Cómo se puede conocer a Cristo como Hijo de Dios: nuevas consideraciones
Cuando envié mis explicaciones sobre la pregunta «¿Es Jesucristo el Hijo de Dios» también a conocidos y amigos de los que, aunque no reciben la revista EINSICHT, sin embargo yo sabía que se interesan por los problemas de la teología fundamental, me llegaron diversas reacciones. Un antiguo compañero de clase que después de haber hecho la selectividad estudió teología me escribió: «He tratado de leer tu artículo, pero estos pensamientos filosóficos sobre la filiación divina de Jesús me resultan simplemente incomprensibles. En mi opinión sólo me puedo aproximar al profundísimo misterio de Jesús por vía de la Biblia y de la teología. Mi razón es demasiado pequeña para sondear el misterio de Jesús. Mi consejo es que leas Mt 11,2 s. ([Juan Bautista, que está en la cárcel, hace que sus seguidores le pregunten a Jesús:] “¿Eres tú quien ha de venir o debemos esperar a otro?”, y la respuesta que Jesús da). No es posible otra respuesta». Mi respuesta a eso: Juan Bautista, que vivía esperando al futuro Mesías y al que el propio Cristo llamó el más grande «que ha nacido de mujer» (Mt 11,11), pudo entender muy bien la respuesta de Cristo como prueba de su misión divina: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y dichoso aquel que no pierde su confianza en mí!» (Mt 11,5 s.). Pero esta respuesta se refiere demasiado a la capacidad cognoscitiva de Juan, que tenía que ver en estos ejemplos las obras de Dios o del Hijo de Dios. Un compañero de estudios que trabajó muy intensamente sobre el desarrollo postconciliar de la Iglesia me respondió para decirme que estaba de acuerdo conmigo. Quiero citar algunas frases de su carta:
«Estoy bastante de acuerdo con tus explicaciones sobre la pregunta de cómo se puede conocer a Cristo como Hijo de Dios. Algunas observaciones: – Dices: “Lo meramente transmitido por las Escrituras y la tradición […] por sí mismo no aporta ninguna base para poder decir por convicción que Cristo es la «Palabra hecha carne» (Jn 1,1 ss.)”. Pero por otro lado el factor buscado tiene que estar contenido en este material. Así que, pese a todo, sí que aporta la base para el conocimiento que hay que adquirir, sólo que todavía no se ha localizado ni valorado el pasaje que debe conducir al conocimiento […]. – Dices: “Así quedaría respondida, al menos a grandes rasgos, la pregunta que formulamos al principio de si Cristo es el Hijo de Dios”. Pero esta pregunta no está respondida, sino que sólo se ha aclarado lo que hay que hacer para que pueda ser respondida».
Pues bien, por lo que respecta al factor de la tradición que hay que buscar yo ya había postulado en EINSICHT, número 3 de septiembre de 2013, p. 84: «la tradición debe contener un factor genético que me muestre el acceso a la persona absoluta, la cual luego tendrá que mostrarse y manifestarse como tal». Luego yo seguía definiendo este factor como uno que se testimonia por sí mismo.
«Considerándolo formalmente, como este factor debe y tiene que superar el nivel del ser de Dios meramente afirmado, no puede ser aducido desde fuera ni por algo distinto, sino que tiene que testimoniarse a sí mismo, ya que en el caso de Dios no se trata de un mero ser, sino de una exigencia absoluta de ser, que por su parte exige un cumplimiento absoluto, es decir, un deber que también exija su deber ser». (EINSICHT, número 4 de diciembre de 2013, p. 115).
