La
Triple paz que nos trajo el nacimiento de Jesucristo
“Gloria
a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena
voluntad” (Lc., II, 14)
Queridos
hermanos: que el mensaje de paz que nos mando Dios Nuestro Señor por
los ángeles, nos llene de gozo alegría; y a la vez, se haga
efectivo en nosotros en este día en que conmemoramos el nacimiento
de nuestro divino Redentor.
Meditemos
y consideremos: Cómo todas la jerarquías celestiales estaban en
admiración viendo la Majestad divina. Fue entonces cuando el Padre
eterno les impuso aquel mandato de que habla San Pablo: “Y cuando
de nuevo introduce a su Primogénito en el mundo, dice:<Adórenle
todos los ángeles de Dios>”(Heb., I, 6). ¡Oh! ¡con qué
respeto y amor le ofrecieron sus homenajes!
Por
eso nos dice el Evangelio de la Misa de medianoche, que se vio de
improviso, con el Ángel que les anunciaba el nacimiento de Jesús a
los pastores, una multitud de ejércitos celestiales, que alababan a
Dios y decían: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a
los hombres de buena voluntad”.
Este
cántico de los ángeles es una admirable doxología, proclamando que
la Encarnación es la obra maestra de Dios, digna de ser ensalzada y
cantada sin cesar en lo más alto de los cielos por la gloria que
procura al Señor.
Al
mismo tiempo encierra una magnifica promesa para los hombres: Pax, la
paz ofrecida por Dios a los hombres en razón de los méritos de
Jesucristo que aparecería entre ellos; ofrecida a todos, pero de la
que no gozarán sino los que tienen buena voluntad, es decir, cuya
voluntad es conforme a la de Dios y, así, digna de su amor.
Ahora
bien, esta paz que vino a traernos al Niño de Belén es triple: paz
con Dios—paz con nosotros mismos—y paz con nuestros hermanos. Y
esta triple paz tiene una condición indispensable: la buena
voluntad; buena voluntad de parte de Dios y buena voluntad por parte
de los hombres.
Paz
con Dios.
Por
el pecado original, todo el género humano, y por los pecados
personales, cada hombre en particular, nos constituimos enemigos de
Dios. Y esta enemistad era de suyo definitiva e irreconciliable.
Porque
así como un hombre, abusando de su libertad, puede cometer el crimen
de arrebatarse la vida, pero es imposible que una vez muerto pueda
devolvérsela y resucitar; de la misma manera y con mayor razón, es
imposible que el hombre pueda devolverse la vida de la gracia, una
vez que la ha perdido por el pecado, y recobrar la amistad divina.
Pero
lo que era imposible para el hombre no lo fue para Dios. Y por eso el
Verbo Divino bajó del cielo y se hizo hombre, para ofrecer
desde Belén hasta el Calvario una satisfacción sobreabundante por
nuestros pecados: satisfacción nuestra, porque la ofreció un
hombre; satisfacción infinita, porque la ofreció un Dios.
Satisfecha
así la justicia divina, la justicia y la misericordia se dieron el
ósculo y abrazo de paz; Dios y el hombre volvieron a ser amigos.
¿Quién
no ha gustado alguna vez de la dulzura infinita de esta paz, cuando
destrozado por los remordimientos se postra a los pies del sacerdote,
como en otro tiempo María Magdalena a los pies de Cristo, y confiesa
sus pecados y recibe la absolución? ¿Quién podrá declarar la
suavidad de esa paz divina que se derrama en su alma con una
fragancia más deliciosa que los perfumes de la Magdalena?
Pues
bien, esa paz brota como de su fuente del misterio de Belén, es el
fruto del sacrificio de Cristo que se inicia en Belén, se consuma en
el Calvario y se prolonga en la Eucaristía.
Pero
esta paz tiene una condición: nuestra buena voluntad. Así como es
mala la voluntad cuando se aparta de Dios, cuando contraría la
voluntad divina y prefiere las criaturas; así se torna buena cuando
sinceramente reprueba el mal que ha cometido, se humilla ante Dios e
implora su perdón.
A
esta buena voluntad del hombre precede la buena voluntad de Dios, es
decir, su benevolencia, su amor al hombre, causa de la Redención de
la humanidad y de la justificación de cada una de las almas; amor
que en este caso, tratándose de miserables, se llama misericordia.
Las
almas que después de haber confesado las faltas de su vida pasada no
tienen paz y se intranquilizan temiendo que Dios no les haya
perdonado, ignoran lo que es la misericordia divina. Ya que ésta
tiene una eficacia infinita. Y verdaderamente destruye el pasado, por
doloroso que haya sido y hace surgir un hombre nuevo, creado en la
santidad de la verdad.
Paz
con nosotros mismos.
Si
examinamos un poco las causas de nuestras inquietudes y turbaciones,
veremos que todas ellas nacen de que no aceptamos la voluntad de Dios
con generosidad.
