LA IGLESIA CATOLICO-ROMANA EN LA DIASPORA
-¿FICCION O REALIDAD?-
Prof. Dr. Diether Wendland
traducción de Dr. Alberto Ciria
BREVE HISTORIA PRELIMINAR 1)
Cuando, poco después de haber sido elegido, el Papa Juan XXIII anunció
la convocatoria de un „concilio ecuménico“, para lo cual supuestamente
le había „inspirado“ o „iluminado“ el Espíritu San-to de una manera
especial, y cuando después comenzó también a celebrarlo, evidentemente
ninguno de los „padres conciliares“ que se habían aprestado a acudir a
Roma advirtió que este supuesto „Papa“ era en realidad un hereje
manifiesto. [...] Pues en principio un concilio convocado por un
Papa de la Ecclesia romana no prescinde de la „assitentia divina“, es
decir, de la ayuda o de la asistencia del Espíritu Santo en todas las
discusiones y decisiones en cuestiones morales y de fe. [...] Todos los
obispos siguieron voluntariamente, sin reticencias y con alegría la
llamada de un hereje manifiesto a la celebración de un concilio
universal, con lo que se sometieron a su „autoridad“. Este hecho era ya
bastante „patético“, pues hasta entonces no había sucedido nada
semejante en la Iglesia católica.
Para advertir hasta qué punto los obispos se equivocaron en su
valoración de Roncalli, citamos un comentario del „cardenal“ Döpfner,
presidente de la Conferencia Episcopal Alemana: „Yo y muchos otros
esperamos confiadamente en que un día podremos venerar al Papa Juan
como santo de la Iglesia.“ Pues, como dijo Döpfner en un discurso
radiofónico, Roncalli „no pensaba en lo más mínimo en tocar los dogmas
y ni siquiera los principios fundamentales de la Iglesia. De su
ascendencia campesina, que tan a menudo le gustaba confesar, había
recibido una sensibilidad extremada para el valor de lo transmitido,
incluso para las pequeñas cosas.“
Este discurso tranquilizó a los „creyentes“ conservadores que en unos
sitios y otros estaban ya algo intranquilos. [...] Pero la mayoría de
los católicos, tanto seglares como clérigos, lo creyeron, es decir,
incluso llegaron a tomar tan burda falsedad como una verdad, pues en
ninguna parte se oyó una protesta pública, por no decir ya un
movimiento de protesta frente a semejante monstruosidad (al margen de
una acción posterior en Múnich con carteles a cargo de „Una-Voce,
Gruppe Maria“, en la que Döpfner fue denigrado junto con otros herejes
precisamente a causa de ello). Pero un bombardeo de herejías promovido
„desde arriba“ que duraba ya más de diez años no podía quedar sin
efectos. Pero las herejías son las puertas del infierno, porque
traen como consecuencia la pérdida de la salvación. [...]
RONCALLI Y SU „CONCILIO DE ILUMINACION“
Fueron sólo unos pocos, mejor dicho, sorprendentemente pocos –y había
muchos indicadores inequívocos de ello–, los que ya poco después del
inicio de aquel llamado „Concilio pastoral“ que quería hacerse cargo
del „espíritu impuro del mundo“ (en sentido bíblico) advirtieron el
hecho de que Cristo, el SEÑOR de la Iglesia, había retirado de un
concilio universal la „assitentia divina“. ¿Pero por qué? Bueno,
también para hacer ver en general, y en particular a los cristianos
católicos, lo que hoy en día representa un „episcopado general
católico“ como tal. No obstante, en el ámbito del conocimiento por la
fe esto era al mismo tiempo una gracia para muchos, y un don de gracia
de Cristo que había de ayudar a muchos, en la medida en que fueran
hombres „de buena voluntad“, a depositar también su confianza de fe
ciega (fiducialismo) en los obispos, lo cual sólo había sido inculcado.
Pero a una confianza ciega, igual que a una fe religiosa ciega, le
falta el conocimiento intelectual y el pensamiento crítico
intelectivo-racional. Por este motivo, a propósito de esto ya antes se
hablaba con razón de una „enfermedad católica“ muy extendida, que se
había propagado igual que una epidemia. Más tarde, este débil
enfermamiento se convirtió en una enfermedad mortal en sentido
religioso. Pero si se extingue la vida sobrenatural, que sólo es
posible a partir de la gracia divina, entonces uno ya no lo advierte en
ella misma, sino sólo en las consecuencias que tal cosa tiene sobre la
naturaleza humana en su dimensión espiritual. Nadie, ni siquiera el más
piadoso, tiene antes de morir el don de gracia de la vida sobrenatural
en una posesión definitiva. Por eso enseñaba San Pablo que „hemos de
trabajar por nuestra salvación con (no „en“) temor y temblor“ (Fil. 2,
12).
Cuando un concilio universal cae en la herejía o engendra herejías, de
ahí no se sigue que sea un pseudo-concilio o que no haya sido un
concilio, sino que de ahí se sigue que todos los obispos „católicos“ y
sus camarillas, como representantes de este concilio, ya eran herejes y
habían apostasiado de la Ecclesia romana apostólica. Pero esta
apostasía engendró a su vez en sólo tres años la monstruosa criatura de
la „Iglesia conciliar romana“, que se manifestó y obró no sólo en Roma,
sino en todas las diócesis. Su primer caudillo fue Roncalli, quien
incluso se quitó la tiara para que los creyentes, también a nivel
mundial, „vieran para creer“, es decir, no sólo los católicos de y en
Roma. La televisión y las revistas hicieron todo cuanto pudieron. [...]
Si uno quiere ver con claridad una catástrofe eclesiástica –y lo mismo
sucede con una catástrofe política–, hay que tener a la vista su
comienzo real y tratar de entrever su causa principal, pues de otro
modo tampoco se entienden las consecuencias reales que algo así
produce. Si no hubiera habido un „Concilio Vaticano segundo“, entonces
sólo habría habido que ocuparse en primer lugar de un Roncalli y de su
camarilla. Pero la propaganda diseminada por todas partes de un
„concilio reformista“ inminente despistó a muchos. „Ningún hombre
racional puede ser contrario a las reformas“, decía el lema. Pero a los
católicos creyentes no les gusta que sus hermanos de fe les tengan por
tontos y reaccionarios porque se supone que „no se enteran de los
signos de los tiempos“ y que „viven toda-vía en otra época“. [...]
En aquel momento, por ignorancia o por falta de conocimiento, muchos
confundieron un cuerpo episcopal herético, que era „visible“ a nivel
mundial, con el „pequeño ejército“ (en sentido bíblico) de Jesucristo,
pese a que éste no era en absoluto „visible“, ni en su totalidad ni en
sus partes.2 Se planteó ya no solamente la pregunta acerca de qué
sucede en la Iglesia católica, sino la pregunta acerca de qué sucede
con ella. Todo se removió y se mantuvo también en un cambio continuo.
