HABEMUS PAPAM?
por
EBERHARD HELLER
Cuando el 18 de abril el Colegio Cardenalicio se dirigió a la Capilla
Sixtina, era relativamente claro que, como sucesor de Juan Pablo II, se
elegiría a alguien que tendría que saber cómo devolver perfiles
conceptuales y teológicos a la “Iglesia” conciliar. La permisividad
sentimentaloide y los escándalos de Wojtyla se habían impreso demasiado
en los ánimos vaticanos, apenas suavizados o sofocados por sus tan
exhibidos padecimientos de enfermo, que muchos habían interpretado como
continuación de la cruz de Cristo.1 Su sentimiento permisivo de la
religión debería dar lugar otra vez a formulaciones teológicas claras.
Que ya el 19 de abril, es decir, el segundo día del Cónclave, y en la
cuarta votación, fuera elegido el Cardenal Ratzinger, quien se asignó
el nombre de Benedicto XVI, significó pese a todo para muchos una
sorpresa. No es que no le correspondiera cierto papel de favorito como
“papabile” –en calidad de cardenal decano había dirigido el funeral de
Juan Pablo II y los preparativos del Cónclave–, pero muchos lo
consideraban también un teórico intransigente. Con una predicación,
dirigida a los cardenales como un programa electoral, se había
recomendado a sí mismo como guardián de la fe: “Cada día surgen sectas,
y sucede exactamente lo que San Pablo dice sobre ‘el engaño de los
hombres’, sobre la ‘astucia que conduce al error’. Poseer una fe
inequívoca, como corresponde a la Confesión de Fe de la Iglesia, es
designado a menudo como fundamentalismo, mientras que el relativismo,
es decir, este ser llevado al acaso por la disputa de las opiniones,
parece ser la única actitud a la altura de los tiempos. Se establece
una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo, y
que como criterio último hace valer sólo el propio yo y su voluntad.
Pero nosotros tenemos otro criterio: el Hijo de Dios, el verdadero
Hombre. Él es el criterio para el verdadero humanismo.”2 Como
evidenciaron la indiscreciones de algunos cardenales, no sólo pudo
concentrar sobre sí una mayoría de dos tercios, es decir, por lo menos
77 votos de los 115 cardenales, sino incluso más del 90%, lo que se
vinculaba también con que sólo de una cabeza teológica como la suya
cabía esperar que desatara el “nudo gordiano” que Juan Pablo II había
dejado tras sí.
El “Cardenal acorazado” Ratzinger –apostrofado por el Frankfurter
Allgemeine Zeitung del 21.04.05 como “prefecto de la protección de la
fe católica, a modo de Gran Inquisidor inapelable a quien la pureza
exangüe de la fe le importa más que los hombres, un católico arrogante
de orientación preconciliar, sin disposición para el diálogo con otras
Iglesias cristianas y religiones, un reaccionario teológico”–, tras su
elección se presentó como un sucesor de Juan Pablo II cultivado,
teológica y filosóficamente formado, amable y humilde, a quien los
romanos aclamaron espontáneamente en la plaza de San Pedro. En su
primera alocución hasta les pidió que lo ayudaran en su difícil
ministerio.
La festiva asunción del cargo adquirió la forma de una fiesta
tradicional bávara con apoyo internacional. Roma estaba en manos de
montañeses bávaros, que con su fuerte colorido ofrecían un extraño –y
poco frecuente– contraste con los fríos edificios barrocos de la ciudad
de Roma.
Pero no en todas partes se aclamó a Ratzinger. Así T. A. Ash, que da
clases de historia en Oxford y Stanford, se aventuró a comentar que la
descristianización de Europa seguiría adelante, porque era de prever
que Ratzinger no suprimiría el celibato (Süddeutsche Zeitung del
22.04.05). Pero en general se supuso que conservaría la herencia
católica. Así pensaba Eberhard Straub en el Junge Freiheit del
22.04.05: “Benedicto XVI será un Papa religioso, un pastor que protege
la fe de los peligros que en unos tiempos enemigos de la Iglesia se
volverán incontrolables.”
Habemus Papam?
Repetir esta pregunta, mostrar dudas sobre la elección de Benedicto
XVI, parece ocioso en vista de la abrumadora aprobación de la persona y
la posición del elegido: ¿como jefe de la Congregación de la Fe, no
había retirado la potestad doctrinal a los teólogos de la liberación
Leonardo Boff y Ernesto Cardenal? ¿A quién debería estar mejor
encomendada la dirección de la Iglesia en aguas turbulentas que al
Cardenal Ratzinger, cuyo nombre elegido –Benedicto XVI– es un símbolo
de la recristianización de Europa (San Benedicto de Nursia, muerto en
547) o de una nueva pacificación (Benedicto XV, muerto en 1922, que en
la Primera Guerra Mundial se esforzó en vano por el fin de las acciones
bélicas)?
Sin embargo, repetir esta pregunta puede parecer algo no sólo no
problemático, sino incluso obligado, psicológicamente al menos, en
vista de nuestra propia y muy complicada situación en tanto que
sedevacantistas siempre trasnochados. Después de todo, muy
tranquilizador sería poder decir: ¡sí, tenemos un Papa!; podemos volver
a entrar en filas, pues nuestra lucha encontró un final, de cuyo buen
término somos también responsables, porque siempre hemos luchado por la
conservación de la fe verdadera, de cuya custodia futura se ha hecho
responsable ahora Benedicto XVI. Con la cabeza levantada podríamos
dedicarnos ahora a las tareas que nos correspondieron inicialmente.
De hecho poder decir que la Iglesia ha encontrado un nuevo pastor, que
quiere ser servidor de todos los servidores de Dios, que volverá a
sanar las heridas del rostro lacerado de la Iglesia, sería como la
liberación de una situación desastrosa que ya no controlamos, o como
despertar de una pesadilla. ¿No celebró Benedicto XVI en latín las
misas, tanto del funeral de Juan Pablo II como de su asunción al cargo?
¿No empleó las palabras correctas de la Transubstanciación, “pro
multis”, en la fórmula de la consagración del cáliz? ¿Y luego la
letanía de todos los santos cantada varias veces en latín? O su
predicación dominical del 24 de abril, ¿no contenía acaso una
exposición completa del pastor verdadero cuando explicó: “El primer
signo es el palio, un tejido de lana pura puesto sobre mis hombros.
