Notas sobre el artículo
«Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8)
Después de haber repensado mi artículo (de orientación filosófica) sobre el problema del conocimiento de Dios me ha llamado la atención un esclarecedor paralelismo en el ámbito religioso. Habíamos dicho (EINSICHT 4/44, p. 107): «en toda la transmisión por vía de tradición de la voluntad y las enseñanzas de Cristo tiene haber un factor que trascienda la mera tradición, merced al cual él se muestre y se testimonie inmediatamente como él mismo, tal como quiere, y merced al cual quiere tal como se muestra: la identificación de manifestación y ser (ser como voluntad absoluta e incondicional)». Como condición del conocimiento de Dios, no en un sentido fundamental, sino en el ámbito de la revelación concreta, habíamos establecido el amor (absoluto). «Así pues, si el amor es el criterio para el conocimiento de Dios, la experiencia de algo moralmente incondicional que se encarnó en la persona de Cristo, entonces surge la pregunta por el carácter que debe tener este amor y de por qué Pedro pudo contestar a Cristo: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16,6)». De este modo, yo alcanzo la certeza de su divinidad cuando, «al abrírseme Cristo –es decir, en un acto de gracia divina–, experimento […] que Su amor quiere acogerme incondicionalmente». Este momento de dar testimonio de sí mismo mediante la autorrevelación, que habíamos acreditado como factor gnoseológico, es decir, por vía de la reflexión filosófica, es ampliamente confirmado en el texto del evangelio de San Mateo, pues cuando Cristo pregunta a sus discípulos «¿quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» (Mt 16,13), los discípulos le respondieron: «Unos dicen que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros que Jeremías o algún profeta» (Mt 16,14). Pero cuando Cristo les pregunta de nuevo quién creen ellos que es él, Pedro da la notable respuesta: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente» (Mt 16,16), y entonces Cristo explica cómo ha alcanzado Pedro este conocimiento: «porque ningún hombre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16,17). Posteriormente me di cuenta de que la condición postulada en sentido filosófico obtiene aquí su confirmación por parte del texto revelado, el evangelio de San Mateo, en el que Cristo testimonia esta inmediatez de la autorrevelación de Dios a Pedro, para que él también pueda declarar este conocimiento. Sin la intervención inmediata de Dios Pedro no habría podido hacer esta declaración. Esta forma de dar testimonio de sí mismo la encontramos también en procesos cognoscitivos más simples. Por ejemplo, yo puedo dirigir la mirada a objetos. Pero si este objeto no se muestra (por sí mismo) en un color determinado, por ejemplo rojo, entonces tampoco veo ningún rojo, ya que yo no puedo manipular sin más mi visión. Puedo ejercitar muy atentamente mi mirada, pero necesito que el objeto se presente con el color rojo. En el ámbito de la interpersonalidad la otra persona se me tiene que mostrar también como un yo distinto en su libertad. Aplicando este esquema cognoscitivo a Dios, esto significa que, si quiero conocerlo, necesito que Él se manifieste (dé testimonio de sí). ¿Por qué explico tan extensamente estas ideas? Durante los años en los que, entre toda una serie de actividades distintas, trabajé para preservar la fe en Jesucristo como Hijo de Dios que fundó la Iglesia como institución de salvación, he visto a menudo que la fe se considera en cierta manera una mera reglamentación moral que es en sí misma consistente. A este grupo de personas les ha quedado oculta la fe en el Dios vivo, en Jesucristo, en el Hijo de Dios hecho hombre, con quien puedo entablar una alianza interpersonal, aunque su ser personal quede oculto para la visión sensible. De este modo, la fe queda restringida a un sistema teológico. Y no es causalidad que en vez del amor predomine la arrogancia, que se conforma con reproducir el sistema.
La fe –y eso debería ser claro– es principalmente un don de la gracia de Dios, que yo sin embargo puedo apropiarme y hacer mío con mi intervención.
(EINSICHT de febrero de 2015, número 1, pp. 12 s.). |