¿Por quién? Sólo por el clero, pues los seglares no tomaban parte en
ello, y la masa del pueblo de la Iglesia católica era demasiado
desidiosa como para dejarse mover. Siguió aferrada a su estéril
„catolicismo de medio“ que le había sido transmitido y que sigue
perdurando hasta hoy día. [...]
EL RECHAZO Y LA DESTRUCCION DE LA APOSTOLICIDAD
Apenas murió y fue enterrado Pío XII, que fue odiado por muchos y que
es hasta ahora el último Papa –más tarde Roncalli, „horribile dictu“,
habría de ser enterrado junto a él–, por todos los rincones de la
Iglesia católica alzaron sus cabezas personas bastante extrañas, y
sobre todo misticistas (casi exclusivamente de corte mariano ingenuo),
los llamados „agraciados“ con unas „iluminaciones“ especiales, falsos
profetas y carismáticos, pero también reformadores del culto y de la
liturgia, e incluso teólogos „católicos“ que cuestionaron abiertamente
dogmas de la Iglesia o los declararon superados. Pero todas estas cosas
malas que oscurecieron la imagen de la Iglesia católica aparecían por
todas partes, no podían ser obviadas, y fueron advertidas incluso por
no católicos –y no sólo siempre con una alegría por el daño ajeno, sino
también con duelo–. ¿Pero cuál era la causa de semejante mal? Algunos
opinaban que la causa era la vacancia de la silla apostólica que se
había producido y que todavía perduraba. Pero eso no podía ser cierto.
Pues tal vacancia no impide la actuación del Espíritu Santo en la
Iglesia de Jesucristo, aparte de que el Espíritu Santo, que fue enviado
hace ya tiempo, „sopla donde él quiere“, pero no donde cierta gente
quiere.
Así pues, la verdadera causa estaba en otra parte, pero dentro de la
Iglesia católica, y no fuera de ella. De hecho, la causa para semejante
mal no era otra que las herejías que se habían propagado y que actuaban
en el cuerpo social de la Iglesia católica. La vacancia de la silla
apostólica que se había producido y que perduraba era sólo el detonante
para su aparición a la luz pública. Por eso no hay que valorar esta
vacancia siempre sólo de modo negativo, sino que hay que tratar de
entender su sentido. Porque nada sucede sin la voluntad de Dios, el
único que sabe por qué y con qué fin permite el daño físico y también
el moral (el mal). Sólo aquellos que ni advirtieron ni comprendieron el
sentido de la permanente sedisvacancia (desde Roncalli hasta hoy) se
escindieron luego en dos aparentes posiciones dialécticas: los
tradicionalistas y los progresistas, o bien los viejos conservadores y
los neomodernistas, sin darse cuenta de que ya se encontraban en la
„Iglesia conciliar romana“ y que habían sido absorbidos por ella. [...]
Ya en vistas del „concilio reformista“ inminente, y que no podía ser un
Vaticano segundo porque fue convocado por un hereje, todos aquellos que
veían venir con gran preocupación este „acontecimiento mundial
espiritual“ se plantearon en su momento la atormentante pregunta: una
vez terminado este „concilio“, ¿cuántos de los representantes de la
Iglesia católica (clérigos y seglares) seguirán fieles y constantes en
la Iglesia romana apostólica, para heredarla y transmitir su auténtico
tesoro doctrinal? [...] Pues todos los agitadores que desde hacía ya
tiempo se habían estado reforzando para un concilio reformista
universal (sus cabecillas podían verse incluso en programas de
televisión que informaban sobre el „concilio“) tenían como propósito
provocar una ruptura radical con la apostolicidad de la Iglesia
católico-romana. Este era el sentido de la proclama que decía que había
que „volver a repensar todo de nuevo“ y „atreverse a abrir nuevos
caminos“. Todos los „signos de los tiempos“ apuntarían también en esta
dirección. Y de modo consecuente se habría de decir más tarde que
„nadie debe retroceder hasta antes del Concilio“, precisamente porque
éste había establecido un „comienzo absolutamente nuevo“. El católico
medio, tanto si era laico como clérigo, quedó impresionado por ello e
incluso llegó a tomarlo como razonable. Aparte, estos „reformadores“
radicales eran muy con-scientes del hecho innegable de que, acerca de
la apostolicidad de la Iglesia, la mayoría de los católicos no tenía ya
noción alguna, o bien sólo conceptos muy difusos, de modo que no podían
advertir la herejía ni siquiera cuando en la misa dominical los
reformadores, en una confesión que lo era sólo de palabra, farfullaban:
„Credo [...] appostolicam Ecclesiam“. Unos no sabían exactamente de qué
estaban hablando, mientras que otros sabían con toda certeza que
estaban pronunciando una mentira herética. Pero unos y otros estaban
celebrando ya la Santa Misa „una cum Roncalli“...3
DE CAMINO A LA DIASPORA
El intento de destruir la apostolicidad de la Iglesia católico-romana
–¡la sangre de los apóstoles Pedro y Pablo derramada en martirio
clamaba ya al cielo!– por la vía de un concilio universal (tampoco
podía ser de otro modo, y concretamente a causa del Concilio Vaticano
primero, pues éste excluye la posibilidad de un cisma sin herejía) tuvo
que conducir forzosamente a que esta Iglesia fuera desplazada primero
al límite de la sociedad, y luego ya al subsuelo, para pasar a ser
finalmente una „Iglesia en la diáspora“. Se la puede designar también
como una Iglesia católico-romana en la diáspora. Este estado doloroso
de la situación de diáspora de la antigua Ecclesia romana se hizo ya
más o menos visible tras la „solemne terminación“ del „Concilio“
(primera pausa en octubre de 1.965), cuando ya no había duda alguna de
que todas las sillas episcopales estaban ocupadas por heresiarcas, que,
en el „espíritu del Concilio“, comenzaron a „apacentar“ al pueblo de la
Iglesia católica en un „nuevo espíritu“ con ayuda de su clero, es
decir, de los clérigos que les prestaban oídos, para poder incorporar
el mayor número posible de cristianos católicos a la „Iglesia conciliar
romana“. [...]
