„¡VIVA CRISTO REY!“
-ESTACIONES DE UN VIAJE POR MÉJICO-
Eberhard Heller
trad. Alberto Ciria
La resistencia religiosa en Méjico frente a la moderna „revolución
desde arriba“ manaba y sigue viviendo todavía hoy del vivo recuerdo de
la época de la revolución masona en los años veinte, de las
experiencias de la persecución religiosa de aquellos años, cuando
muchos sacerdotes y laicos, que murieron lanzando el grito de „¡viva
Cristo Rey!“, hubieron de pagar con la vida su testimonio de fe. Los
sucesores actuales de aquellos mártires no se encuentran hoy ante
ningún pelotón de fusilamiento ni son acribillados por balas, pero
saben para qué viven y por quién responden: por Cristo, por Cristo, que
de una manera como evidente empapa su vida y la configura.
El viaje
Después de que por motivos de tiempo no pudiera aceptar la invitación
para la consagración de Mon-señor Dávila en mayo del pasado año, pero
también porque el ambiente de una festividad tal presumiblemente
hubiera resultado inapropiado para las otras intenciones que yo
pretendía asociar con una visita a Méjico, a fines de Febrero de este
año partimos finalmente tres personas –el Dr. Klominsky de la República
Checa, redactor de la revista TRIDENT, mi hijo Bernhard y yo– hacia
aquella vasta tierra cuya lucha eclesiástica llevaba la impronta
decisiva de los propósitos teológicos del Padre Sáenz y Arriaga y de la
impertérrita personalidad del obispo Carmona. Este habría de ser para
mí el primer gran viaje emprendido por mor de los asuntos de nuestra
lucha eclesiástica, que habría de llevarme a aquellas tierras de las
que habíamos recibido entre otras las visitas del obispo Carmona, tan
caro a nosotros, del obispo Zamora y de González Flores, cuyo padre,
durante los años veinte, había consagrado su vida a la fe como
dirigente de la juventud católica y había sido fusilado por ella. Su
imagen, que estaba expuesta en nuestro centro en Múnich, hubimos de
verla de nuevo en una sala de reuniones en Guadalajara.
Hubo que hacer toda una serie de preparativos. Mi mujer organizó muy
bien el viaje en acuerdo con el obispo Dávila, fijó las rutas aéreas,
se informó de las horas de salida de la compañía de vuelos mejicana,
compró los billetes. En las semanas previas al viaje me había esforzado
por aprender aún durante mi viaje al trabajo algunas cosas de español.
Hubo que definir y elaborar los diversos temas de discusión.
El diecinueve de Febrero por la mañana iniciamos nuestro viaje llenos
de tensión interior: primero de Múnich a Frankfurt, donde tomamos el
avión para Méjico. En realidad, el vuelo tendría que haber durado doce
horas, pero debido a fuertes turbulencias sobre el Atlántico el avión
hubo de hacer un rodeo por Islandia y Groenlandia. Diez mil metros por
debajo de nosotros se extendía un desierto blanco. Nieve y hielo
distribuidos en crestas montañosas, cordilleras, llanuras, lagos
helados, durante horas a lo largo de distancias interminables.
Sobrevolando Canadá el piloto volvió a corregir el rumbo, que podía
irse siguiendo en un monitor. Luego siguió en dirección directa hacia
el sur. Sobrevolamos los Estados Unidos. Bajo nosotros siempre aquel
blanco uniforme, interrumpido de cuando en cuando por los meandros de
los ríos. En algún momento este blanco se convirtió en gris, marrón
grisáceo, más tarde aparecieron incluso algunas manchas verdes.
Oscureció. Guardé mi cámara de fotos y el manual de español, del que
aún había repasado algunas lecciones. Finalmente el avión giró por
encima de un mar de luces que se perdía en la lejanía: teníamos bajo
nosotros Ciudad de Méjico. Entramos en pista, y ya las ruedas del avión
se pararon. Llegamos con retraso, y seguimos con retraso con el vuelo
hacia Acapulco, donde el Padre Martín y Oscar nos esperaban en el
aeropuerto... desde hacía ya tres horas. Tras un breve viaje en coche,
de pronto se abrió tras una loma la bahía de Acapulco, desde cuya
orilla se extendía un inmenso mar de luces hasta arriba en las
montañas, y más arriba aún, donde se clavan en la roca las últimas
cabañas de la ciudad de tres millones de habitantes. El panorama era
impresionante.
Cuando por fin nos instalamos en el hotel era medianoche, tras un viaje
de más de veintitrés horas, ¡y fuera seguía habiendo aún 27
grados! Y eso tras un casi interminable vuelo sobre hielo y nieve. En
Acapulco hay sólo una estación: verano. En Enero, el mes „más frío“, se
calcula una temperatura media de veintisiete grados, y en Julio de
veintinueve. Que Acapulco es una de las ciudades de turismo y diversión
más conocidas de Méjico lo testimoniaba el estruendo de las discotecas
hasta bien entrada la noche...
