¿Es Jesucristo el Hijo de Dios?
En el último número de EINSICHT yo había planteado ya la cuestión de la posibilidad del conocimiento de Jesucristo como Hijo de Dios, como la «Palabra» que se ha hecho «carne» y se ha manifestado en ella, es decir, que se ha hecho hombre. «Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria virgine: et homo factus est», como nos enseña el credo. Para poder verificar esta afirmación establecida que nos llega transmitida por la tradición de la Iglesia –por las Escrituras y la vida de la Iglesia (tradición en sentido estricto)– yo había postulado lo siguiente:
«La tradición debe contener un factor genético que me muestre el acceso a la persona absoluta, la cual luego tendrá que mostrarse y manifestarse como tal. Para toda persona, el problema de la búsqueda de Dios es que la fe es una gracia que yo no podría recibir sin la intervención divina. Así pues, Dios se me tiene que mostrar, tiene que abrirme la puerta a Él como persona con la que yo me relaciono, si es que es Él quien entabla el contacto (Evangelio de San Juan)».
¿Cómo se debe responder entonces la pregunta por la posibilidad de conocer a Jesucristo como Hijo de Dios? ¿De qué condiciones depende la posibilidad de ese conocimiento? ¿Se pueden mostrar? La respuesta a esta pregunta es sumamente actual. Si hay un desarrollo que marca decisivamente nuestra situación espiritual y cultural, nuestro mundo construido por completo de forma secular, es la progresiva pérdida de la fe como la «Palabra encarnada». Esta fe en Jesucristo, que de todas formas constituía aún la base en la que fundamentaba Lutero, se ha evaporado como «rocío bajo el sol matinal»… con todas las consecuencias que eso implica. Para exponerlo claramente: si no respondemos o no podemos responder a la pregunta por la posibilidad de conocer a Cristo como Hijo de Dios, no tenemos ningún derecho a rechazar las otras religiones, pues si sólo podemos acogernos a la mera transmisión por tradición de los contenidos de fe, que a diferencia del Islam están asegurados históricamente, mientras que en el Islam la pregunta por la procedencia del Corán y por la autenticidad de la vida de Mahoma no está demostrada de forma segura, tal como nos afirman los expertos en el Islam de procedencia occidental, entonces tendremos que permitirles que se basen también en su tradición. La lapidaria afirmación de San Juan «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11), que se refiere al rechazo por parte de los judíos a reconocer al Mesías y a recibirlo como tal, se puede aplicar en particular medida a nuestro actual mundo secularizado. Posiblemente fuera también la falta de convicción de fe el motivo para que se aceptaran en el Concilio Vaticano II los documentos heréticos Lumen Gentium, Dignitas humanae y Unitatis redintegratio, en los que se atribuye también la eficacia salvadora y el reconocimiento a las otras religiones (entre otras al judaísmo y al Islam). El rechazo de Cristo como Dios verdadero se aprecia también en la vida diaria. La cotidianidad cada vez se dedica menos a resolver problemas espirituales y morales, sino a llevar a cabo intereses materiales, o en el mejor de los casos intereses humanos. De este modo, en vez de ir a la iglesia cada vez se va más a restaurantes caros, en los que el disfrute de una «cocina de estrellas» asume un carácter casi litúrgico. Por decirlo en relación con Baviera, los visitantes de la «montaña sagrada» de Andechs, que es el lugar de peregrinación más famoso de aquí, ya no van a la iglesia con sus milagros eucarísticos, sino que se quedan directamente en el restaurante próximo. Entre tanto, algunas persona han advertido la importancia de dar una respuesta a esta pregunta. Así por ejemplo, el antiguo ministro alemán de trabajo y orden social Norbert Blüm, en una tertulia de la primera cadena alemana moderada por Günter Jauch, señaló el 14 de octubre de 2013 que las actuales posiciones teológicas discutibles sólo se podrían aclarar si se respondiera la pregunta decisiva de si Cristo es el Hijo de Dios, de si Dios realmente se ha revelado. También entre tanto la Hermandad de Pío ha publicado un folleto que aborda asimismo la pregunta «¿Es Jesucristo el Hijo de Dios?» (pius.info, Stuttgart, 2013), y la responde en el sentido de que enumera las fuentes que demuestran la existencia histórica de Cristo y muestra la autenticidad de los Evangelios. El cumplimiento de las profecías sobre Cristo hechas en el Antiguo Testamento se aduce también como prueba de la verdad de la revelación divina en Jesucristo, así como los testimonios del propio Cristo sobre su misión terrenal. Pero estos testimonios sobre Cristo y del propio Cristo sólo confirman lo que la tradición tiene a disposición como tal. La pregunta decisiva acerca de qué me legitima para poder decir que Cristo es Hijo de Dios lamentablemente no se responde. Eso tampoco es de extrañar, pues con este problema entramos más o menos en un nuevo terreno de la filosofía de la religión. Por eso pido que mis explicaciones sobre este problema sólo se consideren un intento de llegar gradualmente a una solución. Estoy abierto a todo comentario, que ojalá pueda conducir a aclarar la cuestión de la aparición terrenal de Dios. Lo meramente transmitido por las Escrituras y la tradición aporta un enorme saber sobre y de la persona de Jesucristo, de modo similar a otros testimonios históricos, pero por sí mismo no aporta ninguna base para poder decir por convicción que Cristo es la «Palabra hecha carne» (Jn 1, 1 ss.). Pero si la afirmación de la encarnación pudiera fundamentarse en el conocimiento, entonces, en el material trasmitido por tradición, tendría que haber un factor que estuviera constituido