Sólo que los miembros „vivos“ (en oposición a los „muertos“) de la
Iglesia católico-romana en la diáspora no perdieron su perspectiva
cristocéntrica, y además advirtieron que una Iglesia en la diáspora no
pierde en absoluto su apostolicidad (como algunos se temían), sino que
a este respecto sólo puede ser vulnerada, bien que también muy
gravemente. Por eso hay que plantearse también la pregunta no tan fácil
de responder de hasta dónde puede alcanzar este daño. Pues la
apostolicidad de la Iglesia de Jesucristo no es destructible, porque no
fue uno cualquiera, sino Cristo quien fundó Su Iglesia y la „edificó
sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas“, tal como enseñó
San Pablo (Efesios 2, 20). Esto lo saben todos los miembros vivos y los
representantes de la Iglesia católico-romana en la diáspora, y por eso
están en una oposición radical a la „Iglesia conciliar romana“ y sus
representantes. El fin del año 1965 estaba ya bajo el signo de esta
oposición, y marcó también el comienzo del camino de espinas a la
diáspora. Pero en aquel momento se planteó también la pregunta acerca
de cuántos seguirían este camino no sólo con valentía y entera
conciencia, sino que además harían lo necesario y lo correcto para
sobrevivir ellos mismos y sobrevivir con otros. No es tan sencillo
soportar y resistir una situación eclesiástica de diáspora, sobre todo
si ésta ha de sobrellevarse a lo largo de varias generaciones. Quienes
en 1965 eran viejos, hoy, en 1990, ya han muerto.
GRANDES DEBILIDADES DE LA RESISTENCIA
Tras la muerte de Pío XII en 1958, muerte que para muchos dejó un
extraño vacío de modo incluso evidente, aunque el duelo por esta „roca
en el oleaje“ era grande y general entre los católicos ortodoxos, la
Ecclesia romana apostólica, de modo inadvertido para la gran mayoría de
los creyentes (lo que era comprensible), fue adoptando cada vez más el
carácter de una Iglesia en la diáspora, que ya se hizo „visible“ siete
años más tarde (1965). Pero con ello no se modificó su naturaleza, sino
sólo su estado y su situación en su recorrido a través del tiempo. Por
otra parte, tras haber advertido esto, se planteó la pregunta de cómo
sería su estado al final de este recorrido si no se encontrara un
remedio al mal de la situación de diáspora para acabar con ella.
¿Conducía todo aquello al estado y a la situación (y fundamento) vital
que expresan las palabras de San Pablo: „un [único] Señor, una fe
[verdadera], un bautismo [sacramental]“? (Efesios 4, 5) ¿O lo que había
al final de este recorrido era un estado eclesiástico tal como describe
San Juan en el capítulo 12, 13-18 del Apocalipsis? La „mujer“ de la que
ahí se habla no es María, sino la Iglesia de Jesucristo perseguida, que
(todavía) pudo huir o escaparse a un „desierto“, „donde se alimente
[...] lejos de la serpiente“, de modo que el dragón se enfureció y se
marchó „a guerrear contra el resto de su descendencia, los que guardan
los mandamientos de Dios y mantienen la fe en Jesús“.
Pero todavía no se ha llegado al extremo de que la situación de
diáspora signifique un „desierto“ en el que los fugitivos y los
perseguidos se vean condenados a vivir ya sólo de los dones del
desierto. Todavía existe la posibilidad de forjar armas, de llamar a
orden de combate [...] y de alzarse con espadas afiladas frente al
enemigo inmediato, que se ha congregado en la „Iglesia conciliar
romana“. Este enemigo, si se lo quiere describir con imágenes
simbólicas del Apocalipsis, no es un „dragón“ ni una „bestia al
servicio del dragón“, y ni siquiera un escorpión gigante cuyo aguijón
hubiera que temer, sino sólo una enorme rana de color mutante, hinchada
y de colores brillantes, que se alimenta de moscas y gusanos y que
tiene una enorme boca que sólo escupe pseudoprofecías y promesas
absurdas. Así suena sin interrupción ya desde Roma y a partir de 1965
el „urbi et orbe“... También una Iglesia católico-romana en la diáspora
tiene que tener una clara imagen de su enemigo, pues de otro modo lucha
sólo contra molinos de viento y deja de ser una „Ecclesia militans (et
viva)“. [...] Pero también llegará el día en que los luchadores de
la resistencia se cansarán y perderán sus fuerzas porque ya han
consumido sus energías. Serán clavados en cruces invisibles. [...]
La debilidad de la Iglesia católico-romana en la diáspora, que casi
semeja ya un desvaimiento y que ya se evidenció en el proceso de su
surgimiento entre los años 1962 y 1969, no era debida a la permanente
vacancia de la silla apostólica [...], sino sobre todo a tres factores
negativos que aparecieron clamando remedio sobre todo en el ámbito de
las diócesis, o sea, por así decirlo „directamente en el lugar del
suceso“:
1. La
falta de una forma especial de organización (pues la Iglesia es también
una formación social de índole religiosa) que fuera adecuada a una
situación generalizada de diáspora y que pudiera ser realmente de
utilidad para, en interés de muchos, evitar, más aún, oponerse a un
sectarismo de grupos y grupúsculos que ya antes se había dado de modo
latente.
2. La falta de una junta
central (no nacional, sino) regional (por ejemplo para el ámbito de
habla alemana) de católicos con formación teológica, que estuviera
provista de determinadas facultades para poder ordenar la vida de una
Iglesia en la diáspora mediante líneas directrices e indicaciones de
propósitos, y a la que también los creyentes pudieran acudir
inmediatamente tanto con preguntas religiosas como referentes al
derecho eclesiástico, para fortalecer su situación y no sentirse tan
abandonados.
3. La falta de catequistas
apropiados para adolescentes y jóvenes adultos que estuvieran ya en
situación profesional y laboral, totalmente al margen de la
problemática que en una situación de diáspora surge forzosamente en un
matrimonio y una familia católica. Pero para una auténtica catequesis
de adultos, los sacerdotes resultaban por lo general totalmente
inapropiados, porque no estaban formados para ello, tal como ya antes
era conocido entre los entendidos. Sólo algunos laicos con formación
teológica que también trabajaban en la formación de adultos y conocían
sus problemas era apropiados para ello. Pero por desgracia eran sólo
unos pocos los que hubieran podido desempeñar estas tareas. Pero no
obstante había estos pocos, para por lo menos dar un paso común en la
dirección correcta. La llamada catequesis infantil podría haberse
encomendado con toda tranquilidad a los padres, puesto que los
católicos ortodoxos en situación de diáspora saben cuáles son sus
obligaciones.