El obispo Dávila
Para el día siguiente, domingo, tras la misa en la iglesia de la Divina
Providencia, construida por el obispo Carmona, estaba previsto el
encuentro con Monseñor Dávila. Las estancias del obispo se encuentran
detrás de la Iglesia. La bienvenida discurrió al principio de modo
bastante formal, pero en seguida se relajó el ambiente. Las barreras
lingüísticas del comienzo quedaron pronto superadas: el obispo entiende
algo de inglés, yo podía arreglármelas con mis conocimientos de español
recién adquiridos, y el resto lo traducía Oscar, que había trabajado
mucho tiempo en América y contaba con orgullo que también había hecho
de traductor en las conversaciones entre los obispos Pivarunas y
Dávila. Trazamos los temas que queríamos tratar: una nueva
„declaración“ para la reconstrucción de la Iglesia (este tema habría de
tratarse en Hermosillo), unificación de los creyentes, sectarismo de
los llamados obispos de Thuc, cooperación en la propaganda, apoyo,
estudio en el seminario, y fijamos el programa de viaje que queríamos
hacer juntos la semana siguiente: Dos Caminos, Atlatlahuacán/ Mor.,
Ciudad de Méjico, Tampico, Hermosillo y Guadalajara.
Lo que ya se anunciaba en el primer encuentro y que luego hubo de
confirmarse en el transcurso del tiempo que pasamos juntos: el obispo
Dávila es un sacerdote reservado, discreto, que se toma muy en serio su
responsabilidad para con los clérigos de la Unión Trento y los
creyentes que le son confiados.
Tras esta primera entrevista, el Padre Martín, a quien por su destreza
al volante en el turbulento tráfico de Acapulco llamábamos „Schumacher
segundo“, y Oscar, nuestra ayuda lingüística, nos mostraron las
atracciones turísticas de la ciudad.
Dos Caminos
Al día siguiente, el obispo Dávila viajó con nosotros hacia el pueblo
de Dos Caminos, de mil almas y situado a unos cuarenta kilómetros de
Acapulco, cuyos habitantes profesan en su mayoría absoluta –cerca del
80%– la fe verdadera, motivo por el cual la antigua y hermosa iglesia
local de la Unión fue transpasada como iglesia parroquial. El Padre
Martín, que antes de sus estudios de teología había sido taxista, al
igual que el día anterior nos llevaba con destreza dentro del caos de
calles y de tráfico. Un poco a las afueras de la ciudad hicimos aún una
breve parada... y nos saludamos cordialmente con una familia que lleva
ahí una tienda de frutas. En medio de una serie de estas tiendas de
frutas se encuentra una capilla abierta que llevan conjuntamente los
sacerdotes de Acapulco. Como nos dijo el Padre Martín, en los arrabales
de Acapulco se encuentran varias de estas capillas, en las que los
sacerdotes de la Unión se ocupan también de las tareas pastorales.
Debate sobre la situación eclesiástica
Tras un breve saludo del párroco de Dos Caminos contemplamos la iglesia
barroca de Santiago Apóstol. Pero el verdadero fin de nuestro viaje era
el convento de monjas que está situado ahí, cuya superiora, una
americana, habría de hacer de traductora en la primera conversación más
intensa con el obispo Dávila. El recibimiento de las hermanas en las
modestas estancias fue extremadamente cordial: un „Willkommen“ en
alemán resplandecía ante nosotros en una pizarra. Mientras mi hijo se
ocupaba de los niños problemáticos que cuidaban las hermanas, entre el
obispo Dávila, el Dr. Klominsky y yo se desarrolló un diálogo muy
abierto y objetivo sobre la situación religiosa general y las
propuestas que yo planteaba. Barreras lingüísticas –junto con los
problemas de entendimiento que resultan de ellas– no las hubo: la
hermana María hablaba un „inglés“ magnífico y traducía fluidamente al
español. A mí me resultaba un poco sorprendente la sencillez con la que
el obispo Dávila aceptaba los problemas y las concepciones presentadas,
pero que al mismo tiempo le era facilitada por la libertad de la
distancia. He aquí los temas que comentamos:
- Unificación de las comunidades y
creyentes dispersos por todo el mundo. Los esfuerzos que en este
sentido ha emprendido del obispo Carmona han de continuarse
necesariamente. Yo sostenía la concepción de que esta tarea ha de
asumirla un obispo que se encargue exclusivamente de este propósito, el
cual planteará enormes exigencias a la persona respectiva y a su
capacidad de comunicación e integración. En mi opinión, sería bueno que
este obispo procediera del entorno de Monseñor Carmona, de modo que
pudiera enlazar del mejor modo con los esfuerzos y las intenciones de
éste. Al obispo Dávila, quien en el momento de la conversación llevaba
ejerciendo su ministerio apenas nueve meses, le resultó seguramente
nuevo y sorprendente que a él y a la unión de sacerdotes mejicanos que
él representa se le encomendara la responsabilidad por toda la Iglesia.