Este signo antiquísimo, que llevan los obispos de Roma desde el siglo
IV, puede ser primero simplemente una imagen del yugo de Cristo, que el
obispo de esta ciudad, el siervo de los siervos de Dios, carga sobre
sus hombros. El yugo de Dios es la voluntad de Dios que aceptamos. Y
esta voluntad no es para nosotros una carga externa que nos oprime y
priva de libertad. Saber lo que Dios quiere, saber lo que es el camino
de la vida: ésa era la alegría de Israel, que lo reconoció como una
enorme distinción. Ésa es también nuestra alegría: la voluntad de Dios
no nos enajena, sino que nos purifica –y eso puede doler–, pero de este
modo nos conduce a nosotros mismos, y de este modo lo servimos no sólo
a Él, sino a la salvación de todo el mundo, de toda la historia. Pero
el simbolismo del palio es más concreto: tejido con lana de corderos,
quiere representar también la oveja perdida o la oveja enferma y débil
que el pastor carga sobre sus hombros llevándola a las aguas de la
vida. La parábola de la oveja perdida, que el pastor sale a buscar al
desierto, fue para los padres de la Iglesia una imagen del misterio de
Cristo y de la Iglesia. La humanidad, todos nosotros, somos la oveja
perdida que ya no encuentra el camino en el desierto. El Hijo de Dios
no lo puede sufrir en el cielo, Él no puede dejar al hombre en tal
situación de necesidad. Él mismo se levanta, abandona la majestad
celestial para encontrar a la oveja, y va tras ella hasta la cruz. La
carga sobre los hombros, carga con nuestro ser hombres, carga con
nosotros: Él es el verdadero pastor que por la oveja da su propia
vida.” (Libreria Editrice Vaticana)?
De hecho puedo entender la decepción de todos los lectores que hasta
ahora han seguido nuestro camino sólo por motivos tradicionalistas –sin
atender a la constante advertencia de que nuestro interés no se limita
en absoluto a esos motivos–, cuando lean las líneas siguientes.
La pregunta de si con Benedicto XVI tenemos un nuevo Papa no puede
responderse desde el sentimiento. Dos son los criterios decisivos para
ello:
1) Los electores, es decir, los 115
cardenales que el 18 de abril entraron al Cónclave, ¿tenían legitimidad
como para elegir un Papa?
2) El elegido, ¿era elegible como Papa?
La pregunta por la legitimidad del Papa puede responderse constatando
si su nombramiento fue jurídicamente eficaz. Todos los cardenales
excepto Ratzinger habían sido nombrados por Juan Pablo II, cuyos actos
ministeriales siempre juzgamos ilegítimos, porque un hereje no puede
ser Papa: ¡un autor americano ha hecho una lista de más de 100 herejías
de Juan Pablo II! El propio Ratzinger debe su nombramiento en 1977 a
Paulo VI, cuya legitimidad hemos discutido igualmente por el mismo
motivo. Aunque sólo se juzgara si entre los conclavistas hubo una “pars
minor et sanior”, es decir, una minoría de cardenales que quizá
hubieran obtenido legítimamente su nombramiento cardenalicio –¡no
conozco ninguno!– y conservado su fe a salvo de posiciones heréticas
–cuestión que planteamos ya con ocasión de la elección de Juan Pablo
II–; esta pregunta sólo puedo volver a responderla con un “no”. No
conozco ningún cardenal que con su disposición personal se hiciera
conocer como cristiano católico ortodoxo.
Pero confieso con gusto que no tengo información más cercana sobre la
posición de cada uno de los conclavistas, y entiendo que este tipo de
argumentación resulte extraño a muchos que no estén (mejor) enterados
de nuestras anteriores líneas de argumentación. Por eso me ceñiré a
responder la segunda pregunta, para la que hay criterios claros por
parte de la Iglesia y para cuya aplicación a la posición de Ratzinger
contamos con suficientes testimonios claros de él como para poder decir
si en suma Benedicto XVI era elegible como Papa.
En la bula Cum ex Apostolatus officio del 15 de febrero de 1559, Pablo
IV estableció condiciones claras cuya aplicación y observancia son
relevantes para juzgar si Ratzinger era papabile. El parágrafo 6
informa sobre los presupuestos que se exigen para asumir un cargo
eclesiástico: (a)
“Agregamos también que, si en algún tiempo cualquiera aconteciese que
un obispo, incluso en función de Arzobispo, o de Patriarca, o Primado;
o un Cardenal de la Iglesia Romana, incluso como se ha dicho en función
de Legado; y también un Romano Pontífice, antes de su promoción o antes
de la asunción a la dignidad de Cardenal o de Romano Pontífice, se
hubiese desviado de la Fe Católica, o hubiese caído en alguna herejía o
incurrido en cisma, o los hubiese suscitado o cometido, la promoción o
la asunción, incluso si esta hubiera ocurrido en acuerdo y unanimidad
de todos los cardenales, es nula, írrita y sin efecto; y de ningún modo
puede considerarse que tal asunción haya adquirido validez, por
aceptación del cargo y por su consagración, o por la subsiguiente
posesión o cuasi posesión de gobierno y administración, o por la misma
entronización del Romano Pontífice, o su adoración, o por la obediencia
que todos le han prestado, cualquiera sea el tiempo transcurrido,
después de los supuestos antedichos. Tal asunción no será tenida por
legítima en ninguna de sus partes, y no será posible considerar que se
ha otorgado o se otorga alguna facultad en las cosas temporales o
espirituales a los que son promovidos, en tales circunstancias, a la
dignidad de obispo, arzobispo, patriarca o primado, o a los que han
asumido la función de Cardenales o de Pontífice Romano, sino que por el
contrario todos y cada uno de sus hechos, actos y resoluciones y sus
consecuentes efectos carecen de fuerza, y no otorgan ninguna validez y
ningún derecho a nadie. Y en consecuencia, los que así hubiesen sido
promovidos y hubiesen asumido sus funciones, por esa misma razón (eo
ipso) y sin necesidad de hacer ninguna declaración ulterior, están
privados de toda dignidad, lugar, honor, título, autoridad, función y
poder; y séales lícito a todas y cada una de las personas subordinadas
a los así promovidos y asumidos, si no se hubiesen apartado antes de la
Fe ni hubiesen incurrido en cisma ni lo hubiesen suscitado o cometido
(...) sustraerse en cualquier momento e impunemente a la obediencia y
devoción de quienes fueron así promovidos o entraron en funciones, y
evitarlos como si fuesen hechiceros, paganos, publicanos o
heresiarcas.”3
Es preciso aclarar entonces si Ratzinger cumple con estos criterios.
Joseph Ratzinger, nacido el 16 de abril de 1927 en Marktl del Inn,
estudió de 1946 a 1951 teología y filosofía en Munich y Freising. El 29
de junio de 1951 obtuvo, junto con su hermano Georg, la dignidad
sacerdotal. Luego trabajó como capellán en Munich. Ya en 1952 obtuvo un
puesto docente en el seminario de clérigos de Freising. En 1953 se
doctoró en teología, y en 1957 hizo la habilitación en la asignatura de
Teología Fundamental en la universidad de Munich. Ya con 31 años obtuvo
en 1958 un puesto de profesor de Dogmática y Teología Fundamental en
Freising, y en 1959 resultó profesor ordinario en Bonn, en 1963
profesor ordinario de Dogmática en la universidad de Münster, en 1966
profesor ordinario en Tubinga. En 1969 fue llamado a la universidad de
Regensburgo. Allí nuestra agrupación, a través del antiguo consejero
mariológico de Pío XII, el ya fallecido profesor Tibur Gallus, entabló
contacto con Ratzinger, para discutir con él el Novus Ordo de Paulo VI.