„ESPERAR CONTRA TODA ESPERANZA“
No es sólo desde hoy que en el ámbito general de la Iglesia
católico-romana en la diáspora se plantea la atormentante cuestión de
si las tres causas principales de su debilidad que se han señalado
antes pueden subsanarse todavía. Yo, al igual que otros, pienso que
después de veinticinco años de propósitos fallidos y de experimentos
desatinados ya no es posible, a no ser que ocurriera un milagro
especial, y en concreto a través del mismo SEÑOR y CABEZA de la
Iglesia, en tanto que el subsanara de alguna manera esta debilidad,
puesto que en último término es una flaqueza general y que en su mayor
parte se basa sólo en el temor del hombre, para que muchos pudieran
advertir con cla-ridad que El jamás abandona a los suyos, y mucho menos
en esta situación de dispersión de cuya causa muchos no son culpables,
ya que gran parte de la culpa es externa.
Las fuerzas de algunas personas concretas que ven las cosas, cómo son y
cómo han llegado a ser, no bastan para subsanar esta flaqueza. Por lo
demás, Cristo no ama a los cobardes ni a los débiles, sino sólo a los
de espíritu fuerte que también reúnen las fuerzas para „esperar contra
toda esperanza“ y esperarlo todo sólo de El, pero no de cualquier
hombre que se haga pasar por irradiador de esperanza. Una Iglesia en la
diáspora es siempre débil, pero no tiene por qué ser siempre culpable
de su propia debilidad. De lo contrario Cristo no hace ningún milagro,
porque esto sería entonces absurdo. Tales milagros aparentes los hace
sólo el anticristo y sus predecesores, los „falsos mesías“ y los
„falsos profetas“. Ya Cristo previno frente a estas gentes que vienen
siempre con piel de oveja bajo la que se esconden lobos devoradores.
[...]
No son pocos los católicos (aún) ortodoxos que –supuestamente porque no
han visto con claridad ni con realismo suficiente la situación de
diáspora de la Ecclesia romana– han creído que la situación
eclesiástica se modificaría si, tal como decían, volviéramos a „tener
obispos verdaderamente católicos“. Pero el hecho es, sin embargo, que
la situación no se ha modificado en absoluto, aunque algunos de estos
obispos puedan ser considerados como tales. Entre tanto, el hecho de
que aún existan verdaderos obispos no ayuda en lo más mínimo a
controlar y soportar una situación de diáspora eclesiástica, tal como
las experiencias que se han hecho han revelado a muchos. En concreto,
más necesario para ello, y aquí en particular, es un apostolado
misional de laicos con propósitos que forzosamente sean realizables,
para poder intervenir de modo inmediato. Pero nada de esto puede
funcionar en un arrogante y neoherético „movimiento por el Papa y la
Iglesia“, sino en un „movimiento por Cristo y Su Iglesia“ en extremo
modesto y humilde. (El concepto cristiano de humildad significa el
valor permanente de servir en obediencia a Cristo. Los débiles y las
personas cobardes son incapaces de este „valor para servir“.)
En el espíritu de la fundación de Su Iglesia, el Hijo divino del hombre
no sólo llamó, empleó y envió a apóstoles, sino también a discípulos.
Es a la vez desazonante y penoso que los católicos no sepan nada de
esto, o que si lo saben vayan no obstante por caminos equivocados. En
el mejor de los casos muchos dan la impresión de ser los descendientes
espirituales de los dos „discípulos de Emaús“, pero de un modo
incomprensible y llenos de temor a los hombres. ¿Es esto necesario?
Seguro que no. ¿Pero por qué es así? ¿Acaso ya no sabemos que
Jesucristo, el Señor, quiere que le recemos precisamente porque EL es
el „verdadero Señor“ y el SEÑOR? Nadie, ni clérigos ni seglares,
conseguirá nada ni hará nada bueno sin EL. [...] Una situación de
diáspora exige algo más que un temple piadoso y una oración privada por
la salvación de la propia alma. „Quien quiera salvar su vida, la
perderá“, reveló Cristo.
Nadie puede saber cuánto tiempo durará todavía la situación a nivel
mundial de diáspora de una Ecclesia romana que está tan gravemente
vulnerada en su apostolicidad, y a la que, sin embargo, sólo Cristo
puede poner fin cuando EL lo quiera. Nuestra voluntad y nuestros
empeños no tienen aquí ninguna significancia. ¿Pues quién puede decir
de sí mismo que no es también culpable de algún modo de este estado de
miseria? Nosotros, los católicos, somos los responsables de ello, y en
concreto primero los clérigos y luego los seglares (lo que no
deberíamos olvidar). Desde luego que tenemos que hacer algo, e incluso
mucho, para contribuir a una mejora de la situación. Pero quien „no
cosecha con EL, dispersa“ y empeora con ello mucho esta situación de
diáspora. Pero no hay un cosechar con Cristo, nuestro Señor, sin un
apostolado misional de laicos, lo que también tendrían primero que
aprender a comprender ciertos „obispos de la diáspora“. Hasta ahora
sólo parece haberlo comprendido uno, si es que son ciertos los informes
que me han llegado. Se vive vuelto de espaldas, en tradiciones
eclesiásticas falsas que, encima, son del todo inapropiadas para
controlar el presente con sus problemas específicos que no había antes.
Hace poco apareció en los Estados Unidos un libro titulado Will the
Chatholic Church survive the twentieth Century? (¿Sobrevivirá la
Iglesia católica al siglo veinte?). Ya este cuestionamiento desa-tinado
de ciertos tradicionalistas nerviosos que creen poder salvar la Iglesia
católica de un modo im-posible demuestra que no se tienen ni los más
mínimos conocimientos, por no decir ya los conocimientos necesarios, de
la situación real y verdadera de la Ecclesia romana apostólica. También
la re-edificación (re-aedificatio) de una Ecclesia cuya estructura está
arruinada desde arriba sólo puede realizarse desde abajo, recorriendo
un camino necesario para ello –pero, evidentemente, con la ayuda de
Cristo, pues de otro modo sólo se vuelve a construir sobre barro y
arena–.
UN CASTIGO DE DIOS
La situación de diáspora de la Iglesia católico-romana, que dura ya
desde hace veinticinco años y que por desgracia muchos todavía no han
advertido, es un castigo de Dios (del trinitario), pero no un castigo
de venganza, sino un castigo medicinal. ¿Pero por qué defenderse contra
él? ¿No es infantil y necio rehusar un medicamento sanador y no
beberlo, aun cuando sabe amargo? La vida de una Iglesia en la diáspora
es amarga, y en modo alguno una golosina de miel. En algunas partes se
encuentran católicos piadosos que rezan mucho y entre tanto se lamentan
de continuo: „¡Ay, no tenemos Papa, es más, ni siquiera un obispo!“ Mas
mi respuesta a este lamento es: ¿y? ¿tan terrible es eso? ¿O es que no
os basta con Jesucristo, que no sólo muestra el camino, sino que él
mismo „ES el camino“? ¿Es que ya no se entienden ciertas palabras de
nuestro Señor?