Respecto
al pasado, quisiéramos que las cosas hubieran sucedido de otra
manera de como acontecieron: nos lamentamos de no haber pertenecido a
una clase social más elevada, de no haber recibido mejor instrucción
y formación moral; lamentamos sobre todo que Dios no nos haya
preservado, como a otras almas, de caídas que nos humillan y
avergüenzan.sin
embargo, todo nuestro pasado, aun en sus menores detalles, fue
dispuesto por Dios. En sus designios divinos Dios tuvo en cuenta
hasta nuestras caídas y no las permitió sino para sacar de ellas
mayores bienes.
Nos
inquieta el porvenir, porque tememos que los acontecimientos sucedan
de otra manera de como deseamos. ¡Qué insensatez tratar de
suplantar a la Providencia paternal de Dios y querernos constituir en
nuestra propia providencia! ¡Qué locura tratar de corregir la plana
a la Sabiduría divina con nuestra necedad humana! Si nosotros mismos
dispusiéramos el provenir. ¿nos imaginamos las aberraciones que
resultarían?
Si
creemos en la buena voluntad de Dios, en su benevolencia, en su amor,
que llega hasta el extremo de tener en cuenta hasta el número de
nuestros cabellos, ¡por qué no abandonamos en sus manos el porvenir
para pacificar nuestras almas?
El
misterio de Belén nos está predicando esta aceptación plenaria de
la voluntad divina; María y José aceptaron el no poder ofrecer al
Hijo de Dios más casa que una cueva de animales, ni más cuna que un
pesebre. Y Jesús aceptó la pobreza de Belén, como la primera
manifestación de la Voluntad de su Padre, que no quería otra cosa
de Él sino que se sacrificara.
Así
pues, la paz interior, la paz con nosotros mismos es el fruto de la
aceptación plenaria de la voluntad de Dios, respecto al pasado y
respecto al porvenir.
Para
lo cual se requiere también la buena voluntad. Ya que la voluntad
divina es buena por esencia y nuestra voluntad se hace buena en la
medida en que se une a la divina, y se hace una sola con ella, no
queriendo sino lo que Dios quiere, todo lo que Dios quiere y sólo
porque El lo quiere.
Paz
con los demás hombres.
La
paz con los demás hombres sin duda que se funda en la justicia que
da a cada quien lo que le es debido; pero se consuma y perfecciona
por la caridad fraterna, tan propia del Cristianismo que Jesús hizo
de ella un mandamiento nuevo, un mandamiento propio y suyo, señal
característica de los cristianos. “Un mandamiento nuevo os doy:
que os améis los unos a los otros como Yo os he amado. En esto
conocerá el mundo que sois mis discípulos” (Jn., XV, 12)
San
Pablo nos enseña admirablemente cómo la caridad destruye todo lo
que perturba la paz entre los hombres: la envidia, la ambición, el
orgullo, el egoísmo, la ira, los malos juicios, las malas
intenciones, etc. Y fomenta, al contrario todo lo que favorece a la
unión, como la paciencia, la longanimidad, la mansedumbre.
Nos
dice, en I Cor., XIII, 4-7: “La caridad es paciente, es benigna; la
caridad no es envidiosa, ni fanfarrona, ni soberbia; no es ambiciosa,
no busca su propio bien, no se irrita, no piensa mal de nadie, no se
goza en la iniquidad, sino en la verdad; todo lo sufre, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta”.
La
caridad es la prenda de la buena voluntad que Dios tiene, es la
imagen del Espíritu Santo que es es el Amor personal con que Dios
nos ama. Y por eso nada hace buena nuestra voluntad como la caridad.
La
paz entre los hombres, la paz con nuestros hermanos, es por
consiguiente el fruto de la voluntad divina, que nos ha dado la
caridad, y de la buena voluntad humana, que ejercita esta misma
virtud, la caridad fraterna.
Seamos
pues, almas de buena voluntad, de esa buena voluntad que reprueba el
mal y se reconcilia con Dios, que cree en el perdón divino y en su
eficacia omnipotente; de esa buena voluntad que es buena, porque
acepta la voluntad de Dios en todos sus designios de bondad y de
misericordia; de esa buena voluntad que no es otra cosa que la
caridad cristiana que hace que todos los hombres seamos un solo
corazón y una sola alma.
Ante
todo lo expuesto ¿Somos del número de los hombres de buena
voluntad? ¿Merecemos, por nuestra fidelidad y fervor, ver a Jesús y
gozar de esta paz que Él trajo al mundo?
Por
último, no nos queda más que rogar y pedir Jesús, que nos dé esta
voluntad, este deseo sincero y eficaz de amarle y de agradarle, de
buscarle siempre y que sea nuestra voluntad como la voluntad divina
que dice San Pablo: “Buena, grata y perfecta” (Rom., XII, 2).
Sinceramente en Cristo
Mons.
Martín Dávila Gándara Obispo
en Misiones
Sus Comentario a
obmdavila@yahoo.com.mx