Ratzinger admitió que la fórmula para la consagración del cáliz estaba
mal traducida, pero que no contenía ninguna herejía.
Sobre Ratzinger recayó una función teológica especial cuando, de 1962 a
1965, nombrado por el cardenal Frings como su perito, se perfiló como
co-realizador del Concilio Vaticano II, donde el joven profesor de
teología se destacó no sólo por su defensa del aggiornamiento de Juan
XXIII y del ecumenismo que hasta teológicamente fue consolidado, sino
que también confundió a los padres conciliares con la defensa de ideas
radicales. Más tarde, a la pregunta del entrevistador Seewald de que en
el Concilio se lo consideró un teólogo progresista, respondió entre
otras cosas: “Es cierto que opino que la teología escolástica, tal como
se ha consolidado, ya no es un instrumento para llevar la fe al
lenguaje de estos tiempos.” 4 Yo mismo puedo recordar vagamente que el
Süddeutsche Zeitung comentó por aquel entonces las posiciones
defendidas por Ratzinger en el Concilio más o menos así: si Ratzinger
hubiera sostenido tales puntos de vista antes de su consagración, no
habría sido ordenado sacerdote.5 Interesa también que el antiguo
primado polaco haya negado el imprimatur a los primeros escritos de
Ratzinger.6 Así, en la Introducción al cristianismo, defendía la
siguiente tesis: “¿El auténtico hombre sería Dios a causa de que es
hombre auténtico, y Dios sería tal por ser auténtico hombre
justamente?...”, posición que el cardenal Siri criticó en Gethsemani
como “monismo cósmico”.
En 1977, Paulo VI llamó a Ratzinger a Munich como sucesor de Döpfner.
Hay que advertir que Ratzinger fue “consagrado” el 28 de mayo de 1977
por el obispo Stangel –con los co-consagrantes Graber y Tewes– conforme
al rito nuevo, es decir, inválido; o sea que como supuesto obispo de
Roma sigue siendo un simple sacerdote. Aquí en Munich tuvo ocasión, en
el ámbito pastoral, de representar prácticamente al ecumenismo,
cocelebrando con representantes de la confesión protestante “ceremonias
de consagración” comunes, acciones que más tarde repetiría con la
“obispa” Jepsen en Hamburgo.
En sus tiempos de Munich participa también en la introducción de la
educación sexual en las escuelas, contra cuya introducción habían
luchado vehementemente pedagogos católicos, totalmente burlados con la
“bendición” de Ratzinger. (De modo similar recientemente, como
Benedicto XVI, decepcionó a los políticos cristianos cuando opinó que
la nueva constitución europea puede ratificarse también sin referencia
a Dios, una referencia por cuya fijación en la obra legal los políticos
con transfondo religioso-cultural habían luchado en Europa hasta el
último momento, desgraciadamente en vano. (Todavía el 11 de junio de
1965, en su visita a Bonn, Charles de Gaulle había enfatizado que
Europa sólo es pensable en la tradición cristiana: “Nosotros los
europeos somos constructores de catedrales. Mucho es lo que eso ha
durado.”)
Aquí corresponde también un episodio significativo para los actores de
ambos lados. El antiguo superior de la Hermandad San Pío X, Klaus
Wodsack, uno de mis viejos compañeros de estudio, creyó poder demostrar
al ordinario muniqués la negación de la presencia real de Cristo en el
tabernáculo, exhibiéndole pasajes de su tratado: La fundamentación
sacramental de la existencia cristiana, cap. IV, donde Ratzinger
explica: “La adoración eucarística o la visita en silencio una iglesia
razonablemente no puede ser mera conversación con Dios, pensado como
presente de modo local y circunscripto. Expresiones como ‘aquí vive
Dios’, o un diálogo así fundamentado con Dios, pensado localmente,
muestran un desconocimiento del misterio cristológico y del concepto de
Dios que necesariamente tiene que repugnar al hombre que piensa y sabe
de la omnipresencia de Dios. Si ir a la Iglesia quiere fundamentarse
con que se tiene que visitar a un Dios sólo presente ahí, esto sería de
hecho una fundamentación sin sentido, que el hombre moderno tiene con
razón que rechazar.” Pues bien, pronto vino la reacción a esta
acometida espontánea que Wodsack sin haber hablado con su jefe había
iniciado, a saber, desenmascarar a Ratzinger como hereje; del
Ordinariado llegó la respuesta de que Ratzinger cree en la presencia
real, aunque el texto citado contenía lo contrario, y de Ecône vino la
rápida deposición de Wodsack, que había perjudicado sensiblemente la
política lefebvrista dirigida a una eventual cooperación con Ratzinger.
Toda una serie de comentadores se complace hoy en querer desestimar
estas posiciones teológicas tempranas como “pecados de juventud”, ya
que, después de todo, tras su nombramiento como Prefecto de la
Congregación de la Fe, mostró que, a diferencia de antes, en este
ministerio había seguido una línea ortodoxa. Pero Ratzinger insiste una
y otra vez en que siempre se ha mantenido fiel a sí mismo, así como al
Vaticano II, y “sin nostalgia de un ayer irremediablemente pasado.7 En
la ya citada conversación con Seewald, éste le recuerda a Ratzinger el
siguiente comentario: “Ya en 1975 usted había profetizado que la
herencia del Concilio ‘aún no se ha hecho manifiesta. Espera aún su
hora, y ésta vendrá: de eso estoy seguro’.” La respuesta de Ratzinger
fue: “En efecto, cada vez se hace más claro que los textos del Concilio
están en perfecta continuidad con la Fe.” 8 [Nota bene: para comprender
la monstruosidad de este enunciado, piénsese en los decretos
conciliares Nostra Aetate (NE) o Lumen gentium (LG), donde se dice,
como en NE art. 3: “La Iglesia contempla también con mucho respeto a
los musulmanes, que adoran al Dios único, el viviente y existente por
sí, misericordioso y omnipotente, el creador del cielo y de la tierra,
que ha hablado a los hombres.” Esta posición es precisada en LG, cap.
