«Por eso, todos nosotros, ya sin el velo que nos cubría la cara, somos como un espejo que refleja la gloria del Señor; y vamos transformándonos en su misma imagen, porque cada vez tenemos más de su gloria,
y esto por la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Cor 3,18)
Al final del capítulo «Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios» había afirmado:
«Yo alcanzo la certeza de su divinidad cuando, al abrírseme Cristo –es decir, en un acto de gracia divina–, experimento por mi parte, con un “corazón puro” que dirige sus ojos a Dios sin desconfianza ni recelos, y sin intervención mía, que Su amor quiere acogerme incondicionalmente, que me acepta en toda mi existencia […], lo que según San Bernardo equivale a un “arrastrar a las alturas”. En vista de esta voluntad amorosa total, que me viene de Cristo con la exhortación de sumarme a ella, para que surja una unidad de las voluntades divina y humana, para que yo pueda participar también del fruto de esta alianza amorosa, esta incondicionalidad del amor que se sacrifica por mí me dice que Cristo es Dios».
Si yo alcanzo este conocimiento, ¿qué consecuencias resultan o pueden resultar para mi vida (religiosa)? ¿Qué puede significar ese conocimiento para mí? ¿Qué he ganado con él? Ese conocimiento nos otorga: – la comprensión del ser absoluto de Cristo, – el conocimiento de la legitimidad de todas sus exigencias, – la comprensión del sentido y la finalidad de lo que él fundó: la Iglesia como institución de salvación. La comprensión de su ser absoluto significa el conocimiento de la validez absoluta de su amor, que es lo que determina todos los actos. Yo alcanzo un firme convencimiento de fe, es decir, la seguridad en mi postura: llevo a cabo un ascenso desde el planteamiento meramente tradicionalista de mi posición de fe, que se basaba en una confianza hacia el transmisor de este legado de fe, hasta una certeza inconmovible. No sólo creo, sino que sé que mi fe se mantiene sobre un fundamento firme. Por eso quedan excluidos otros «dioses», es decir, otras religiones como igualmente legítimas. No tienen ningún derecho a ser aceptadas. Si Cristo es Dios e Hijo de Dios, entonces no puede serlo el Alá mahometano. Si Cristo ha venido como Mesías, entonces los judíos modernos aguardan en vano su venida. Ahí no hay puntos en común ni ningún motivo para el diálogo. Y así se evidencia también por qué los presuntos líderes, que pretenden representar la religión cristiana sin creer que Cristo es Hijo de Dios (como Arrio en el siglo IV) o que admiten otros credos u otras religiones, están traicionando a Cristo. Pero también debería quedar claro que tenemos que aceptar con esperanza a quienes buscan a Dios, y que debemos tener paciencia con ellos, porque el camino que lleva a Dios no es fácil, y tenemos que dejarles libertad para que decidan libremente. El amor de Dios se nos manifiesta, se nos revela como un valor absoluto, y nos exhorta a adherirnos a él, es decir, a entablar una alianza con Él. Con esto queda claro lo que Dios quiere de nosotros y por qué nos creó, por qué ha salido de su ser trinitario. Aquí se nos revela el sentido absoluto de la creación. Él, que es absolutamente para sí mismo, en sí mismo y desde sí mismo, abandona este encerramiento para mostrársenos, para vivir con nosotros. Aquí se responde también la pregunta que planteó San Anselmo «Cur Deus homo?» («¿Para qué se hizo hombre Dios?»). Este amor de Dios se incrementa hasta el amor superior, hasta el amor expiatorio, porque ésta dispuesto a sacrificarse por nosotros, para de este modo, si hemos faltado, abrirnos la posibilidad de volver a entrar en alianza con Él. Dios no rechaza, sino que, por así decirlo, le ofrece al hombre una «segunda oportunidad». Por eso Dios puede infundir confianza en Él, porque se muestra fiel y misericordioso. Aquí alcanzo la evidencia y la transparencia de la historia de la salvación. Dios crea al hombre para hacerlo participar de Su vida (=amor). Dios se toma radicalmente en serio al hombre en su libertad, porque aquello por lo que se debe decidir es la «vida» (el amor en Dios). Esa libertad se presenta como una interpelación por parte de Dios y la respuesta por parte del hombre. Esta llamada y esta respuesta se realizan en el tiempo y en una relación interpersonal, en un proceso que presupone un comienzo real, que tiene que estar fijado temporalmente, es decir, se inaugura la dimensión de una existencia histórica de Cristo, pues el amor de Cristo nos ha alcanzado de manera concreta. No es un constructo teórico. Con ello se