Entre tanto, ni siquiera se siguen los caminos que se abren hacia EL,
que precisamente se muestran en una situación de Diáspora y que ahora,
a todo adulto de orientación religiosa, plantean exigencias enteramente
distintas que al resto. En este sentido se debería pensar de un modo
fundamentalmente distinto, y partir de las circunstancias dadas. ¿Por
qué no apartarse de los „miembros muertos“ de la Ecclesia romana
apostólica e ir en busca de los miembros vivos? Los Papas y los obispos
no son sin más „la luz del mundo“, aun cuando sean sucesores de los
apóstoles y sean Papas y obispos legítimos. ¿O es que se obra así por
ignorancia, para exhimirse de las obligaciones que se refieren al bien
del prójimo en Cristo y al bien general de la Ecclesia Jesu Christi?
Tampoco hay que atenerse sólo a las doctrinas tradicionales
(verdaderas) de la Ecclesia romana y fijarse a ellas, sino que hay que
transmitirlas de modo racional y volverlas fructíferas de este modo.
Pues, como toda auténtica doctrina de la religión, a diferencia de las
ideologías extendidas por todas partes o de las llamadas visiones del
mundo religiosas, se refieren a la razón y al entendimiento del hombre.
Incluso las doctrinas de fe específicamente cristianas son también
doctrinas de diferenciación, y no una especie de caos irracional en
materia de fe. ¿Por qué, por el amor de Dios, los cristianos católicos
no escuchan a Aquel que no sólo tiene la verdad, sino que ES la verdad,
mientras que en lugar de eso corren detrás de sus maestros equivocados
y hasta los tienen por „teólogos“? ¿Acaso ya se ha olvidado lo que a
propósito de esto Cristo y los apóstoles enseñaron, hicieron y mandaron
hacer? ¿Por qué no se lee la historia de los apóstoles utilizando la
razón, transmitiéndola también con sentido y del modo más realista
posible a la actual situación eclesiástica? Quizá advertirán algunos
que mucho de lo nuevo de hoy en realidad no es tan nuevo, sino que ya
es muy antiguo. Precisamente algunas cosas se repiten en la historia de
la salvación y de la condenación. Una Ecclesia militans verdaderamente
cristiana jamás ha llegado ni llega al final, sino que siempre está
sólo de camino „en este mundo“ y –lo que no debiera olvidarse– siempre
sin lugar, de modo que tampoco en ella uno puede encontrarse jamás como
en casa. La Iglesia católico-romana en la diáspora, pese a sus
flaquezas, tampoco renuncia a la marca distintiva de la Ecclesia
militans, a diferencia de la „Iglesia conciliar romana“, que se ha
plegado „al mundo“ y al „espíritu de este mundo“.
La „Iglesia conciliar romana“, que por lo demás ha reunido en sí a
todos los sectarios católicos en sus grupos y asociaciones, no ha
logrado, ni con mucho, destruir a la Iglesia católico-romana en la
diáspora –a pesar de su flaqueza general–, puesto que la „piedra
angular“ de ésta última, Jesucristo, es su único Señor. También en esto
se distinguen los dispersos de la Ecclesia romana apostólica, de la
vieja „mater et magistra“, de aquellos creyentes equivocados que se
denominan católicos sin ser en realidad católico-romanos. Esto puede
experimentarse fácilmente y constatar de modo inequívoco, incluso por
una vía indirecta. Pues los cristianos católicos que se han vuelto
conscientes de su situación de diáspora son fundamentalistas
cristocéntricos resueltos, y al mismo tiempo auténticos sedisvacantitas.
Es ya la hora suprema de que la Iglesia católico-romana en la diáspora
adquiera conciencia de sí misma, al menos de manera regional en muchos
de sus miembros, y de que, pese a la flaqueza general, pueda superar
sobre todo el temor a los hombres, que es una gran impedimento y que
paraliza, de tal modo que no se sigue de modo consecuente a Cristo, el
único „buen pastor“, y no se hace precisamente lo que El ha ordenado
hacer: „Levantaos y no tengáis miedo.“ (Mateo 17, 7) „No tengas miedo,
habla y no calles.“ (Apg. 18, 9) ¿Por qué rechazar dones que se dan
precisamente a una Iglesia en la diáspora? Nadie conoce una situación
eclesiástica, y en particular la nuestra, mejor que el propio Cristo.
¿Por qué entonces no dejarse adoctrinar por EL, el maestro verdadero y
supremo, y apartarse de los falsos maestros (y maestras) que causan sus
estragos en los ámbitos escolares? Ningún católico ortodoxo manda a sus
hijos a esta gente con fines doctrinales. [...]
CATOLICOS A LA SOMBRA DE LA „IGLESIA CONCILIAR ROMANA“
La herética y apostásica „Iglesia conciliar romana“, con sus „nuevos
maestros“, su „nuevo culto“, su „nuevo rito“ y su „nuevo CIC“, después
de veinticinco años y pese a algunas dificultades se ha convertido sin
embargo en una realidad social, y esto hasta el punto de que sigue
ocultando la existencia de la Iglesia católico-romana en la diáspora y
escondiéndola de la mirada de la opinión pública. Por eso no es
percibida en absoluto por el Estado democrático liberal no por la
sociedad profana. Ni siquiera los siempre tan curiosos medios de masas
(ni los partidos „C“ alemanes) saben nada de ella, lo cual es
comprensible... [...] Pero también una Iglesia en la diáspora es más o
menos visible en sus rasgos esenciales eclesiásticos. Y por cuanto
respecta a la marca de santidad, eso fue lo menos visible de todo,
aunque ésta jamás faltó. Por contra, la „Iglesia conciliar romana“ es
percibida por todos, tanto por católicos como por no católicos. ¿Pero
cuántos de ellos advierten de modo claro y evidente que este engendro
monstruoso no tiene nada que ver con la Ecclesia romana apostólica
primitiva? [...]
La Iglesia, que „en este mundo“ es una forma social religiosa de
un tipo especial, fue fundada por el Hijo divino del hombre y luego
„fue construida sobre el fundamento de los apóstoles y de los
profetas“. Pero al mismo tiempo Cristo había instituido sacramentos
(medios de gracia perceptibles por los sentidos), y concretamente en un
orden determinado. Los miembros vivos de la Iglesia católico-romana en
la diáspora deberían recordar a toda costa este complejo proceso, que
en la historia de la salvación se repite de modo peculiar de generación
en generación, y volverse claramente conscientes de ello. Pues también
esto sería una gran ayuda para superar su flaqueza con ayuda de la
gracia de Cristo y no seguir caminos equivocados que sólo empeoran una
situación de diáspora. Aparte de esto, precisamente los católicos en la
diáspora deberían recordar que Cristo, el Señor, siempre estu-vo con
los débiles, y nunca con los fuertes. Sólo que no hay que confundir a
estos débiles con aque-llos pusilánimes cuyo rasgo moral más
sobresaliente es la cobardía. La mayoría de los „pacíficos“, vistos a
la luz, son también sólo cobardes. Se limitan a mirar o se amedrentan
cuando se calumnia a Cristo (con palabras e imágenes) a la vista de
todos, cuando se le ultraja o se le denigra. Hoy éste es la situación
por todas partes, e incluso está amparada „legalmente“.