16: “Pero la voluntad de salvación comprende también a aquellos que
reconocen al creador, entre ellos especialmente a los musulmanes, que
confiesan la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios uno.” ]
Ya Paulo VI había hecho clara esta renuncia a reivindicar la Iglesia
como absoluta, cuando en 1970 explicó: “En el conflicto [de Oriente
próximo] están involucradas tres religiones que reconocen todas ellas
al Dios verdadero: el pueblo de los judíos, el pueblo del Islam y,
entre ambos, el pueblo cristiano propagado por todo el mundo. Ellos
proclaman con tres voces el monoteísmo único. Hablan con la máxima
autenticidad, con la máxima veneración, con la máxima historicidad, con
la máxima fecundidad, con el máximo poder de convicción.”
De hecho no es posible renunciar ahora a detenerse en el tema central,
en cuya realización Ratzinger ha mostrado desde el Concilio hasta hoy,
también como Benedicto XVI, su máximo interés, y lo sigue mostrando: la
Ecumene en el sentido del Vaticano II, que siempre se entendió a sí
mismo como ecuménico y que también se denomina así en su subtítulo, es
decir, la Ecumene como proceso de constante crecimiento conjunto de las
“Iglesias”.
Cuando el 25 de enero de 1959 Juan XXIII anunció la celebración de un
“Concilio ecuménico”, despertó en muchos la esperanza en nuevos
esfuerzos por la reunificación de los cristianos separados, o en una
modificación fundamental de la Iglesia católica en relación con las
confesiones de fe separadas de ella. Junto a la intención de Juan XXIII
de adaptar la disciplina de la Iglesia al mundo –conocida como
aggiornamiento–, el pensamiento ecuménico fue decisivo para el Concilio
y el desarrollo posterior. Ya el 21 de noviembre de 1964 se promulgó el
decreto Unitatis redintegratio inter universos Cristianos (UR) sobre el
ecumenismo.
Siguiendo la tendencia revolucionaria de este Concilio, también este
decreto abandona algunos límites hasta entonces teológicamente
establecidos. Frente a los anteriores esfuerzos de unión –donde se
buscaba el regreso a la Iglesia, es decir, la conversión, el
apartamiento del error, el retorno a la unidad de la Iglesia–, con la
UR comienza el intento de conformar una unidad en la que no se busca el
(re-)hallazgo de la verdad, el regreso a ella, sino configurar una
articulación de Iglesias, en todo lo posible bajo el techo de la
Iglesia católica. Wolfgang Thönissen, profesor de teología ecuménica en
Paderborn, describe la intención de UR del siguiente modo: “En el
contexto de la historia de los concilios, el decreto presenta una
novedad. Por vez primera se presenta la relación con las Iglesias
separadas de Roma únicamente desde una perspectiva positiva. No hay
allí ni en ningún otro lugar ningún indicio más de invitación a los
cristianos separados para su retorno a la Iglesia católica, tampoco se
pronuncia ya ninguna condena. El Concilio Vaticano II pone en el centro
lo común, lo que separa no es negado, pero pierde relevancia. Con el
decreto sobre el ecumenismo se ha hecho imposible un
ecumenismo-de-retorno que viera su objetivo en una reincorporación de
la cristiandad separada al organismo de la Iglesia católica.” 9
Aquí se hace clara una concepción totalmente nueva de la Iglesia. Ya no
rige “Extra Ecclesiam non salus est”. La Iglesia ha renunciado a su
pretensión de verdad absoluta y su monopolio de la salvación. No se
trata ya de una unidad en la verdad, realizada únicamente en la Iglesia
católica, sino de conceder que la verdad se ha realizado también en
otras “Iglesias”. Por eso se dice también: “A eso se añade que algunos,
e incluso muchos y significativos elementos o bienes a partir de los
cuales la Iglesia en total es edificada y obtiene su vida, también
pueden existir fuera de los límites visibles de la Iglesia católica.”
(UR 3).
Este tipo de renuncia a la verdad se encuentra en el decreto sobre la
así llamada libertad religiosa, a menudo mal entendido, pero
especialmente en el decreto Lumen gentium (LG) sobre la Iglesia, pues
los esfuerzos ecuménicos para la unidad con otras Iglesias (parciales)
dependen largamente de decisiones doctrinales de la Iglesia sobre sí
misma. Surge así un sistema doctrinal de proposiciones que se sostienen
entre sí. Las explicaciones de la constitución eclesiástica LG enlazan
con la comprensión de la Iglesia como misterio: “La sociedad provista
de órganos jerárquicos y el cuerpo místico de Cristo, la asociación
visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia
obsequiada con dones celestiales, no deben considerarse dos dimensiones
distintas, sino que constituyen una única realidad compleja que crece
conjuntamente a partir de un elemento humano y divino. [...] Esta es la
única Iglesia de Cristo, que en la confesión de fe confesamos como una,
santa, católica y apostólica” (LG 8). De esta realidad compleja se dice
luego: “Esta Iglesia, constituida y ordenada como sociedad en este
mundo, es realizada (subsistit) en la Iglesia católica, guiada por el
sucesor de Pedro y por los obispos en comunidad con él.”
Según Thönissen, este pasaje de LG admite la siguiente interpretación:
“El análisis de este pasaje del texto señala tres perspectivas:
a) La Iglesia una de Jesucristo existe en la concretidad histórica;
encuentra su forma de existencia concreta en la Iglesia católica; la
Iglesia una existe realmente.
b) La Iglesia católica no es absolutamente –indiscerniblemente–
idéntica con la Iglesia una de Cristo, pero existe en relación
fundamental y esencial con ella. El ser de la Iglesia de Jesucristo es
por cierto siempre mayor que la existencia concreta de la Iglesia
católica.
c) Fuera de los límites de la Iglesia católica no hay ningún vacío
eclesial. ‘Realidad eclesiástica’ hay también fuera de la Iglesia
católica. Aquí subyace pues el entero problema ecuménico.”10
También fuera del organismo de la Iglesia católica pueden hallarse
entonces “elementos de santificación y de verdad [...] que como dones
propios de la Iglesia de Cristo impulsan hacia la unidad católica” (LG
8). Aunque el Vaticano II siga hablando de la Iglesia católica en la
que está realizada la Iglesia única concebida por Cristo, sin embargo
el subsistit de LG permite en la Iglesia la pluralidad en tanto
comunidad de Iglesias parciales. Thönissen concluye en coherencia con
esta interpretación: “El Concilio ha entendido la unidad como Communio.
De ahí se sigue que la Iglesia de Jesucristo se sostiene en las
Iglesias locales o parciales y a partir de ellas.”11 Por eso con la
“unidad católica del pueblo de Dios” (UR 13) es posible también la
comunidad de Iglesias parciales.