de tal modo que esta afirmación se pudiera fundamentar o se pudieran aducir argumentos para responderla. Ya he designado este factor como «genético». Por un lado, este factor tiene que estar asentado en la tradición, mientras que por otro lado debe sobrepasar a la tradición. Tiene que mostrar por sí mismo su dignidad como absolutamente válido, tanto en lo formal como en su contenido. Por un lado ese factor se transmite como un elemento de la tradición, de persona a persona, pero por otro lado cada uno tiene experimentar por sí mismo esta evidencia de tal factor genético, es decir, del ser divino. En el Antiguo Testamento se habla del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Es decir, no sólo se habla de tres dioses –uno para cada uno–, sino de que cada una de estas personas tuvo su propia experiencia de Dios. Considerándolo formalmente, como este factor debe y tiene que superar el nivel del ser de Dios meramente afirmado, no puede ser aducido desde fuera ni por algo distinto, sino que tiene que testimoniarse a sí mismo, ya que en el caso de Dios no se trata de un mero ser, sino de una exigencia absoluta de ser, que por su parte exige un cumplimiento absoluto, es decir, un deber que también exija su deber ser. En su autotestimonio tiene que mostrarse como siendo lo que debe ser y como debiendo ser lo que es. En el Antiguo Testamento Dios se testimonia a sí mismo con el enunciado: «Yo soy el que soy», «Ego sum, qui sum» (Ex 3, 14). Para llenar de contenido esta estructura formal tenemos que recurrir a aquello que luego nos encontramos en los testimonios tradicionales: la voluntad de Cristo, que no sólo ofrece a los hombres su amor como voluntad de la unión amorosa, es decir, en una fusión común de la voluntad, sino que con su muerte expiatoria nos quiere redimir de nuestra existencia pecaminosa y hacernos de nuevo capaces de entablar una alianza con Él, suponiendo que aceptamos su oferta. Es decir, llegamos a conocer el amor de Dios y su amor superior, con el que cargó con los pecados de los hombres haciéndolos suyos. «Cristo se hizo pecado por nosotros» (2 Cor 5, 21). ¿Qué tiene que suceder para que en esta vida yo me eleve hasta el conocimiento de que en eso se manifiesta realmente Dios actuando de este modo, y no una mera persona santa (terrena)? Por ejemplo, cuando estudio la biografía de San Francisco me entero de sus acciones santas, pero no por ello hablo de él como Dios. Lo mismo se puede decir de todos los santos, del párroco de Ars o de Don Bosco, que en mi opinión fue uno de los mayores genios de la pedagogía. ¿Cuál es la diferencia entre los santos testimonios voluntarios de estas personas nombradas y Cristo? Considerándolo formalmente, la diferencia es que estas personas, en sus esfuerzos por una vida santa, no se acogían a sí mismas como motivo de su actuar, sino al ejemplo, al modelo de Cristo, en cuya imitación, la Imitatio Christi, se veían a sí mismas. Tratan de unir su voluntad con la de Cristo, hacerse homogéneos a ella. Ése sería el primer punto: que las personas santas no se santifican por sí mismas, por la vocación de Jesucristo. Pero en cuanto al contenido yo tengo que ver en la voluntad de Cristo el acto absolutamente santo que se me revela en su vida, es decir, con el estudio de las Sagradas Escrituras o en el amor de otra persona que me guía por amor. Así pues, si mi saber de Cristo debe trascender el saber del horizonte histórico, de tal modo que yo veo en Él una persona especialmente santa, como lo vio Arrio, entonces en y a partir de lo que se cuenta de Cristo en las fuentes (de la tradición) tiene que evidenciarse algo en lo que yo reconozca a Cristo como principio de la santidad absoluta, en lo que Cristo se muestre como Dios y se testimonie como tal. Si se alcanza esta comprensión, entonces Cristo se manifiesta como Dios tal como es, y es tal como se manifiesta: como el amor absoluto que se trasciende a sí mismo en el amor expiatorio y que también arde en mí, en mi corazón. Así quedaría respondida, al menos a grandes rasgos, la pregunta que formulamos al principio de si Cristo es el Hijo de Dios. Echemos de nuevo una mirada a los santos. En su vida se esforzaron por el perfeccionamiento cuando avanzaron del punto A al punto B, desde una vida profana (San Francisco) hasta una vida que se santifica. Dios, por el contario, tiene que manifestarse y tiene que testimoniarse como el principio absoluto de este amor, que no conoce ningún devenir. Fijémonos en que el profesor Ratzinger habla en su cristología de Cristo como el Hijo de Dios porque adoptó completamente la voluntad del Padre. Pero de esta manera se elimina la diferencia fundamental entre el cumplimiento de la voluntad de Dios, tal como lo llevan a cabo los santos, y la revelación del amor absoluto por medio de Jesucristo y en Él, y Cristo es presentado como un Dios que llega a ser, con lo cual Ratzinger se presenta como mínimo como medio arriano (cf. también Wigand Siebel, «Zur theologischen Position von Kardinal Ratzinger – Ist Ratzinger ein Arianer?», en EINSICHT, número 6 de octubre de 2005). La identidad de ser y manifestación como condición formal del conocimiento que buscamos del ser divino de Cristo es integrada en su contenido en la evidencia del deber absoluto que se testimonia a sí mismo y que se me revela por intuición (inteligiblemente). También por eso resulta claro por qué la fe siempre es también un acto de gracia, es decir, un don libre de Dios, Su regalo, que Él otorga a quienes se abren a Él.
Esta comprensión exige al mismo tiempo reconocerla como válida, de ella debe surgir la convicción de fe, y me exhorta a configurar mi vida.
(EINSICHT de diciembre de 2013, número 4, pp. 114-117). |