Pese a las muchas confusiones y maniobras para distraer, hay una cosa
que a los católicos católico-romanos en la diáspora se les ha hecho
cada vez más clara: el hecho de que no hay ninguna Ecclesia cristiana
sin el sacramento del bautismo y el sacramento del matrimonio. Para
algunos, entre quienes se contaban incluso ciertos clérigos, este
conocimiento era absolutamente nuevo, de modo que les obligó a pensar
de otra manera. Puesto que para la administración ritual del bautismo
sacramental ni siquiera se necesita forzosamente un sacerdote, al
margen de que un estado eclesiástico de diáspora es ya ipso facto una
situación de emergencia. Es un crimen grande e irreparable el no
bautizar a los niños, y exponerlos de este modo al riesgo de morir
pronto (por una enfermedad repentina o en el próximo accidente de
tráfico en la calle) sin ser un miembro del cuerpo místico de Cristo
(„Corpus Christi mysticum“). „Dejad que los niños se acerquen a mí“,
ordenó Cristo, „pues [también] de ellos es el Reino de los cielos“. Por
el contrario, un sacerdote básicamente no está legitimado para la
administración y la recepción del sacramento del matrimonio.
Ahora bien, la tarea y el deber de una Iglesia en la diáspora fue y
sigue siendo ordenar de nuevo y regular normativamente estas dos cosas
fundamentales, lo cual sólo puede hacer un consejo central regional,
del cual ya hemos hablado antes. No hay que volver la mirada al pasado,
sino captar con claridad los verdaderos problemas del presente y ver
las realidades tal como éstas son, y no como a uno le gustaría que
fuesen.
Nadie conoce el futuro, ni siquiera el de la propia vida, puesto que
está oculto en el designio de Dios. Sólo que, en ocasiones, el Señor de
la historia descorre un poco el velo, a veces de modo indirecto, por
ejemplo haciendo reconocibles caminos religiosos equivocados. Pero por
cuanto respecta a los famosos y difamados „signos de los tiempos“,
debería poder distinguirse si vienen de Dios o del demonio. ¿No es
acaso lo bastante curioso que hoy día haya tantos que, „bajo el signo
de la libertad“, se perviertan moralmente y se corrompan
religiosamente? Y entre tanto, ¿quién impide que la Iglesia
católico-romana en la diáspora se muestre, y que se erija un „signo
visible de la resistencia“, al menos a nivel regional? Desde luego que
esto exige valor y resolución, pero también perseverancia pese a todos
los contragolpes, que ciertamente siempre hay que aguardar. A los
desalentados que no desean desalentarse, ¿quién les ayuda y refuerza su
esperanza? „Pues en la esperanza [racional] hemos sido salvados; pero
una esperanza que se ve no es esperanza, pues ¿quién espera lo que ve
[lo que ya ve]? Luego si esperamos lo que no vemos [lo que todavía no
percibimos], con paciencia lo anhelamos.“ (Romanos 8, 24 ss.) Pero
paciencia no es lo mismo que estancarse en la inactividad. Sin embargo,
la esperanza como virtud cristiana no es una esperanza vaga e
imprecisa, sino una esperanza fundamentada y concreta, y que en El, que
„ES el camino y la verdad“, es absoluta e inmodificable.
NO HAY A LA VISTA UNA RECONSTRUCCION DE LA IGLESIA
Cuanto más claramente se capta la realidad de la „Iglesia conciliar
romana“ herética y apostásica y se percibe su carácter, tanto más
inequívocamente se manifiesta la situación de diáspora de la Ecclesia
romana apostólica, cuyas flaquezas concretas son en general y en todas
partes las mismas. La vacancia de la silla apostólica, que dura ya
desde 1958, no es su única flaqueza. Esto se mostró ya al comienzo de
su camino hacia la dispersión, y más tarde además en la resistencia
fallida, y por desgracia también mal conducida, contra males
completamente inesenciales, como consecuencia del concilio, sin conocer
claramente el mal fundamental y los defectos en el ámbito
católico-eclesiástico, que no sólo dificultaban, sino que impedían de
entrada una reconstrucción de la Iglesia.4 Pero hoy son ya „las doce y
cinco“, si la situación eclesiástica se considera regionalmente. Cuál
es el aspecto que ofrece en un nivel universal es algo que nadie puede
decir. Esto sólo lo sabe el SEÑOR como CABEZA de la Iglesia, y aquellos
a quienes EL „quiere revelar“ toda la situación. Nosotros, quienes
vivimos en la dispersión, no lo sabemos, sino que „esperamos en el
Señor“, mientras haya aún algo de vida en nosotros. Nosotros no tenemos
revelaciones privadas, ni visiones oníricas, ni aquellas „apariciones
marianas“ que curiosamente resultan ridículas, ni escuchamos „voces“
(ni internas ni externas) que nos profeticen lo que va a suceder en el
futuro inmediato o cercano, ni que nos adoctrinen qué es lo que tenemos
que pensar y hacer. [...] Pero Cristo, el Señor, tiene misericordia y
ayuda a todos los débiles sin culpa. [...]
Cuando el Vaticano Segundo hubo culminado la ruptura pretendida con la
Ecclesia romana apostólica, no se modificó la esencia de la Iglesia
católico-romana, sino sólo su situación vital concreta y su estado
eclesiástico. Cierto que muchos vieron esta modificación con gran
preocupación, pero desgraciadamente sólo unos pocos la advirtieron en
su verdadero significado. Aparte, los pocos que vivían ya en la
dispersión igual que expulsados se vieron en la triste situación de no
encontrar ninguna posibilidad para poder expresarse acerca de ello a
través de publicaciones. Por todas partes se veían católicos (editores
o lectores de editorial) que ya habían levantado en torno suyo muros (o
muros de goma) y que lanzaban malas miradas si uno no se adhería al
„santo concilio“ y a sus obispos. A menudo resultaba sorprendente con
qué rapidez ciertas personas del „grado superior de formación católica“
habían cambiado de frente. [...]