Para alcanzar en definitiva una unidad total de las Iglesias parciales,
donde esa unidad debería estar realmente simbolizada por la Eucaristía,
el 25 de mayo de 1995 publicó Juan Pablo II la encíclica Ut unum sint
(UUS) –“Para que todos sean uno”, Jn. 17, 21–, en la que se remite a
decisiones del Vaticano II y a sus esfuerzos ecuménicos: “El Concilio
Vaticano II expresa la resolución de la Iglesia de aceptar la tarea
ecuménica en favor de la unidad de los cristianos, e impulsarla
adelante con convencimiento y resolución” (UUS 8). Pero también
concede: “Ahora podemos preguntarnos cuán largo es el camino que nos
separa de aquel día glorioso en que se alcance la unidad plena en la
fe, y podamos celebrar en concordia mutua la Santa Eucaristía del
Señor. [...] El fin último del movimiento ecuménico es el
restablecimiento de la plena unidad visible de todos los bautizados.
Con vistas a este fin todos los resultados alcanzados hasta ahora son
sólo un fragmento del camino, aunque positivo y muy prometedor.” (UUS
77)
Ante el extravío de la unidad originaria, perdida por cisma y herejía,
es especialmente llamativo que se diga “que este santo propósito
de la reconciliación de todos los cristianos en la unidad de la Iglesia
una y única de Cristo, sobrepasa las fuerzas y las capacidades humanas“
(UR 24), frase repetida en el Nº 822 del nuevo Catecismo de la Iglesia
católica de 2003. Allí se define un objetivo, perdido en verdad por un
comportamiento humano equivocado, pero cuya recuperación se sustrae a
las posibilidades de la Iglesia. Así pues, si es que algo se consigue,
–por ejemplo la “Declaración común sobre la justificación”, celebrada
como piedra miliar del ecumenismo–, he allí necesariamente el “éxito”
de Dios, aunque su formulación se aparte de la fe católica.
Ratzinger estuvo y está involucrado en este proceso del llamado
ecumenismo y comparte activamente su configuración: como teólogo
conciliar, como profesor, como obispo de Munich, como prefecto de la
Congregación de la Fe... y ahora como Benedicto XVI, en cuya calidad
designa como una de sus tareas más importantes la “solicitud
fundamental del ecumenismo” (Alocución del 20 de abril a los
cardenales, es decir, ¡un día después de su elección!). Pero contra
otros muchos ecumenistas, Ratzinger quiere que estos esfuerzos
ecuménicos se desarrollen como un proceso aproximativo en pasos
metódicos, controlables y controlados. Como enfatiza en sus
entrevistas, no quiere la unidad buscada a partir del mínimo común
denominador, es decir, sobre la base de una concordancia doctrinal
mínima, sino como comunidad de las Iglesias (parciales). En este
sentido habla de “polifonía”. Ratzinger tratará pues de seguir
desarrollando la Ecumene como proceso según la “polifonía” que él dice,
es decir, se esforzará por buscar una unidad eclesiástica donde las
llamadas Iglesias parciales puedan conservar su autonomía respecto de
sus conceptos teológicos y su especial comprensión de las cuestiones
litúrgicas. A diferencia de Küng que, discutiendo el papel de Ratzinger
como uno de los teólogos conciliares decisivos, quiere atribuírselo a
sí mismo y se alegra de que se vulneren dogmas eclesiásticos, como de
romper las copas tras un brindis, Ratzinger introduce tales rupturas
con mucha más precaución, y las oculta en fórmulas que luego expresan
un “consenso diferenciado”, palabra mágica aplicada a la interpretación
de la Declaración común sobre la doctrina de la justificación (DDJ)
firmada el 31 de octubre de 1999. Querían sacar de en medio todas las
antiguas condenas doctrinales, que de acuerdo con la polifonía sólo
hubieran estorbado.
La DDJ es el resultado de un diálogo que iniciaron representantes de la
Alianza Mundial Luterana y de la Iglesia Católico-Romana hace más de
treinta años. La cuestión de la justificación siempre estuvo en su
centro. La tesis central de la DDJ dice en su Nº 15: “Sólo gracias a la
fe en el acto salvífico de Jesucristo, y no a causa de nuestro mérito,
somos acogidos por Dios y recibimos el Espíritu Santo, que renueva
nuestros corazones y nos capacita e incita para las obras buenas.”
Según información de los miembros de la comisión, Ratzinger tuvo parte
en la redacción de esta declaración, cuya firma al menos tuvo lugar
bajo su égida. Aunque Ratzinger volviera a tomar distancia de esta
fórmula, ella sigue desde entonces obligatoriamente en vigor. Pero hay
que tener presente que el pasaje citado entraña elementos de contenido
protestante condenados por Trento.12
Según la concepción católica, la justificación significa para el hombre
la supresión del pecado original y la recuperación de la gracia
santificante, lo que sucede por primera vez en el bautismo. Dios saca
al hombre del pecado, si el hombre quiere, si él agarra libremente la
mano de Dios. El hombre interviene pues en la justificación de modo
totalmente activo. Fe, esperanza y caridad son actos morales libres del
hombre. Es decir que si el creyente quiere permanecer en la gracia de
Dios, la colaboración debe mantenerse mediante actos buenos y morales.
Cristo dice: “No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino
de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre en el cielo”
(Mt. 7, 21). “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.”
(Mt. 19, 17) ¡Pero una mera “justificación por las obras”, como se
atribuyó a la posición católica, no existe! Según la concepción
protestante las obras buenas son la consecuencia necesaria de la
justificación. Y según ella hay que entender cuando la DDJ dice: la
justificación es lo único que nos capacita e incita “para las obras
buenas”.