Pero para él no fue problema alguno reconocer el apremio y la
importancia de esta unificación, sin la cual, también en su opinión, se
llegaría a una disgregación en sectas de la resistencia de los
católicos ortodoxos. También en Méjico hay además de la Unión Trento
otras agrupaciones sedisvacantistas que no colaborarían con ésta. Pero
tales propuestas habría que tratarlas en un marco más amplio.
- En este contexto, llegamos a hablar de un tema cuyo tratamiento
también es procedente en Mé-jico, aunque ahí no sea tan apremiante como
aquí: la infiltración de elementos sectarios, en con-creto de los
llamados obispos de Thuc (es decir, obispos –o gente que se hace pasar
por tales– que se encuentran en alguna línea de sucesión de Monseñor
Ngô-dinh-Thuc y que ya por eso se creen que están legitimados como
obispos ortodoxos). Cuando, tras la consagración del obispo G. des
Lauriers, se vino a hablar de los otros obispos consagrados por
Monseñor Ngô-dinh-Thuc, la reacción de Monseñor G. des Lauriers fue
ignorarles. Eso fue un error: entre tanto, estos obispos de Thuc, ya
sean obispos presuntos o auténticos, han creado un lodazal de
sectarismo en el que sólo pululan clérigos consagrados o no consagrados
o tal vez consagrados, embusteros clericales y charlatanes (estoy
pensando entre otros en Roux, a quien en Francia ya sólo se le conoce
como el obispo Tartufo). Este lodazal sólo cabe secarlo, pues la
verdadera resistencia corre el peligro de verse arrastrada hacia él,
porque los sacerdotes –¡nuestros sacerdotes!– y los clérigos
responsables de los centros misales hasta ahora no han podido imponer
la precaución necesaria para la cooperación con clérigos desconocidos.
Yo les referí nuestros empeños, en particular los esfuerzos de
Jerrentrup, por „separar la paja del grano“ mediante un seguimiento
preciso de la sucesión correspondiente, es decir, de indagar si un
clérigo fue consagrado de modo válido, dudoso o directamente inválido,
y si persigue intenciones ortodoxas o sectarias. El obispo Dávila
refirió que semejantes obispos también los hay en Méjico, pero que
hasta ahora no tenían ninguna fórmula para reconocer a estas personas.
Se acordó que pondríamos a disposición de la Unión Trento todo nuestro
material actual, y que nos informaríamos mutuamente para evitar
intromisiones.
- Propaganda para la fe: para impedir una disipación de las capacidades
ya de por sí limitadas, se acordó una mejor sintonización en la
elaboración de nuevos temas, la cooperación de los diversos órganos de
publicación y el intercambio de colaboraciones importantes.
- En el transcurso de nuestra conversación yo también planteé la
pregunta por un apoyo económico de la Unión sacerdotal Trento y por sus
esfuerzos en la batalla por la fe. El obispo Dávila quiso reservarse su
respuesta para después de la conferencia en Hermosillo, una vez que
hubiera hablado con sus cofrades.
- Se habló de los estudios en el seminario de sacerdotes de Hermosillo,
pero la elaboración de este tema se pospuso hasta nuestra visita al
seminario.
- Aceptación de donativos desde Europa para el encargo de misas: el
obispo Dávila mostró aquí su interés, toda vez que él, como más tarde
nos dijo, puede asegurar que las misas encargadas podrían ser leídas
con bastante prontitud.
Aparte de esto, mis preguntas se encaminaron también a la situación de
la Unión en Méjico. Y aquí supe del obispo Dávila que también él tiene
sus preocupaciones..., que primero tiene que hacerse cargo de estas
tareas para llegar a un resultado paso a paso. La Unión sacerdotal
Trento tiene que seguir consolidándose e impulsar la construcción de
nuevas comunidades. Descuidando sus propias „tareas“ no puede ocuparse
de problemas que de momento le excederían a él y a la Unión Trento.
Durante la oración del coro dimos aún una vuelta por el lugar, para
luego regresar a Acapulco con la hermana María y otra hermana americana
en el viejo Ford Transit del convento: al día siguiente queríamos
viajar en compañía del obispo Dávila en este auto, a través de la
Sierra Madre del Sur, una cordillera que se eleva al este de Acapulco
hasta una altura de más de 3.000 metros, hacia Ciudad de Méjico.
De camino a Ciudad de Méjico
Las dos hermanas se iban turnando en el monótono viaje de varias horas
por la recién inaugurada autopista, que se extiende desde la costa del
Pacífico por un árido y uniforme paisaje de alta montaña, interrumpido
o acentuado de cuando en cuando por cactus de color verde grisáceo.
Hacía calor, y el aire era seco. La hermana María nos indicó a los
europeos que teníamos que beber, beber mucho, pues de otro modo uno cae
enfermo. Las hermanas se habían provisto: llevábamos suficiente agua
potable. (El agua normal en Méjico es imbebible: para beber y para
cocinar se utiliza agua que uno mismo se prepara.) Durante el viaje, el
obispo Dávila nos llamó la atención sobre diversos pueblos en los que
obispos de la Unión Trento u otros que se les habían agregado
desempeñaban sus tareas pastorales.