Por aquel entonces, también algunos se volvieron a plantear viejos
problemas que estaban irresueltos y que siempre habían ido siendo
desplazados, como por ejemplo el problema de la unidad peculiar del
clero y los seglares en la Ecclesia Jesu Christi, una unidad que en la
Iglesia católica se había roto hacía ya tiempo. La mejor prueba de ello
era el atroz clericalismo que ya había surgido en el siglo dieciocho y
que también se oponía a la Ecclesia romana apostólica en su unidad. No
pocos de los católicos que todavía eran católicos ortodoxos no
alcanzaron a ver el paralelismo en cuanto al surgimiento de la „Iglesia
conciliar romana“ y una Iglesia católico-romana en la diáspora, pero no
porque fueran excesivamente ingenuos, sino porque fueron distraídos con
cosas inesenciales y asignificativas con las que se vieron
constantemente confrontados. [...]
Muchas cosas tenían el único fin de ocultar la ruptura con la antigua y
venerable Iglesia católico-romana y distraer de este hecho. Una de
estas cosas para confundir a la masa acrítica de los creyentes de la
Iglesia era la conservación de una „celebración eucarística“ sacrílega
con una „comunión“ „una cum Roncalli o Montini“. Quienes tomaron parte
en algo así eran y siguieron siendo incapaces de ser adoctrinados, y
tampoco comprendieron lo que realmente estaba sucediendo. Pero con ello
se planteó a su vez el difícil problema de a qué católicos (sobre todo
con una formación superior) se podía adoctrinar todavía religiosamente
o cuáles estaban todavía interesados en una ilustración conveniente, y
cómo se podía localizarlos. Las conversaciones personales con amigos y
conocidos no bastaban, aun cuando ocasionalmente dieran algún
resultado. Pues, como pronto se vio, faltaba una idea fun-damental para
un apostolado misional particular y de nuevo cuño de los católicos
ortodoxos en la diáspora, que sin embargo hubiera tenido que ser
ejercido o al menos apoyado por (relativamente) muchos. Esto último no
era imposible. Pues una idea nueva, útil y conveniente, despierta
siempre el interés de muchos, y máxime cuando en torno de uno aparece
un caos religioso. Este caos lo vieron todos aquellos que ya no estaban
espiritualmente ciegos o completamente desinteresados en la Iglesia.
IGLESIA EN LA DIASPORA - UNA REALIDAD INNEGABLE
En los años sesenta, a la mayoría de las personas con quienes
discutimos problemas eclesiológicos, el asunto de la Iglesia
católico-romana en la diáspora les pareció que era una ficción. En los
años setenta, el número de estos que dudaban había disminuido ya de
modo considerable. Y en los años ochenta, de los que aún seguían vivos
ya nadie hablaba de una ficción. Alguno incluso se ha hecho consciente
de modo perceptible de haberse convertido en un católico en la diáspora
incluso en la propia familia, y es aquí donde está la dificultad. Hijos
e hijas, yernos y nueras, parientes y conocidos se burlan de él y, en
el mejor de los casos, lo tienen por una pieza de museo viva que
todavía no se ha enterado de los „signos de los tiempos“. Un hombre
semejante ya no sólo vive en el límite de la sociedad, sino al margen
de ella, pero sin embargo sigue dentro de la Iglesia católico-romana en
la diáspora. Parecería que es débil, mas en realidad es más fuerte que
todos aquellos que le rodean, pues conoce el camino en el que está y
del que no se aparta. Tampoco escapa para esconderse en alguna parte,
sino que sigue hacia delante por un camino recto, que, aunque es muy
estrecho, precisamente por eso lleva más fácilmente a la meta. [...]
La Ecclesia romana apostólica [...], a pesar de su silla apostólica
viviente hacía ya tiempo que había dejado de ser tan fuerte y poderosa,
como afirmaban siempre en particular los sacerdotes y teólogos
clericalistas para echar arena en los ojos de los otros. Esto se mostró
ya en la palmaria debilidad y en sus causas, cuando la Ecclesia romana
apostólica se fue convirtiendo cada vez más en una Iglesia
católico-romana en la diáspora que tuvo que recorrer otro camino en el
tiempo distinto al habitual. Pero nadie estaba preparado para ello, de
modo que tampoco se pudieron tomar las precauciones necesarias. Una vez
que un niño ha caído en un pozo ya sólo se lo puede sacar lastimado,
suponiendo que todavía se hayan escuchado sus gritos de auxilio.
Después de 1962/65 los „hijos de la Iglesia católica“ cayeron
masivamente en un profundo pozo. Se hubieran necesitado muchos „mozos
de ayuda“ para volverlos a sacar. Aparte, de un „viñedo del Señor“ ya
no quedaba mucho, porque los ratones y los topos se habían multiplicado
rápidamente. Algunos se preguntaban de dónde podrían haber salido tan
repentinamente todos estos animales. Otros que en cambio estaban mejor
informados indicaron que ya estaban ahí desde hacía tiempo.
En los años sesenta (como se vio sobre todo en las llamadas zonas o
„países católicos“) hubo un número sorprendente de católicos que, aun
cuando anteriormente habían protegido a la „Santa Iglesia católica“ y
la habían defendido, de pronto se apartaron con repulsión de la (que
ellos consideraban) „Iglesia ministerial católica“ y ya no quisieron
tener nada que ver con ella. ¿Cómo se podía entender esto? Entre
aquellos que se ocuparon de analizar este movimiento había dos
opiniones, pero ninguna de ellas era cierta. Unos opinaban que se
trataba de una „emigración interior“ o de una „emigración espiritual“
hacia fuera de la Iglesia católica, lo cual desembocaría en una
apostasía de ella. Pero otros, en su mayoría clérigos, hablaban sin
gastar muchos cumplidos de una „apostasía de la fe católica“, y
consideraban ya a estos católicos como infieles que ya no se veían los
domingos en la iglesia. Sin embargo, de lo que en realidad se trataba
en el caso de estos católicos, que en absoluto eran infieles, era sólo
de una especie de actitud de defensa instintiva y de una medida
irreflexiva de protección de naturaleza personal frente a los males
palmarios que crecían por todas partes y que guardaban también una
conexión interna con los efectos del supuesto „concilio reformista“.
Estos católicos, que pertenecían a un determinado nivel social y
educativo, no eran ni „tránsfugas“ ni „renegados“, aun cuando en
ocasiones afirmaban con insistencia que querían mantenerse apartados
también en el futuro „de todo lo que tuviera que ver con la Iglesia“.