Pero los ecuménicos como Thönissen lo ven de otro modo: «Esta
solidaridad fundamental en la comprensión de la justificación permite
constatar que las condenas doctrinales recíprocas pronunciadas en el
siglo XVI a propósito de la justificación ya no afectan al interlocutor
actual. Esto no excluye diferencias en el lenguaje, en la configuración
teológica y en el acento con que se comprende la justificación. Pero a
la luz de la concordancia ganada estas diferencias pierden su carácter
de divisoras de Iglesias. Con ello se expresa que el fin de los
esfuerzos ecuménicos no es una unicidad que excluye todas las
diferencias, sino una ‘diversidad reconciliada’ que enriquece la
cristiandad. Entretanto la teología ecuménica llama a una coincidencia
así un ‘consenso diferenciado’».13
Los ecumenistas ven una dura recaída en la declaración Dominus Iesus de
Ratzinger. Las afirmaciones acerca de las Iglesias y las comunidades
eclesiales sobre todo las del cap. 4, molestaron a gente como el
cardenal Kaspar y los representantes de la “Iglesia” evangélica: “Hay
pues una única Iglesia de Cristo, que subsiste 14 en la Iglesia
católica y es guiada por el sucesor de Pedro y por los obispos en
comunidad con él. Las Iglesias que en verdad no están en comunidad
perfecta con la Iglesia católica, pero se ligan con ella por vínculos
íntimos, como la sucesión apostólica y la eucaristía válida, son
auténticas Iglesias parciales. Por eso la Iglesia de Cristo también
está presente y operante en estas Iglesias [...]. Las comunidades
eclesiales que no han conservado el episcopado válido y la realidad
originaria y plena del misterio eucarístico, no son Iglesias en sentido
auténtico” (Nº 17). Estas afirmaciones pretendidamente “católicas”
impiden advertir que aquí se está trabajando con un concepto de
Iglesia, acuñado por LG, que contradice la declaración de Pío XII en
Mystici Corporis. (No me interno aquí más en este problema porque en la
siguiente exposición (b) es tratado especialmente.) 15
Sobre el desarrollo actual del ecumenismo el propio Ratzinger adopta
una postura totalmente reservada, incluso más bien escéptica:
“Estábamos de hecho demasiado confiados cuando creíamos que los
diálogos teológicos podrían restablecer la unidad de fe en un tiempo
más o menos breve. Nos equivocamos cuando nos metimos en la cabeza que
esta finalidad tendría que alcanzarse simplemente dentro de plazos
establecidos. Por un momento habíamos confundido teología con política,
diálogo sobre la fe con diplomacia. Queríamos hacer por nosotros mismos
lo que sólo Dios puede hacer. Por eso debemos aprender la disposición a
buscar constantemente, sabiendo que el buscar mismo es un modo de
hallar, que estar en camino y proseguir sin descanso constituye la
única actitud adecuada para el hombre en peregrinación a lo eterno.” 16
Sin embargo, según Ratzinger, este proceso debe continuarse en pasos
medidos con precisión, un proceso de todos modos hace tiempo fuera de
control, porque para los implicados en él la relevancia teológica de
semejante disciplina ya no es asequible, ni gobierna siquiera ya al
propio Ratzinger, como muestra el siguiente hecho. En el así llamado
“Día de los católicos” de 2003, en Berlín, el Profesor Gotthold
Hasenhüttl 17 fue suspendido de su cargo por la Congregación de la Fe,
cuyo jefe fue Ratzinger hasta hace poco, por “abuso grave” de su cargo
dada su “participación en una celebración eucarística con
protestantes”, castigo ratificado en 2004.18 Pero en el funeral de Juan
Pablo II, el “juez” Ratzinger administró la “comunión” al fundador
protestante de Taizé precisamente, a Roger Schütz, sin que se sepa que
Ratzinger se haya suspendido por eso a sí mismo. Con ello Ratzinger se
sabía en conformidad con su fallecido jefe, quien en su capilla privada
también había repartido la “comunión” a invitados protestantes.
Ratzinger se convierte aquí en testigo contra sí mismo.19
La Ecumene, tal como el Vaticano II la concibió, no sólo es
problemática, es irrealizable, ya que una unificación es inviable por
incompatibilidad de las posiciones respectivas de los diversos miembros
eclesiales. Tampoco puede superarse con el truco del “consenso
diferenciado”. Por aducir sólo un ejemplo, entre muchos: ¿Cómo se
imagina Ratzinger una “polifonía” teológica basada en posiciones
recíprocamente excluyentes del todo? Tomemos simplemente el problema de
la presencia real de Cristo bajo las formas de pan y vino. Según la
concepción católica, el sacerdote ha obtenido mediante su consagración
pleno poder para transformar durante la misa en la transubstanciación,
si usa las fórmulas válidas, el pan y el vino en el cuerpo y la sangre
de Cristo. Los protestantes rechazan el sacerdocio de consagración, se
limitan al sacerdocio general. Cristo se hace real, según Lutero, en el
momento de la ingestión. Esta presencia real no se basa sin embargo en
el poder pleno para transubstanciar las formas de pan y vino, sino en
la fe en la fuerza operante de la intervención de Cristo, y hace
depender su posibilidad de la omnipresencia del hombre-Dios exaltado.20
¿Cómo pretende Ratzinger reconciliar en una “polifonía” estas
posiciones excluyentes? ¡Imposible! Ese tipo de unión, para seguir con
la terminología musical de Ratzinger, desembocará necesariamente en una
cacofonía.
En definitiva la Ecumene culminará en una formación, similar a la Unión
Europea, que si no se disolviera en una papilla de unidad teológica, ni
se la redujera simplemente al “mínimo común denominador” –opción que
Ratzinger conscientemente excluye–, se limitará a momentos periféricos
de carácter organizativo. La Ecumene se mostrará ilusoria y, después de
destruir todos los niveles religiosos, terminará en un desastre, porque
a pesar de la supuesta autonomía que debiera conservarse, hoy en la
praxis se ha desplegado ya una mescolanza de posiciones particulares
teológicamente insostenibles que ha pervertido por completo la
verdadera doctrina. Por esto se verán afectados en primer lugar
aquellos países de Europa y América del Norte que fantasearon sobre una
reunificación de las “Iglesias”, ¡sin unidad en la Fe!. Más bien
inafectados permanecerán países como Croacia, los continentes centro y
sudamericanos, África, India, donde al menos la situación económica es
tal que los hombres todavía tienen que preocuparse por resolver
problemas de subsistencia. Por eso tal vez ofrezca aún un cierto
asidero el afincamiento en lo religioso, y por allí en posiciones
fundamentales que en sí no cejan, muy pese a la presión modernista
sobre lo litúrgico, desgravada empero de un debate ecuménico
ideológicamente conducido.
En el presente debate no se trata de hurgar en las profusas
exposiciones teológicas de Ratzinger 21 en busca de herejías: excedería
por demás el espacio de este ensayo y no le haría justicia al autor.22
Pero para responder a la pregunta inicial acerca de si Ratzinger es
Papa, basta con señalarlo como uno de los codefensores capitales de una
idea –a saber, el ecumenismo vaticano– absolutamente herética en tanto
que en ella verdad y error son conscientemente colocados al mismo
nivel. Esta transformación semántica conciliar la confirma, entre
otros, el Profesor P. Claude Geffre O.P., decano de la Facultad de
teología de Saulchoir, en Le Monde del 25 de enero de 2000: “En el
Concilio Vaticano II la Iglesia católica descubrió y aceptó que no
posee el monopolio de la verdad, que tiene que tener abiertos sus oídos
al mundo. [...] Aquellas [religiones] opuestas a estas reivindicaciones
legítimas están condenadas a reformarse o a desaparecer.”
Tampoco hay que olvidar que Ratzinger fue la mano derecha y la cabeza
teológica de su jefe, para el que un teólogo americano enumera 101
herejías. A la pregunta de Seewald sobre si Ratzinger tuvo serios
problemas con su jefe en cuestiones de fe, él responde: “Diferencias en
el sentido auténtico de la palabra no hubo.”23 ¡Y uno de los primeros
actos de Benedicto XVI en su ministerio fue pretender darle categoría
de santo a este hombre!