El viejo Ford cumplió su cometido. Pero ocasionalmente las dos hermanas
demostraban que no sólo saben llevar el rosario entre las manos, sino
que también sabían cómo se maneja una llave inglesa. Y entonces sucedió
algo conmovedor: en una breve parada en una gasolinera en medio del
desierto montañoso el obispo Dávila y las dos hermanas de modo
inesperado fueron solicitados por un soldado que estaba ahí haciendo
guardia. Resultó que pertenecía a los tradicionalistas y que había
colaborado en la renovación de la Iglesia de Dos Caminos.
Era ya casi de noche cuando a las puertas de Ciudad de Méjico
contemplamos la poderosa iglesia de Atlatlahuacán, del año 1530, que
más bien semejaba una fortaleza. ¡1530, eso eran apenas cuarenta años
después del descubrimiento de América por Cristóbal Colón! Al edificio
de la iglesia propia-mente dicho se le habían agregado un claustro y
algunos habitáculos, y este imponente complejo estaba rodeado de una
muralla. La Unión Trento, a quien el estado le había conferido esta
iglesia porque la mayoría de las comunidades civiles se había decidido
por la fe tradicional, tiene ahora que renovar la iglesia –¡aunque con
medios estatales!–, y una de las tareas es limpiar la decoración de
valor histórico y artístico... es decir, que el obispo Dávila tendrá
ahora que aprender además la historia del arte sagrado de su tierra.
Ya muy de tarde llegamos a Ciudad de Méjico: un mar de casas en el que
(se supone que) viven más de veintitrés millones de personas. La ciudad
crece constantemente, cada vez se le agregan nuevos cinturones de
miseria, porque la emigración rural es muy grande. Mientras que el
obispo Dávila pasó la noche con unos conocidos, Klominsky, Bernhard y
yo teníamos alojamiento en un hotel cerca de la catedral, directamente
en el centro, y ahí había tranquilidad. Al día siguiente visitamos
juntos la catedral, cuyo nivel se ha hundido, pero que ahora ha de ser
elevado de nuevo, el famoso zócalo, la mayor plaza del mundo, las
calles alrededor de la catedral, con una vida comercial increíblemente
ajetreada. Llamaba la atención la omnipresencia de los militares, que
sudaban bajo sus chalecos antibalas. Luego las hermanas nos llevaron al
aeropuerto, donde el obispo Dávila ya nos esperaba.
Tampico
Seguimos a Tampico, en la costa del Caribe. El propósito único y
exclusivo de nuestro vuelo hacia allí era la visita a nuestra vieja
amiga y compañera de lucha Gloria Riestra. Una de sus amigas nos
recogió en el aeropuerto. Con la señora Riestra, la gran poetisa y
escritora que como apenas nadie más sabe condensar en palabras
experiencias, esperanzas, sentimientos y vivencias religiosas, me unen
más de veinte años de cooperación en nuestra lucha eclesiástica:
resistencia férrea, temores, decepciones, pero también momentos de
alegría. Antigua secretaria de un obispo, fue durante mucho tiempo la
consejera del obispo Carmona y el alma de la revista TRENTO, de cuya
redacción se encarga ahora el Padre Pérez. Tras los años del contacto
telefónico y epistolar esta visita era ahora el primer encuentro
inmediato. Yo me había hecho a la idea de una mujer mayor, de más de
setenta años, que a causa de su enfermedad requeriría atenciones en más
de un sentido... ¡y me equivoqué del todo! Lo que nos salió al
encuentro fue frescura espiritual, capacidad de concentración y
perseverancia, junto a una voluntad inquebrantable de seguir
colaborando también en el futuro en la solución de los problemas de la
Iglesia.
El único tema de nuestro debate, que se desarrolló en inglés, lo
constituyó el problema del restablecimiento de la Iglesia. La señora
Riestra entró directamente in medias res: elección papal, tal como yo
la concebía. Sólo cuando mi hijo me hizo observar que yo estaba
eludiendo continuamente la cuestión expuse mi opinión acerca de este
problema y de su solución: una elección papal no puede considerarse de
modo aislado, sino sólo en conexión con el problema de la restitución
de la Iglesia como institución sagrada. El debate sobre la constitución
fundamental de la Iglesia no se habría concluido, así como tampoco la
discusión sobre una elección papal vinculada con aquélla, y en este
sentido tam-bién la realización práctica y las condiciones para ello
habrían de ser primero aclaradas teóricamente, es decir, deducidas a
partir de las posibilidades de principio. Porque esta discusión hasta
ahora no ha concluido, todos los intentos de una elección papal
emprendidos hasta ahora han fracasado de modo penoso. Las aventuras de
un Bawden, la elección de Lino II, no sólo han dañado a nuestro asunto,
sino que, sobre todo, lo han vuelto ridículo. Pero todas estas
consideraciones que frenaron un tanto el gran entusiasmo no fueron un
obstáculo para la alegría de esta tarde y del debate, y también
Klominsky y mi hijo se contagiaron de esta espontaneidad. La señora
Riestra nos prometió movilizar a su gran círculo de amigos y conocidos
para tocar „zafarrancho de combate“. Como despedida de aquella tarde
inolvidable, nos regaló su antología poética recientemente aparecida.