Para cumplir la exigencia de aclarar qué es preciso hacer para dar una respuesta completa a la pregunta planteada «¿es Jesús el Hijo de Dios?», quiero continuar con nuevas explicaciones sobre el problema del autotestimonio, que sin embargo han de considerarse más como comentario que como una continuación sistemática. Como yo no puedo generar por mí mismo el modo de ser de Dios –pues si pudiera hacerlo entonces yo mismo sería Dios–, Él se me tiene que testimoniar (Ego eimi, yo soy el que soy). Él se tiene que manifestar y revelar tal cual es como Dios, y su divinidad en cuanto tal resalta y tiene que resaltar en la manifestación. Hay que aplicar el concepto de Dios a Cristo, y desde ahí llenarlo de realidad (de lo que Dios declara). El concepto de Dios o del absoluto como bonum (bien) y verum (verdad) tiene que comprender y abarcar a quien se muestra como tal. Así, al aplicar el concepto de Dios a Cristo no se trata del verum y el bonum en cuanto tales, sino de lo absolutamente bueno y verdadero. Es decir, el concepto de absoluto se tiene que poder asociar e identificar con la persona histórica y real de Cristo. Por eso lo que (en el concepto) es absolutamente bueno y verdadero no sólo tiene que poder asociarse con aquello se presenta o se me presenta de Cristo por vía de la tradición, sino que tiene que ser idéntico con esta presentación: bonum/verum = Cristo (bonus/verus). Tiene que mostrarse que Cristo es el bondadoso por excelencia. Bonum y Cristo tiene que ser idénticos: Ab = Ac. ¿Pero qué condiciones puedo indicar bajo las cuales sea posible alcanzar este conocimiento? Tengo que poder entender con evidencia que la noción de amor/amor expiatorio, que Cristo encarna, y que nos llega transmitida por vía de las Escrituras y de la tradición (transmisión de su intención por vía interpersonal a través del tiempo), es la posición absoluta del ser bueno. Una de las tareas de la filosofía de la religión es mostrar las condiciones bajo las que yo, conociendo la persona histórica de Jesús, puedo conocerlo como el Dios que se manifiesta y saber que él es Dios. Sólo gracias a este conocimiento puede alcanzar la fe en él un convencimiento claro. De este todo, la clara conceptualidad se refiere al concepto de Dios, que se ha revelado en Jesucristo. Se trata de definir y desarrollar la convicción de que en la persona históricamente verificable de Jesús se ha revelado el Hijo de Dios, nacido de María virgen, que concibió del Espíritu Santo: el absolutamente santo que ha venido – para propagar su amor de una forma realmente interpersonal – para expiar nuestros pecados, de modo que volvamos a ser capaces de expiarnos como pecadores, para volver a ser capaces de comunicarnos con Él. De esta reflexión de que Cristo es el absoluto, el único que puede establecer verdaderos criterios, surge luego la base para una relación religiosa con Él, una vida religiosa en la que yo me esfuerzo para comunicarme con Él (por medio de la oración o de los sacramentos, que me hacen participar del acto vivo de la vida divina), para poder desarrollar una relación interpersonal de tipo peculiar, que tenga en cuenta la diferencia entre creador y criatura, entre padre e hijo, una relación que no se establece ni con miedo al absoluto ni en la igualdad de rango –como la relación que establezco con otras personas de mi entorno–, sino con reverencia a Dios. Si he llegado a entender eso –que el Hijo de Dios es el único absoluto verdadero–, entonces quedan excluidos el error y los falsos profetas, al igual que otras religiones como vías de salvación igual de legítimas: (Ex 20,2): «Yo soy el Señor tu Dios. […] No tendrás otros dioses aparte de mí»). Pero eso también significa que yo puedo y tengo que respetar a alguien que haya abrazado otra religión, con la fe (subjetiva) de haber hecho la elección correcta, puesto que el acceso a Dios, la fe en Él, siempre es también un acto de gracia, de libre apropiación de Dios, que uno puede aceptar o rechazar. Por eso, también puedo aceptar con esperanza a quien profesa una religión falsa, porque es básicamente capaz de ser convertido. Si parto de que Dios se me ha revelado como Señor absoluto, entonces también es deber de todo cristiano no configurar esta relación con Dios de forma solipsista, retrayéndome en mí mismo, sino ganar para esa fe también a otras personas, a mi prójimo, dándoles a conocer la «buena nueva», el Evangelio, aunque la «buena nueva» (Eu angelion) no tiene por qué ser siempre alegre. Este conocimiento de que la pretensión de absolutez está justificada incluye que las exigencias que Cristo plantea y lo que Él instauró –la fundación de la Iglesia como institución de salvación, la instauración de los sacramentos, las enseñanzas teológicas y los principios morales– tienen una validez incondicional y sin excepciones. Entonces también sé que al recibir la comunión lo recibo directamente a Él, es decir, que Él entra en mí, pero no como se juntaba con sus discípulos y estaba con ellos como persona real, sino de forma oculta, bajo las formas del pan y el vino. Pero este ocultamiento es también la dificultad especial para configurar una relación personal con Cristo como relación interpersonal, tal como se entabla tal relación con la mujer o el esposo, con los hijos o los amigos.