Por eso: Habemus Papam?
Non! Habemus Ratzinger!
EL PROGRAMA PREVISIBLE DE RATZINGER
Aunque la discusión mostró que Ratzinger no cumple las condiciones
establecidas por el Papa Pablo IV, en la bula Cum ex Apostolatus
officio del 15 de febrero de 1559, para una asunción legítima del
cargo, es relevante sin embargo lo que pueda esperarse de él como
sucesor de Juan Pablo II. En la alocución a los cardenales del 20 de
abril esbozó su programa:
1) La celebración del cuadragésimo jubileo del Vaticano II, cuyas declaraciones han de considerarse una brújula.
2) Continuación del diálogo teológico.
3) “Purificación del recuerdo”: con lo que son aludidas las peticiones de perdón.
4) Continuación de las tendencias ecuménicas.
5) Continuación del diálogo interreligioso.
Pero al margen de estos puntos programáticos, le incumben otros
problemas que le llevaron los llamados modernistas: entre otros la
ordenación de mujeres, la inseminación artificial, el aborto, la
comunidad eucarística con los protestantes, etc. A estas exigencias
podría darles una clara negativa, como muestra la condena pronunciada
entretanto, como “expresiones de una libertad anárquica”, a los
llamados matrimonios-homo: “Matrimonio y familia no son una
construcción sociológica voluble, sino resultado de situaciones
históricas y económicas especiales.” (sic!) (FOCUS-Online del 7 de
junio de 2005)
Ratzinger no tuvo gran interés en la reforma litúrgica: las
innovaciones eran para él en parte una “crueldad”. Esclarecedor también
en este contexto es lo que escribió acerca de la reforma litúrgica,
que, según él, “no representa una revivificación, sino una devastación”
(Prólogo a: Gamber, Die Liturgiereform, Le Barroux 1992, p. 6): “Estoy
convencido de que la crisis eclesiástica en la que hoy nos hallamos,
procede en su mayor parte del desmoronamiento de la liturgia.” (La mia
vita, ricordi 1929-1997, Roma 1997). En otro lugar escribe: “Quisiera
señalar explícitamente que el título con que en 1970 se presentó el
llamado Misal de Paulo VI es totalmente correcto desde el punto de
vista de la historia de la liturgia: Missale Romanum ex Decreto
Sacrosanti Concilii Vaticani II instauratum. Auctoritati Pauli PP. VI
promulgatum. Aquí está plenamente expresa la continuidad del
desarrollo, que no se mantuvo vigente sin embargo durante su
introducción y tramitación de hecho en la Iglesia. Como ya he dicho,
considero este Misal ‘en muchos aspectos como una verdadera mejora y
enriquecimiento’. Lo que ha dañado y sigue dañando profundamente a la
Iglesia es el foso abierto entre lo ‘preconciliar’ y lo
‘postconciliar’, como si se tratara de dos Iglesias y de dos liturgias,
como si lo que antes era lo más santo fuera ahora lo más prohibido y
malo. Una institución que procede así con su historia y con los hombres
que le pertenecen no debe asombrarse de las consecuencias negativas.
Por lo demás, justamente esta insistencia sobre una supuesta oposición
dañó la recepción del Misal renovado más que ninguna otra cosa. Por eso
sólo puedo decir una y otra vez con insistencia que esta ‘excomunión’
del antiguo Misal tiene que terminar, también precisamente a causa de
la correcta apropiación del nuevo.”24
Ya que ha concedido que la fórmula consagratoria del cáliz fue mal
traducida con el “para todos”, y que él mismo critica la versión
alemana del Novus Ordo por contener otros errores, bien podría ser que,
por un lado, devolviera a la misa tridentina su rango como liturgia de
la era preconciliar y, por otro, procurara salvar dicho Ordo, al menos
en la versión alemana. Acerca de las divergencias de los “misales”
alemanes respecto del original latino, escribe: “A partir de ahora, no
debería ser posible hablar sin más de la ‘configuración de banquete’ de
la eucaristía, afirmación al respecto que se basa en una mala
comprensión del acontecimiento fundamental y lleva en general a una
mala comprensión del sacramento. Menos aún debe designarse la
eucaristía simplemente como ‘banquete’ (ni siquiera simplemente como
‘banquete sacrificial’). Bajo este punto de vista es imperioso desear
una revisión de la traducción alemana del Misal de Paulo VI, donde,
sobre todo en las postcomuniones, frente al original latino la palabra
‘banquete’ casi se ha convertido en la designación regular de la
eucaristía produciéndose así una contradicción objetiva con el texto
original del Misal.” 25
Por eso, con la concesión sin trabas de la Misa antigua, “a causa de la
correcta apropiación del nuevo [Ordo]”, como él dice, podría complacer
plenamente por ejemplo a los econistas (c) –quienes fundamentan su
resistencia exclusivamente en la lucha de ritos por la misa– y así
paralizarlos: con la autorizacíon irrestricta de la Misa antigua se
colmarían sus supuestos reclamos. Luego Ratzinger podría exigirles con
justicia su incorporación a las estructuras eclesiásticas y el pleno
reconocimiento de los superiores locales, bajo renuncia a su especial
status anterior como cuasi-orden. A la mayor parte de los econistas,
que sólo apuntan a satisfacer las necesidades tradicionalmente
religiosas de su clientela, también podría bastarle una oferta así, y
seguramente se llegaría a la formación de dos asentamientos, con lo
cual los disconformes con este compromiso tendrían que decir por fin
qué es lo que en propiedad teológica y eclesialmente quieren, o bien en
qué puntos se diferencian de nosotros los sedevacantistas. Pues hasta
ahora han temido, como el diablo al agua bendita, aplicar el concepto
de “herejía” a todas las innovaciones que también ellos consideran
contradictorias con la fe. 26
PERSPECTIVAS HIPOTÉTICAS
Permítaseme aquí especular por una vez sobre qué sucedería si
Ratzinger, de hecho una cabeza refinada –en las filas tradicionalistas
no conozco a nadie que pueda estar a su altura o demostrar un saber tan
abarcador–, reconociera la entera medida de la destrucción a cargo del
Vaticano II y efectuara un viraje radical. ¿Qué resultaría de semejante
conversión? Supongamos que derogara todas las innovaciones en el ámbito
de la liturgia y las reformas de los ritos sacramentales, que extirpara
las demás herejías, etc. ¿No podría con tales actos ser reconocido en
definitiva como Papa ortodoxo y legítimo? Descontando que partes
enteras de la Iglesia conciliar se apartarían de él, eso no modificaría
nada en el estado de real vacancia de la Sede. Aquí se aplicarían otra
vez las precisiones de Paulo IV (cuarto), según los cuales un hereje
está (y permanece) incapacitado para ejercer el ministerio. Ratzinger,
como jefe de la Iglesia conciliar, podría empero guiarla a la
conversión y dirigirse con una abjuratio pública a los cristianos
católicos ortodoxos y pedirles perdón, ya que no conozco ministros a
los que en este asunto pudiera Ratzinger dirigirse, a alguno de los
obispos tradicionalistas por ejemplo, porque entretanto de un modo o de
otro todos ellos se han desacreditado. Así seguramente grandes partes
de la cristiandad volverían a ser ganadas para la Iglesia verdadera,
pues la revolución no vino del pueblo creyente, sino “desde arriba”,
pero la restitución de la Iglesia tendría que efectuarse sin embargo
según las condiciones esbozadas en EINSICHT para una restitución de la
Iglesia como institución de salvación.