plantea también la cuestión de su vida terrena y de las fuentes que demuestran o que describen esta existencia: las Escrituras y la tradición, aunque aquí al hablar de tradición nos referimos a todas las manifestaciones en las que se expresó la voluntad de Cristo. Estas manifestaciones alcanzan hasta la liturgia. El hecho de la salvación se vuelve evidente porque en todas las expresiones y actos de Dios se expresa su voluntad original. Por eso las respuestas que damos también pueden contener por sí mismas la luminosidad de la voluntad de Cristo. La respuesta siempre es libre. Pero aquí se ha alcanzado el máximo nivel en el que la libertad tiene que tomar postura y en el que, si se abre a Dios, puede hacer que resplandezca en ella el destello divino. En palabras de San Pablo: «El Señor es el espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, ahí hay libertad» (2 Cor 3,17). El amor que me exhorta a transmitirlo se convierte así en motor de la configuración y reconfiguración de mi vida: los problemas permanecen, pero su solución se nutre de la certeza de que se realiza conforme a la voluntad divina de salvación: «Omnia vincit amor» (Virgilio, décima égloga, Bucólica 10, 69), «El amor todo lo vence». Esta exhortación a la libertad es original, y también aquí la responsabilidad por ella se asume en todas sus consecuencias. Con ello se abre la posibilidad de una historia de la salvación, pero también la de una historia de la condenación, si el hombre reacciona a la llamada de Dios rechazándola, con un rechazo en el que no hay amor sino odio. Esta situación requiere que prestemos una atención especial, pues con el odio ha surgido el siguiente problema: voluntariamente se ha producido algo que no debería ser. ¿Cómo es posible superar esto que no debería ser, eliminar su ser? Porque lo que no debe ser no debe ser. Aquí interviene la idea del resarcimiento, de la reparación, de la expiación mediante el sacrificio de Cristo. Desde la perspectiva de la historia de la salvación alcanzo también la comprensión del problema de que Dios exigiera a Abraham el sacrificio de su hijo. ¿Cómo puede ser Dios quien exija a Abraham matar a su hijo? ¿No es un encargo de asesinato? Esta exigencia sólo se puede justificar como una prueba de Dios a Abraham –aunque en un sentido judío este sacrificio se puede entender también como un autosacrificio, pues con el sacrificio de su hijo Abraham interrumpiría la línea de la promesa de salvación–. Dios quería ver en el hombre la voluntad de sacrificar, puesto que Él mismo sacrifica a su hijo (en la cruz) para redimir a estos hombres. Así que Dios sólo quiere ver la disposición del hombre a colaborar en Su sacrificio, en el que el hijo cumple obedientemente la voluntad del padre. Algo similar se puede decir de su encarnación, cuando María, que fue concebida sin pecado, declara su disposición a ser esclava del Señor. Para continuar con el sentido de la historia de la salvación: antes de su Ascensión, Cristo dio poderes plenos y encomendó la responsabilidad sobre lo que él fundó, la Iglesia como una institución de la transmisión de la salvación, a los hombres, que le dieron la garantía de que asumirían esa responsabilidad confirmándole que lo aman –a Cristo–. Me remito sólo a la pregunta de Cristo a Pedro, «¿me amas?», antes de encomendarle la dirección de su Iglesia. También aquí es totalmente claro el sentido de esta fundación. Si Dios es el amor, entonces, con los medios de gracia (los sacramentos) que esta Iglesia debe administrar y transmitir –con la transmisión de sus poderes plenos a través del tiempo mediante una transmisión a otras personas (sucesión)– les abrió a los creyentes la posibilidad de participar inmediatamente en Su vida absoluta, en lo más íntimo, con la eucaristía. Como él –y sólo él– dice «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Solamente por mí se puede llegar al Padre» (Jn 14,6), es absolutamente incomprensible que la (presunta) dirección de la Iglesia (reformista) haya apostatado. De hecho es el «mysterium iniquitatis», el misterio de la maldad. Por eso deberíamos tratar de convertirnos, por así decirlo, en un reflector del amor divino, para hacer que el pueblo divino irradie hacia afuera, aunque sea en forma de pequeña llama. San Pablo escribe: «Por eso, todos nosotros, ya sin el velo que nos cubría la cara, somos como un espejo que refleja la gloria del Señor; y vamos transformándonos en su misma imagen, porque cada vez tenemos más de su gloria, y esto por la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Cor 3,18). |