Hermosillo
Otra vez se había hecho tarde aquella noche. Al día siguiente tuvimos
que levantarnos muy pronto de la cama para continuar nuestro viaje. Es
decir, primero tuvimos que volar de regreso a Ciudad de Méjico –porque
en Méjico el tráfico aéreo nacional se centraliza de modo pétreo en
esta ciudad– para seguir volando a Hermosillo. Vuelos directos de una
ciudad a otra hay muy pocos. Volando a Hermosillo nos dimos cuenta de
que Méjico es realmente un estado muy grande. Si se quisiera volar
desde Cancún en el Caribe, el punto más al sudeste, hacia Tijuana en el
extremo noroeste, en la frontera con los Estados Unidos, habría que
atravesar tres zonas horarias. Hasta Hermosillo, nuestro próximo
destino al norte de Méjico, en la Sonora, había cerca de 2000
kilómetros y „sólo“ dos zonas horarias. Después de algo más de tres
horas llegamos a nuestro destino. En el aeropuerto nos recibió el
director del seminario, el Padre Francisco, el Padre Luis, capellán del
seminario, López, el rector de una escuela privada, el profesor de
filosofía del seminario y Martín González, que había de hacer de
traductor. A diferencia de Tampico, donde el clima es tan húmedo que yo
casi me derretí en vapor, en Hermosillo el clima es muy seco. Durante
el verano, como luego nos contaron los seminaristas, en esta zona hay
temperaturas de hasta 45 grados. La ciudad con sus 800.000 habitantes
está emplazada en un paisaje que a mí me recordaba escenas de una
película del oeste. Las casas, construidas la mayoría en estilo
bungalow, están distribuidas formando como un tablero de ajedrez a lo
largo de unas calles que se „rompen“ en unas rocas que de pronto surgen
verticales de la meseta. ¡Y hacía siete años que no había llovido!
El obispo Dávila había organizado especialmente bien la visita a
Hermosillo –donde la Unión sacerdotal lleva una gran comunidad, que ha
construido su propia iglesia parroquial– y más tarde al seminario de
sacerdotes, pues aquí había de celebrarse la conferencia sobre una
„Declaración“ que nosotros, concretamente Krier, Jerrentrup y yo,
habíamos redactado en sus líneas generales, y gracias a la cual ha de
encontrarse una nueva plataforma para la unificación de los creyentes.
El obispo Dávila había invitado a esta conferencia incluso a una
traductora especializada en teología, la profesora Varela, que había
estudiado varios años ciencia musical en Colonia. A esta conferencia
viajaron también Krier desde Modesto, en Estados Unidos, y el Padre
Daniel Pérez desde Ciudad Juárez, en la frontera con los Estados
Unidos, donde lleva una gran comunidad con su propia iglesia
parroquial. A Krier no la habíamos visto desde su última visita a
Alemania hacía ya año y medio. ¡Quién iba a pensar que ahí nos
volveríamos a encontrar! Entre tanto incluso había aprendido español.
El Padre Pérez había sido superior de la Unión sacerdotal antes de la
elección del obispo Dávila, y en el pasado había dirigido el seminario
de sacerdotes durante mucho tiempo.
Visita al seminario
Al atardecer viajamos juntos al seminario, que se encuentra en aquella
tierra estéril a media hora de coche a las afueras de Hermosillo. Allí
afuera la aridez de los últimos años se sentía de modo especial: la
vegetación había muerto, la tierra era seca y dura. El polvo se
arremolinaba cuando los coches se metieron en la calle sin pavimentar
que finalmente conducía al seminario. Esta naturaleza seca constituía
en cierto modo el contraste más extremo con el recibimiento
tremendamente cordial que los seminaristas ofrecieron a su obispo y a
nosotros los visitantes. Los dieciocho jóvenes que estudian ahí y que
se preparan para la consagración constituyen una mezcla de todas las
provincias de Méjico. La formación no consiste sólo en los meros
estudios de teología, que por lo general dura ocho semestres, sino que
a éstos se les suma previamente un año de enseñanza media donde se les
da una materia doctrinal comprimida, ya que la formación en las
escuelas superiores de Méjico no es como la nuestra.
Las condiciones externas son espartanas: la vida es modesta. En la
medida de lo posible los seminaristas se proveen a sí mismos de todo.
Duermen en literas, y sólo el director y los profesores tienen camas
individuales. Estas circunstancias significan para cada uno una medida
considerable de disciplina, autolimitación y consideración hacia los
demás... virtudes que más tarde han de capacitarles para ser
independientes y en ocasiones incluso verse solos en el „frente“, y
para hacerlos sensibles hacia las preocupaciones y las necesidades de
los demás. Los estudios son acompañados de una intensa asistencia
religiosa: santa misa, rezo de las horas y lecturas, pero también de
entrenamiento físico: las montañas empiezan casi ya al otro lado de la
puerta. Al mismo tiempo, durante sus estudios los seminaristas
adquieren también experiencia práctica en las tareas pastorales.
