planteado varias veces) de si la exigencia que (por parte de los verdaderos creyentes) se le plantea a Jesucristo de ser el Dios verdadero que se presenta como Hijo de Dios en el Nuevo Testamento y mediante la Iglesia, y que se ha revelado a los hombres, es una exigencia que se puede justificar mediante y en el saber. Se habla de aquel Jesucristo que dijo de sí: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Aunque las imágenes del 26 de mayo de 2014 que muestran a un Bergoglio/Francisco abrazando a un rabino judío y a un imán musulmán durante la visita al Muro de las Lamentaciones en Jerusalén hace tiempo que han sido desbancadas por las horribles escenas que a diario nos muestran la crueldad que Israel ejerce sobre los palestinos en la franja de Gaza, sin embargo, la provocación que desencadenó Bergoglio sigue siendo relevante: ¿no son él y sus predecesores Juan Pablo II/Wojtyla y Benedicto XVI/Ratzinger los profetas clarividentes que, a pesar de todas las actuales diferencias de opinión y de las sangrientas persecuciones de los cristianos por parte de los islamistas –que estos protagonistas ni negaron ni niegan–, ven resplandecer una unidad de las tres religiones de la revelación, a la que ellos apuntan (aunque precisamente aquel cuyo representante en la tierra pretenden ser ellos dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»)? ¿O no sucede más bien lo que nosotros afirmamos, que estas tres religiones se excluyen radicalmente entre sí precisamente en la valoración de la persona de Jesucristo? Históricamente se puede indicar que desde la Revolución francesa, que estuvo inspirada por iluminados alemanes, se rechazó la revelación de Dios en Jesucristo, lo cual desencadenó una lucha contra el trono y el altar en la que la llamada Iglesia católica ha asumido un papel precursor desde el Vaticano II. Por eso la cuestión de si es posible reconocer a Jesucristo como Hijo de Dios y el significado de ese conocimiento para la historia de la humanidad fue uno de los temas de los últimos números de nuestra revista. Si este problema se pudiera resolver en el sentido de que en el material que ofrece la tradición se puede encontrar un factor que me muestre la evidencia de la divinidad de Cristo, entonces este conocimiento excluiría radicalmente todo otro planteamiento religioso. Entonces Mahoma sería el mayor profeta falso y a los judíos, que siguen creyendo en la venida del mesías –estas personas tendrían aún un objetivo religioso que hay que tomarse en serio–, se les podría decir que pueden seguir esperando eternamente esta venida, pues el esperado ya cumplió su misión terrenal hace 2000 años y ahora está sentado «a la derecha de Dios». Es decir, si resultara que Dios se hubiera encarnado en Jesucristo, eso significaría al mismo tiempo que todas las demás confesiones religiosas serían proyectos subjetivos, y que el reconocimiento de posiciones falsas por parte del cristianismo sería una expresión de apostasía. Trato de desarrollar de nuevo esta problemática, puesto que me respondieron con preguntas que me revelan que muchos lectores tiene problemas de comprensión. Para eso recurro de nuevo a lo que ya fue tratado, para volver a explicarlo con otras palabras. La pregunta de la posibilidad de conocer a Cristo como Hijo de Dios plantea ya tres problemas: 1. Aclaración (filosófica) del concepto de Dios. 2. ¿Cómo se puede mostrar que Cristo es el Hijo de Dios? 3. Cómo entender el problema de la Trinidad, es decir, la cuestión de la relación entre Dios y la encarnación divina: Dios y hombre a la vez. a) Dios en la manifestación. b) Dios en la trascendencia. c) Relación entre inmanencia y trascendencia. Al resolver este problema que pertenece específicamente a la filosofía de la religión, parto de que se puede presuponer como válido y resuelto el concepto filosófico de Dios, según el cual Dios es el absolutamente bondadoso y verdadero que se basta absolutamente a sí mismo, puro espíritu que es el verdadero fundamento primordial de todo ser, pues todas las partes admiten la existencia de Dios. Lo que se discute es si Jesucristo es el Dios absolutamente verdadero , ante el que todos tienen que «arrodillarse». Así pues, hay que mostrar: 1) que este concepto de Dios se puede aplicar a la persona de Jesucristo, y 2) que en las tradiciones hay un factor que permite la identidad del concepto de Dios y la persona histórica del Hijo de Dios. Se puede proceder transfiriendo el concepto de Dios que se ha obtenido filosóficamente, el Bonum et Verum absoluto, lo absolutamente bueno y verdadero, a la imagen de Jesucristo de la que da testimonio la Iglesia, para poder constatar si el concepto y la aparición históricos de Cristo se corresponden entre sí. Si el ajuste es cierto, es decir, si la persona de Jesucristo se corresponde con las exigencias que plantea el concepto, entonces se puede decir que la persona de Jesucristo puede tener naturaleza divina, porque los criterios se cumplen: Cristo es Dios porque cumple con las características del absoluto que hay que aportar. El problema es que este ser de Dios ha sido deducido. No se podría decir que Él, Cristo, es el único y verdadero Hijo de Dios, el único del que se puede y debe pensar su filiación divina. ¿No podrían también otras personas históricas cumplir los criterios que se plantean al ser de Dios? ¿No se podría constatar también en San Francisco una voluntad completamente santa, que cumpliera con las exigencias