Esto no lo decían tan en serio como parecía. Pues lo que ahí se
expresaba era sólo un enojo acumulado después de haber tenido que vivir
y que oír cosas muy malas, incluidos denuestos hacia ellos. En el
fondo, de lo que estos católicos se apartaban, sin ser conscientes de
ello, era sólo del „espíritu del Concilio“ y sus efectos generales
sobre la Iglesia católica. ¿Pero quién instruía a estos católicos y les
ayudaba a reconocer la situación de diáspora de la Iglesia
católico-romana que ya se había producido? Hoy ya no se sabe dónde se
quedaron estos católicos enojados ni qué fue de ellos. Sencillamente,
por el camino de la Iglesia católico-romana se perdieron en la
dispersión y luego ya no se los pudo encontrar, o sólo en algunos casos
aislados.
Todos aquellos, ya sean tradicionalistas o progresistas, viejos
conservadores o neomodernistas, que por falta de conocimiento no saben
nada de la situación de diáspora de la Ecclesia romana apostólica ni de
sus causas, consideraron a la „Iglesia conciliar romana“ desde su
surgimiento sólo por una Iglesia católica de nuevo cuño y con una nueva
fe, aunque ésta llevaba en sí la marca de una fatídica
„contra-Iglesia“. Estos „católicos“ se movían más o menos
testarudamente en círculo, como caballos de circo a los que un
„domador“ espiritual mantiene atados a una larga cuerda en movimiento
continuo, aplaudidos por un público muy numeroso que, al fin y al cabo,
ha pagado entrada (el impuesto religioso) y que también quiere ver algo
especial. Pero la masa de un pueblo eclesiástico no se mueve, pues es
perezosa por naturaleza. Lo que una „masa religiosa“ espera de la
Iglesia no es la salvación, sino „pan y circo“ de la más diversa
naturaleza, pero sobre todo ninguna carga.
POCAS PERSPECTIVAS DE UN FUTURO ROSA
¿Qué pueden hacer las personas particulares que viven en la dispersión
en vista de semejante situación, que hoy realmente no les deja ningún
gran campo de acción? Con toda seguridad la Iglesia católico-romana en
la diáspora sobrevivirá al siglo veinte. De eso no hay duda alguna.
Pues Cristo no está contra ellos ni contra sus miembros débiles. La
pregunta es y sólo puede ser: ¿De qué modo sobrevivirá y podrá
sobrevivir? Pero acerca de ello reina todavía una gran oscuridad en
todas las regiones que se alcanzan a ver (lo cual es más fácil en
Europa que en ningún otro sitio). Yo, personalmente, y también otros,
considero que, eso que se da en llamar un „concilio incompleto“, para
determinados fines no sirve para nada, tampoco para una „elección
Papal“, mientras no exista y se haya vuelto activa una forma particular
de organización que sea adecuada a la Iglesia católico-romana en la
diáspora (quizá del mejor modo primero a nivel regional y luego
suprarregional). También una Ecclesia en la diáspora, es decir, en la
dispersión, tiene que conservar su unidad, y concretamente bajo
observancia y según los criterios de los principios de una unidad
eclesiológica, que es más que una unidad social de naturaleza profana.
La „Iglesia conciliar romana“ no existe solamente en Roma –ahí solo se
encuentra su cabeza, si es que no da la casualidad de que se encuentra
en un „viaje de peregrinación“–: más bien se ha asentado en todas las
diócesis, después de haber asumido sin resistencia estos territorios.
Ya sólo este hecho puede designarse como ocupación. Por cuanto respecta
a los ocupantes mismos, no son otra cosa que ladrones y expropiadores
de la propiedad ajena, lo cual, por desgracia, nadie se lo ha
discutido, porque precisamente también a este respecto se es muy débil.
Entre tanto, nadie se ve obligado a pagar impuestos y otras
contribuciones a estos ocupadores. A la gente que hace esto, ¿se les
puede llamar cristianos católicos? [...] (Aquí, las raras excepciones
que fueron capaces de liberarse por sí mismas de la „Iglesia conciliar
romana“ sólo confirman la regla. Pero, por otra parte, también eran
conscientes de que en el futuro sólo tendrían para comer pan duro.)
Si los católicos ortodoxos no quieren sufrir daño en su alma, o en
aquello que se llama „fe viva“, a través de la autocompasión, del
estatismo y la inactividad o el quedarse callados, entonces primero
tienen que captar con claridad dos males peligrosos en el presente, que
no obstante son fundamentalmente diferentes entre sí:
1. El monstruoso coloso de la „Iglesia conciliar romana“ herética y apostásica, con sus miembros y partidarios, y
2. La Iglesia católico-romana
en la diáspora en toda su flaqueza, que existe al margen de la Iglesia
conciliar, y que, por desgracia, es culpable de su propia situación en
una medida no pequeña.
Pues al fin y al cabo, como todo hombre sensato sabe, contra el mal
físico y el moral sólo se puede hacer algo si se ha reconocido como tal
mal y si se conocen sus causas. De otro modo, cualquiera se extravía
inopinadamente por caminos equivocados que no conducen a la meta. Así
sucede ya desde hace muchos años sin que se haya modificado nada para
mejor en la situación eclesiástica, ni en general ni en los puntos
concretos. Esto es un hecho que nadie puede negar, pero a partir del
cual deberían extraerse las conclusiones correctas para no sucumbir.
Además, los católicos ortodoxos en la diáspora deberían guardarse de
ignorar a sus llamados enemigos „tradicionalistas“, puesto que para
algunos creyentes esta gente es tan peligrosa como los „conciliares“.
No tiene ningún sentido ni representa ningún avance el que los
católicos se limiten a preocu-parse sobre „el futuro de la Iglesia
católica“ y empiecen a hacer fogosas especulaciones si mientras tanto
no ven la situación de la Iglesia católico-romana en el presente, cómo
es en realidad y qué exi-gencias plantea a cada bautizado como un
miembro de la Iglesia. Pues todos los miembros de la Iglesia, como dice
San Pablo, son también miembros entre sí, y ahí donde un miembro es
débil también lo son los otros que están unidos a él. Pero la Iglesia
católico-romana en la diáspora está afectada como totalidad de una
debilidad palmaria, que tiene sus causas. Por tanto, inténtese al menos
reconocer y remediar las causas principales de esta debilidad, tal vez
incluso a través de una acción común a nivel regional, caso de que esto
todavía sea posible. Una situación de diáspora eclesiástica siempre
tiene un comienzo temporal. ¿Pero por qué no ha de poder tener también
un fin temporal? Por eso, hemos de rogar en este sentido a Cristo,
nuestro Señor y único „buen pastor, fervientemente y sin hipocresías,
por Su ayuda. Pues todos los que no están con El están contra El. Pero
El conoce también sus nombres...
Nota:
1) Nota: este artículo se escribió en 1973, y en 1990 se
amplió sólo un poco. Esta nueva versión es de julio del 2000. El primer
capítulo se ha abreviado, y los textos que la redacción de EINSICHT ha
intercalado aparecen en cursiva.
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