Algunos en-señan religión a los niños en la ciudad, y preparan a muchos
niños y niñas para la primera comu-nión. Pero también se fomentan y se
aplican los talentos particulares de cada uno. Por ejemplo, uno de los
seminaristas ha trazado los planos y ha hecho los diseños para la
futura capilla del seminario. Lamentablemente olvidé pedir copias de
ellos. El encuentro con los jóvenes resultó muy refrescante para todos
nosotros, y especialmente para mi hijo, que en seguida supo hacerse a
este círculo. Conocimos a jóvenes abiertos que sin sometimientos
clericales se forman aquí para ser sacerdotes y personalidades
independientes.
Durante dos tardes discutimos con ellos en una atmósfera abierta y
llena de interés. Krier y yo pudimos informarles sobre nuestras
experiencias, sobre la colaboración con Su Eminencia el Monseñor
Ngô-dinh-Thuc, sobre la consagración de los primeros obispos, por qué
se hicieron, o mejor dicho, por qué tuvieron que hacerse en secreto,
sobre el surgimiento de la DECLARATIO de 1982, sobre la situación
religiosa en Europa, sobre las diferencias entre la filosofía tomista y
la transcendental. Martín González se mostró aquí junto con Krier como
un diligente traductor. Para ocuparse de sus latinos en Las Vegas,
durante los últimos años había aprendido español.
El obispo Dávila nos informó que, conforme al actual estado de
formación de estos dieciocho seminaristas, en los próximos tres años
doce de ellos podrían ser ordenados sacerdotes.
La conferencia
A la mañana siguiente, en el instituto que dirige López se celebró la
conferencia de la que ya hemos hablado, en la que había de estudiarse
un documento que Krier, Jerrentrup y yo habíamos esbozado y cuyo
contenido por un lado enlazaba con la DECLARATIO de Monseñor
Ngô-dinh-Thuc y por otro lado lo ampliaba por cuanto respecta a las
tareas para una unificación. La traducción española, que hemos de
agradecer a María Teresa Móser, se había enviado ya a los participantes
por medio del obispo Dávila. En esta conferencia participaron: el
obispo Dávila, el Padre Pérez, el Padre Francisco Jiménez, director del
seminario, el Padre Luis, el capellán del seminario, Krier, la
profesora Varela, el profesor de filosofía del seminario –por desgracia
he olvidado el nombre–, López, el doctor Klominsky y yo. Varela, que
había estudiado algunos años en Colonia y hablaba muy bien alemán,
resultó ser una magnífica traductora, que podía captar en seguida y
reformular en español mi construcción conceptual, incluso en los
pasajes difíciles. El documento fue ampliamente estudiado. Algunos
términos que en la traducción española daban pie a malinterpretaciones
fueron rápidamente suprimidos. Ni Krier ni yo tuvimos problemas para
aceptar modificaciones deseadas que de hecho contribuían a la precisión
teológica o bien a una mejor comprensión. También hubo controversia
sobre algunos pasajes. No se trataba tanto de la exactitud objetiva
cuanto de la posibilidad de una divulgación pedagógica, motivo por el
cual estas expresiones hubieran sido inapropiadas para una plataforma
reconocida por todas las partes. Pero a causa de la relevancia
teológico-eclesiástica de los pasajes controvertidos finalmente también
se dio la conformidad a esta parte de la declaración, aunque yo prometí
entablar discusión con las personas que temían que esos pasajes
pudieran plantear problemas de comprensión.
En el curso posterior del debate pudimos plantear también los problemas
de la situación eclesiástica en Europa, y en particular apuntar a la
falta de dirección, a la falta de compromiso de la mayoría de nuestros
clérigos tradicionales, que no se presentan como hombres de la Iglesia,
sino más bien como personas privadas, sin capacidad ni voluntad de una
cooperación no ya sólo con los seglares, sino también entre sí mismos.
Aquí no hay una asociación sacerdotal como la Unión sacerdotal Trento
que esté claramente estructurada, que pueda realizar programas
elaborados, que desempeñe de modo intenso tareas pastorales. Esta
actitud llevaría con el tiempo de modo innegable a un sectarismo total,
que ya se ha infiltrado en la resistencia, y a un mero cristianismo
marginal. En este punto se consi-deró si no sería posible asumir una
cierta responsabilidad para los creyentes en Europa. El Padre Pérez lo
podía concebir muy bien: „Nosotros fuimos apostolizados por los
franciscanos y dominicos de Europa, ¿por qué no habría de funcionar
también al revés?“ Ya no se discutió qué rasgos adoptaría una
cooperación semejante con los clérigos europeos.