de la santidad en un sentido divino? Bueno, se podría decir que también en su voluntad había defectos, y que por otro lado él se basaba en el ejemplo de Cristo, que era un mero imitador, con lo que de nuevo llegaríamos al modelo (Cristo). Pero entonces uno podría remitirse a María, de la que se dice que fue inmaculada. Pero ésta dice de sí misma: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38). Sin embargo, el problema sigue estando ahí: la divinidad de Cristo sólo se dedujo así, porque se trataba de la identidad de la imagen (el concepto del absoluto) y el ser (la vida de Jesús testimoniada históricamente). No se habría resuelto de forma satisfactoria la pregunta por la singularidad y la unicidad de Cristo, tal como Él nos es presentado. Por lo general hemos recibido nuestra religión cristiana a través de la educación en el hogar familiar, a través de la escuela, los medios y la Iglesia, es decir, por medio de la tradición, que también recibieron nuestros padres, la escuela y otros centros de transmisión. De la Biblia podíamos aprender su vida y su muerte, pero también su ascensión. Y a partir de esta transmisión –por las Escrituras y por la tradición– desde estas fuentes nos formamos una imagen del Hijo de Dios y de sus exigencias para configurar nuestra vida en la santidad. Pero también así recibieron sus respectivas enseñanzas las otras religiones: los judíos, los mahometanos, el budismo, el hinduismo, el taoísmo (que al mismo tiempo es también una filosofía). ¿Pero qué nos legitima para decir que seguimos a la religión que tiene por objetivo el Dios único y verdadero que se reveló en Jesucristo, y por qué denegamos esta exigencia absoluta a las otras religiones? El problema que hay que resolver presenta la siguiente dificultad: por un lado, para resolver nuestra pregunta disponemos del material que nos fue transmitido por la tradición y en las Escrituras a través de las diversas instituciones –Iglesia, hogar familiar, escuela, medios–. Al hablar de tradición me refiero a todo aquello que, aparte de la Biblia, nos ha llegado acerca de la voluntad de Cristo y de las manifestaciones de su voluntad a través de relaciones interpersonales directas desde sus días en la tierra. Por otro lado, no puedo asumir sin crítica el legado de la tradición, para no caer en un simple fideísmo, aunque la mayoría de los creyentes se queden en eso. También los miembros de otras religiones asumen mayoritariamente sus tradiciones de forma acrítica. Se trata por tanto de cumplir con lo que Goethe exige en el Fausto: «Lo que has heredado de tus padres adquiérelo para poseerlo». Es decir, el legado de la tradición no debe asumirse sin más, sino que su contenido debe convencernos para que nosotros podamos y debamos configurar nuestra vida y nuestro mundo con este convencimiento. Ya aquí quiero salir al paso de un posible malentendido. Lo que queremos intentar aquí es mostrar las condiciones del conocimiento para comprender la divinidad de la persona de Jesucristo. Pero eso no significa que el conocimiento de la divinidad de Jesucristo se haya realizado ya. Si yo le digo a alguien que tiene que mirar a tal y cual sitio para ver algo y esa otra persona no mira, entonces no lo verá. Para alcanzar el conocimiento es necesario dar por sí mismo los pasos mostrados. Aquí tengo que hacer dos restricciones. Alguien podría objetar que hemos asumido todo lo que la Iglesia como autoridad nos propone para creer, confiando en la legitimación de esta institución. Como la propia Iglesia obtiene su autoridad en materia de fe de la Persona de Cristo, tenemos que poner entre paréntesis su pretensión de autoridad hasta haber aclarado la pregunta por la divinidad de Cristo. La segunda objeción podría formularse así: la Biblia es un texto inspirado por el Espíritu Santo, por lo que podemos asumir su contenido sin ningún reparo. Pero mientras su inspiración es parte de nuestro problema, su autoridad queda provisionalmente en suspenso. Pero eso no significa que no podamos hacer un estudio exegético e histórico de la Biblia, pues los conocimientos relativos al significado exacto de las palabra y las circunstancias viales de Cristo nos aportan muchas cosas en el contexto con otros acontecimientos –estoy pensando en el estudio de Josef Blinzler El proceso de Jesús–. Por otro lado tenemos que aclarar por qué atribuimos a la Biblia como fuente de inspiración divina, en la que se describen la vida y las enseñanzas de Cristo, un valor fundamentalmente distinto que a las biografías de otras personalidades grandiosas en las que encontramos también caracteres dignos de ser imitados. Lo (meramente) transmitido –por la Biblia y por la tradición– aporta un saber muy amplio sobre la persona de Jesucristo y de ella, de modo similar a otros testimonios históricos, pero por sí mismo, como mera tradición, no representa ninguna base para poder decir por convicción que Él es el «Verbo hecho carne» (Jn 1,1). Ya he escrito:
«La tradición debe contener un factor genético que me muestre el acceso a la persona absoluta, la cual luego tendrá que mostrarse y manifestarse como tal. Para toda persona, el problema de la búsqueda de Dios es que la fe es una gracia que yo no podría recibir sin la intervención divina. Así pues, Dios se me tiene que mostrar, tiene que abrirme la puerta a Él como persona con la que yo me relaciono, si es que es Él quien entabla el contacto (Evangelio de San Juan)». (EINSICHT 43/3).