NOTAS DEL AUTOR
1 Sobre el enjuiciamiento de la función de Juan Pablo II
desde el punto de vista de alguien que ha estado muchos años en el
Vaticano, cfr. también Oschwald, Hanspeter: Der deutsche Papst - Wohin
führt Benedikt XVI. die Kirche?, Munich, Zurich 2005, pp. 99 ss.
2 Ibíd., p. 19.
3 Cfr. sobre esto EINSICHT VI/2, p. 79; VIII/7, p. 253; XXXI/6, pp. 101 ss.
4 Cfr. Ratzinger, Joseph: Salz der Erde - Christentum und katholische
Kirche im 21. Jahrhundert - Ein Gespräch mit Peter Seewald, Munich
1996, p. 78.
5 Sobre su papel en el Concilio, cfr. Ratzinger, Joseph: Salz der Erde,
pp. 75 ss.; también Ratzinger, Joseph: Aus meinem Leben - Erinnerungen
(1927-1977), Munich 1998, pp. 100 ss.
6 Cfr. www.wikipedia.de; término de búsqueda: “Benedikt XVI.”
7 Cfr. Ratzinger, Joseph: Salz der Erde, p. 79.
8 Ibíd., p. 80.
9 Cfr. Thönissen, Wolfgang: Ökumene nach katholischem Verständnis - Zum
Stand der Diskussion, en: “Non nobis”, julio 2004, cuaderno 45, p. 5.
10 Ibíd., p. 6.
11 Ibíd., p. 8.
12 Está previsto un ensayo específico sobre la Declaración común sobre
la doctrina de la justificación y el papel que Ratzinger desempeñó en
ella.
13 Thönissen, Wolfgang: Ökumene nach katholischem Verständnis, p. 8.
14 “Subsiste“ debe interpretarse según la concepción herética de la Iglesia en Lumen gentium.
15 Sobre la interpretación de Dominus Iesus, cfr. también Gaudron,
Matthias: Das vatikanische Dokument Dominus Jesus - was soll man davon
halten?, en: “Mitteilungen der Priesterbruderschaft St. Pius X”, No.
263, Noviembre 2000; igualmente Barth, Heinz-Lothar: Note zu Dominus
Jesus, en: “Kirchliche Umschau”, No. 10, Octubre 2000. Remito a mi
propia exposición, Dominus Jesus - Rückkehr zur wahren Kirche oder
ökumenischer Störfall, en: EINSICHT XXXI, 6, pp. 199 s.
16 Ratzinger, Joseph: Weggemeinschaft des Glaubens, Augsburgo 2002, p. 230.
17 Hasenhüttl, que fue asistente de Küng en Tubinga, conoció
personalmente a Ratzinger, cuando éste, a instancias de Küng, obtuvo la
segunda cátedra de teología en Tubinga. Hace poco (AP, 18 de abril de
2005), Hasenhüttl se pronunció muy positivamente sobre su juez
Ratzinger: “Antes me ayudó mucho y también me apoyó en publicaciones de
crítica a la Iglesia.” (www.cardinalrating.com/cardinal
84_article_1359.htm)
18 JUNGE FREIHEIT del 10.12. 2004.
19 Expone el hecho el Süddeutsche Zeitung del 9/10 de abril de 2005.
También la televisión relató este incidente referido a Hasenhüttl, de
71 años.
20 Para la exposición de las diferencias doctrinales entre católicos y
protestantes, cfr. Möhler, J. A.: Symbolik ode Darstellung der
dogmatischen Gegensätze der Katholiken und Protestanten nach ihren
öffentlichen Bekenntnisschriften, 7ª ed., Regensburg 1909; asimismo,
Holzapfel, Heribert: Katholisch und Protestantisch - eine
leidenschaftslose Klarstellung, 2ª ed., Friburgo 1931.
21 Sobre la bibliografía de Ratzinger, cfr. Heim, Maximilian Heinrich:
Joseph Ratzinger. Kirchliche Existenz und existenzielle Theologie unter
dem Anspruch von Lumen Gentium, Frankfurt 2004; también, Baier, Walter:
Weisheit Gottes - Weisheit der Welt, St. Ottilien 1987; también
http:/teol.de/nopublic/biratzi.htm.
22 Para valoración de los escritos teológicos de Ratzinger, cfr. p. e.
Kröger, Athanasius: Die eigenwillige Theologie von Kardinal Ratzinger,
en UVK 12 de 1982, pp. 150 ss., donde el autor señala que a Ratzinger,
en “su doctrina y modos de formulacion”, apenas podía distinguírselo de
Karl Rahner y Hans Küng. También Die “neue Theologie” oder “Sie
glauben, gewonnen zu haben”, Sion 1995.
23 Ratzinger, Joseph: Salz der Erde, p. 114.
24 Ratzinger, Joseph: Aus meinem Leben - Erinnerungen (1927-1997), Munich 1998, pp. 189 ss.
25 Ratzinger, Joseph: Das Fest des Glaubens, Kempten 1993, pp. 47 ss.
26 Sobre las expectativas puestas en Benedicto XVI, cfr. también
Oschwald, Hanspeter: Der deutsche Papst, pp. 167 ss., pp. 253 ss.
Notas del editor argentino
(a) Preferimos tomar este párrafo de la traducción del Dr. Carlos A.
Disandro, directa del latín al castellano (Paulo IV, Bula Cum ex
Apostolatus Officio, texto y traducción, Córdoba -Argentina- 1987, 2ª
ed.), no de la que nos remitió el Dr. Heller, obtenida indirectamente
del alemán. Por lo demás, justamente aquí hizo don Carlos una
corrección de puntuación al texto latino receptus, sin la cual el
párrafo resulta parcialmente ininteligible.
(b) La exposición siguiente en la revista EINSICHT es la traducción
completa al alemán, por Elfriede Meurer, de Carlos A. Disandro, La
crisis de la Fe y la ruina de la Iglesia romana. Respuesta al cardenal
Ratzinger, La Plata, Hostería Volante 1986.
(c) El Dr. Heller denomina econistas a quienes aquí solemos llamar lefebristas.
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