El apoyo económico desde Europa –y también sobre esto se habló
abiertamente– el obispo Dávila lo aplicará del siguiente modo: el
sesenta por ciento para el seminario, el veinte por ciento para el
restablecimiento de la unidad eclesiástica, y el otro veinte por ciento
para la propaganda religiosa (co-operación con la revista TRENTO,
intercambio de artículos, acuerdo de los temas que hay que tratar,
transmisión de informaciones, en particular acerca de elementos
sectarios, y números especiales).
El obispo Dávila consideró la posibilidad de mandar a Europa a uno de
sus clérigos para que pueda estudiar música religiosa y formarse en
canto gregoriano.
En recuerdo de Monseñor Carmona
Durante nuestra estancia en Hermosillo fuimos invitados a comer por
varias familias que desde hace ya tiempo forman parte de aquellos
católicos que también encontraron en el obispo Carmona su autoridad
espiritual. Se habló mucho de la diferente situación en Europa y en
Méjico, que ya habíamos percibido, y una y otra vez acabábamos hablando
también del obispo Carmona, igual aquí en Hermosillo como más tarde en
Guadalajara. El no sólo formó a sus seminaristas en sacerdotes, sino
que comunicó a los creyentes de todo el país aquella confianza en Dios
que les permitía y les sigue permitiendo soportar las muchas penurias.
Pienso que, más que con una mera especulación teológica, se los ganó
con su propia religiosidad profunda y su calor personal, con su propio
convencimiento firme, que luego también le ayudaba a soportar
situaciones difíciles. Haciendo suyas sus demandas personales, les
insufló esperanza. Aun cuando a menudo fuera víctima de su propia
confianza ciega y –también esto hay que decirlo en justicia– tomara
decisiones personales fallidas, sin embargo siempre preponderaba su
inmediatez personal, su intrepidez y valentía, también frente a
amenazas masivas contra su vida, su bondad conmiserativa y
misericordiosa, que también se reflejaban en su rostro. Estos fueron
los elementos decisivos con los que construyó y apoyó de modo
determinante la resistencia en Méjico. A mí me quedaron grabados de
modo particular sus ojos, que irradiaban una paciencia infinita. En
Méjico los vi a menudo, en la gente que visitaban las iglesias, en los
labriegos del campo, en aquel soldado que hacía guardia en una
gasolinera, ojos llenos de nostal-gia que con su esperanza pueden
soportar mucho sufrimiento, que se aferran mudos a la conciencia de los
demás sin elevar queja alguna... En cierta ocasión topé con ellos en
una mendiga en la playa de Acapulco, adonde habíamos ido tras una
conversación con el obispo Dávila. Necesitábamos un poco de descanso.
Le había dado algo de dinero, pero ella se quedó quieta, con la mano
extendida y mirándome sin hablar. Traté de explicarle que ya le había
dado algo... su mirada triste siguió fija en mí sin alterarse... Horas
más tarde percibí que sus ojos todavía me miraban, y sentí vergüenza de
haber sido mezquino.
Guadalajara
Llegó el momento de despedirnos de Hermosillo, de Krier, del Padre
Pérez, de Varela, de Martín, que se había hecho amigo de Bernhard, de
los Padres Francisco y Luis, de despedirnos también de los muchos niños
a los que un seminarista había dado clase a la sombra de una iglesia.
Nuestra próxima estación era Guadalajara. El vuelo hasta ahí fue
agradable; primero a lo largo de la costa del pacífico: a la derecha el
mar azul profundo que se rompía en la playa rocosa, a la izquierda la
tierra de marrón a ocre, quemada, reseca. Cuando uno contempla estas
comarcas puede entender el despoblamiento rural al que seducen los
centros como Ciudad de Méjico y también los distritos exteriores de
Guadalajara, y que cargan a estas ciudades de cinturones de miseria
donde una barriada se suma a la otra.
Nos recogieron en el aeropuerto. En Guadalajara tuvimos un buen
alojamiento. La ciudad está situada sobre una meseta a unos 1.500
metros sobre el nivel del mar. Puede decirse que es una ciudad bonita.
Tuve la impresión de que Guadalajara es el verdadero centro de la
resistencia religiosa en Méjico, donde los sedisvacantistas poseen
cinco centros de celebración. Por la tarde discutimos acaloradamente en
un pequeño círculo de personas que se habían comprometido y habían
destacado de modo especial en la batalla eclesiástica. El obispo Dávila
presentó también en este círculo los proyectos de la nueva capilla del
seminario. Las preguntas que nos hicieron se orientaban directamente a
la situación eclesiástica en Europa. Querían sondear la posibilidad de
una cooperación con los clérigos de aquí. Por desgracia pude ofrecer
poco sustento a tales planes, pues con el calificativo de
„independiente“ hube de calificar al clero alemán de modo más bien
reservado. Me sorprendió un tanto que en Guadalajara, que había
desempeñado un papel muy decisivo durante la revolución masona de los
años veinte, donde incluso había habido una universidad católica
clandestina que había acuñado el Méjico católico-intelectual, no
tuvieran ningún órgano editorial propio.