Al hablar de tradición me refiero a la transmisión de la voluntad de Cristo en sus obras y sus palabras, que luego sus apóstoles hicieron propias en la imitación de Cristo: «El que os escucha a vosotros me escucha a mí, y el que os rechaza a vosotros me rechaza a mí» (Lc 10, 16). Al hablar de este factor genético me refiero a un factor que muestra por sí mismo su validez y su justificación y que tiene que evidenciarse en la descripción y en las declaraciones de Jesús:
«Por un lado, este factor tiene que estar asentado en la tradición, mientras que por otro lado debe sobrepasar a la tradición. Tiene que mostrar por sí mismo su dignidad como absolutamente válido, tanto en lo formal como en su contenido. […] Considerándolo formalmente, como este factor debe y tiene que superar el nivel del ser de Dios meramente afirmado, no puede ser aducido desde fuera ni por algo distinto, sino que tiene que testimoniarse a sí mismo, ya que en el caso de Dios no se trata de un mero ser, sino de una exigencia absoluta de ser, que por su parte exige un cumplimiento absoluto, es decir, un deber que también exija su deber ser. En su autotestimonio tiene que mostrarse como siendo lo que debe ser y como debiendo ser lo que es. En el Antiguo Testamento Dios se testimonia a sí mismo con el enunciado: “Yo soy el que soy”, “Ego sum, qui sum” (Ex 3, 14) ». (EINSICHT 43/4).
¿Cómo tiene que mostrarse el factor genético para que yo le pueda atribuir poder cognoscitivo? Dicho de otro modo: ¿qué nos puede cautivar y fascinar tanto de la narración de la vida de Cristo como para que no podamos sino atribuir carácter absoluto a este factor como una posición absolutamente original? Tal factor tiene que revelar su carácter absoluto, mostrarse como tal desde sí mismo. Tiene que manifestarse como un deber, como una exigencia que va dirigida a mí como persona. Tiene que manifestarse y mostrarse tal como debe ser, y debe ser tal como se manifiesta. Deber y manifestación deben ser idénticos. No debe ser una mera exigencia, sino una exigencia que conlleve su propia justificación y que al mismo tiempo, como exigencia de deber, se dirija a mí como destinatario suyo, y como exigencia de deber debe exhortarme al mismo tiempo a que, por mi parte, la asuma y la realice por mí mismo. Tiene que manifestarse inconfundiblemente como absoluta, y no sólo como relativamente absoluta, en el sentido de que se vea que de hecho hay ahí un origen absoluto que no enlaza con una mediación (anterior), es decir, tiene que mostrarse de tal modo que su originalidad, su posición, pueda entenderse como posición original. No debe mostrarse como algo que ya se manifiesta en una sucesión de lo originalmente absoluto. (Con referencia a Ratzinger: Cristo no es Hijo de Dios porque cumpla perfectamente la voluntad del Padre, pues eso sería un proceso en el tiempo, sino que Él es la perfección en sí, que no sólo llega ser, pero que sin embargo se muestra y se manifiesta en el tiempo). Hay que hallar por tanto otro criterio que nos permita hablar legítimamente de Cristo como Hijo de Dios. Y si debe haber tal criterio, entonces tendrá que poder hallarse dentro del contenido de la fe transmitido por la tradición, pero al mismo tiempo trascenderá dicho contenido. Así pues, queda por resolver la pregunta de qué actos de Cristo cumplen inconfundiblemente esta exigencia absoluta. Esta será la tarea de la siguiente investigación. (EINSICHT de agosto de 2014, número 3, pp. 69-73).
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