«Considerándolo desde la posición de este saber, también resulta comprensible que con la negación voluntaria, con la inobservancia o con el rechazo radical del amor a Dios que se exige absolutamente, este amor a Dios no se realiza. Pero como este amor es el prerrequisito absoluto de toda relación interpersonal que busca su cumplimiento moral, como consecuencia de ello, toda otra forma de relación interpersonal –por ejemplo una forma de relación interpersonal que sólo pueda acogerse a un “humanismo” como contenido– es pervertida y forzosamente tiene que fracasar, pues si esta relación interpersonal no se nutre del amor absoluto que se manifiesta en Dios y del amor a este amor, entonces el contenido, que forzosamente tiene que plantearse como unidad para una relación interpersonal, sólo podrá ser la expresión de una arbitrariedad y una crueldad absolutas, que al menos implícitamente niegan la racionalidad autónoma de la otra persona y la destruyen en la praxis, sobre todo cuando este sucedáneo de una “unidad” interpersonal representa el rechazo voluntario declarado del amor de Dios» (cf. mis explicaciones en: Die Theorie der Interpersonalität im Spätwerk J. G. Fichtes, Múnich, 1974, p. 307).
Si no tengo esta convicción de fe, es decir, si no tengo la certeza de que Cristo es el Hijo de Dios, que tras su vida terrenal ascendió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre, entonces mi posición religiosa, que quizá haya asumido por motivos de tradición (por ejemplo en el hogar familiar), queda infundada, se queda en mera hipótesis. Bajo la fe se subsume entonces, como hace el alma popular, aquello que creo pero no sé. Entonces resulta el siguiente esquema: si es válido A, entonces también lo es B. Si Cristo es el Hijo de Dios entonces su mandato tiene vigencia. Pero si yo no sé, si no tengo el convencimiento de que Cristo es el Hijo de Dios, sino que sólo acepto eso a modo de hipótesis, entonces también su mandato, lo que Él fundo y su significado para nuestra salvación siguen siendo hipotéticos y cuestionables. Las palabras de Cristo «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6) resultan entonces dudosas. Es decir, si A no está fundado, entonces también los otros elementos están relativamente infundados, también en su relación con otras instituciones que decretan incluso que B = B, como el Islam, que decreta que «Alá es Dios y Mahoma su profeta» y no permite dudar de eso. Los mahometanos convencidos en parte tienen motivos para mirar con desdén a un cristianismo que no está seguro de su posición más central, que es la afirmación de que Cristo es el Hijo de Dios. Sin embargo, lo que puede quedar entonces es una certeza moral, que puede asociarse con la posición religiosa. Por eso, por ejemplo, teólogos reformistas que han abandonado la posición católica ortodoxa pero protestan contra el aborto, la prostitución o la homosexualidad son considerados ya conservadores (Wojtyla, Ratzinger). La posición hipotética de fe tiene también una variante tradicionalista que en cuanto tal prácticamente no ha sido destapada. Aunque ahí falta la inmediatez de la convicción de fe, hay toda una serie de tradicionalistas que se basan en su saber teológico. Comparan posiciones preconciliares con postconciliares y constatan las divergencias, y enseguida queda claro que las diversas posiciones se contradicen sobre el mismo tema. Como la verdad exige univocidad, se deciden entonces por la posición preconciliar, ya que hasta hoy tenía validez (justamente en la tradición). Pero si tengo la firme convicción de que Cristo es el Hijo de Dios que se manifestó históricamente como persona (et incarnatus est, que se hizo hombre) y se reveló como Dios, entonces todas las demás religiones que igualmente se acogen a «Dios» quedan eliminadas como religiones verdaderas. Tampoco pueden considerarse vías alternativas de salvación, como lo hace la Iglesia reformista, que considera el judaísmo y el Islam vías (legítimas) de salvación.
(EINSICHT de febrero de 2014, número 1, pp. 9-12).
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