En Guadalajara tuvimos también la experiencia de que religión y dinero
pueden ir muy bien juntos, de que uno puede ser empleado generosamente
para apoyo y realización de la otra... una simbiosis que a nosotros nos
resulta prácticamente impensable: o bien religión o bien dinero por
separado. Seguro que entre los llamados tradicionalistas se encuentran
también entre nosotros personas que tienen dinero, pero que no lo
emplean con fines religiosos. Ya al comienzo del debate mi hijo me hizo
ob-servar que nuestros interlocutores tenían que ser personas de medios
económicos no desdeñables: ya de niño mi hijo desarrolló un „olfato“
para ello, pues varios de sus antiguos compañeros de clase venían de
familias adineradas, e incluso bastante ricas.
Ya había oscurecido lentamente cuando terminamos la sesión y tuvimos
que porfiar en medio del tráfico nocturno para visitar aún un centro
situado algo a las afueras de la ciudad. La visita ahí hubo de ser para
mí una vivencia grandiosa e inesperada. Tras media hora de viaje
llegamos por fin a una amplia colina coronada por una iglesia y un
centro cultural muy completo (sala de conferencias, biblioteca, casa de
ejercicios con celdas monásticas, pequeño museo para arte religioso
mejicano). A través de unas escaleras cortadas a modo de terrazas en el
paraje rocoso y rebosantes de flores se llegaba al atrio de la iglesia,
en el que aquella tarde se había congregado ya una grupo de gente
bastante elegante... para una boda. Y mientras en la sala de
conferencias, que estaba dispuesta como un anfiteatro, descubríamos la
imagen de González Flórez, considerado mártir, que también había
colgado en nuestro antiguo centro de celebraciones en Múnich, y desde
la biblioteca disfrutábamos todavía de una maravillosa panorámica del
mar de luces de la ciudad de seis millones de habitantes, desde la
iglesia de al lado, que estaba abierta, nos llegaban los sonidos de la
„Música de la coronación“ de Mozart. Fue para mí como un eco de tiempos
perdidos y olvidados que de pronto osaba aquí un salto atrás hacia el
mundo real... ¡en Méjico! Todo el centro había sido construido por la
familia de nuestro anfitrión y sus amigos y entregado a la Unión Trento
para su utilización.
Despedida
A la mañana siguiente nos recogieron para ir a una misa en uno de los
centros litúrgicos de la ciudad, cuya decoración nos recordaba a la de
algunas iglesias europeas. A nosotros los europeos nos resultó
llamativo que, además del púlpito obligatorio, en la entrada habían
construido una pequeña cocina para dar comida a los pobres y mendigos.
El obispo Dávila celebró un auto pontifical en el que presentó como
nuevo capellán de Guadalajara al Padre Martín, que con tanta maña nos
había conducido por Acapulco, en tanto que el sacerdote anterior, el
Padre Merardo Loya, era trasladado a Acapulco. (Nota bene: con este
cambio continuo de parroquias, los obispos evitan el tan dañino culto a
la personalidad, el surgimiento de las tristemente famosas
„Asociaciones de adoración de sacerdotes“.) Tras un breve reencuentro
con el Padre Martín, llegó el momento de despedirnos del obispo Dávila,
con quien durante más de una semana habíamos estado de viaje por
Méjico. Durante este tiempo pudimos discutir sobre una montón de
problemas. Nos presentó a muchas personas que quieren ayudar a superar
esta crisis espiritual, religiosa y eclesiástica. Volvimos a revivir un
poco de aquello que para nosotros constituía la vida católica también
antes del Concilio: una vida cotidiana enlazada con lo religioso,
creyentes que viven con su religión, creyentes que constituyen
verdaderas comunidades, y no elitistas marginales como nosotros.
Simplemente, un poco de normalidad eclesiástica.
Tras una visita a un arrabal de Guadalajara, donde vimos también
artesanía mejicana, volamos a Ciudad de Méjico, y desde ahí, en vuelo
nocturno, de vuelta a Alemania. Llegamos cansados, algo machacados,
pero, gracias a Dios, sanos y salvos. Méjico, la Unión sacerdotal
Trento con su obispo Dávila, la señora Riestra, el Padre Pérez y todos
los muchos amigos, los seminaristas, los niños de Hermosillo, los
conceptos trabajados para continuar con nuestra lucha eclesiástica, la
confianza ganada –y ojalá que también dada–... todo eso quedó en
nuestros corazones, y también quedó la relación con estas personas,
para, si es voluntad de Dios, trabajar juntos en la reconstrucción de
la Iglesia.
* * *
Direcciones de contacto:
Superior de la Unión sacerdotal Trento:
Obispo Martín Dávila Gándara
José Valdez Arévalo # 29
Acapulco, Gro. - Méjico
Tel.: 0052-74-821362, Fax: 0052-74-834632, e-mail: obmdavila@latinmail.com
Rector del Seminario de sacerdotes:
Presbítero Francisco Jiménez
Banómichi 242, Col. López Portillo
C.P. 83104 Hermosillo, Sonora-Méjico
Tel.: 0052-62-586380, Fax: 0052-62-149088
Redacción de la revista Trento:
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