«Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8).
Al final de mi artículo «Queda por responder la pregunta “¿es Jesucristo el Hijo de Dios?”» (EINSICHT 3/44, pp. 69 ss.) definí cómo había que continuar: «Así pues, queda por resolver la pregunta de qué actos de Cristo cumplen inconfundiblemente esta exigencia absoluta». Me refiero a qué actos de Jesucristo muestran que Él es Hijo de Dios, y que es Dios. Nos podemos aproximar a una respuesta en un nivel religioso si consideramos en primer lugar la primera carta de San Juan: «Carissimi, diligamus nos invicem: quia caritas ex Deo est. Et omnis, qui diligit, ex Deo natus est, et cognoscit Deum. Qui non diligit, non novit Deum: quoniam Deus caritas est» («Queridos hermanos, amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios. Todo aquel que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor») (1 Jn 4,7-8). Si según la fe quiero tener un acceso a Dios, entonces tener el amor, o mejor, la permanente actualización, la inherencia del amor es la condición de todo conocimiento de Dios, de todo acceso a Él. Por eso, si no hay amor, tampoco hay acceso a Dios. A la pregunta acerca de la procedencia de este amor, de quién nos da este amor, San Juan responde: «Deus caritas est», «Dios es el amor». Así que Dios nos lo tiene que dar para que esté en nosotros. Lo mismo exige también San Bernardo en su visión mística: «El amor de Dios engendra el amor del alma. Primero Dios dirige su atención al alma, y gracias a ello el alma pone su atención en Dios. Él cuida de ella, y gracias a eso ella comienza a cuidar de Él» (San Bernardo de Claraval, *1091 +1153). Así pues, si el amor el criterio para el conocimiento de Dios, la experiencia de algo moralmente incondicional que se encarnó en la persona de Cristo, entonces surge la pregunta por el carácter que debe tener este amor y de por qué Pedro pudo contestar a Cristo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,6). Bajo el presupuesto de que yo acepto el enunciado de la fe («Deus caritas est»), se puede constatar que para los contemporáneos de Jesús que tuvieron trato con Él, y sobre todo para los apóstoles y los discípulos que estuvieron constantemente con él, la experiencia de su amor se producía permanentemente merced a la actuación inmediata de Cristo con y en su entorno, y merced a las constantes exhortaciones a seguirle en el amor. Pero –y aquí comienza el primer problema en cuya solución estamos trabajando– ¿cómo debe y tiene que mostrarse para las personas que no fueron contemporáneas de Cristo una transmisión del amor que debe venir de él, para esas personas que no tuvieron el privilegio del contacto constante con él, y que por tanto no pueden ni podían gozar de la inmediatez de su amor (divino)? Por otro lado, hay que preguntar dónde puedo descubrir los criterios que tengo que exigir a una actuación absoluta e incondicional y que debe acreditarse como divina. Por retornar de nuevo a la visión religiosa del problema de la transmisión mediada, es decir, de la experiencia de la intención de la voluntad de Cristo para personas que no tuvieron relación directa con él: los místicos cistercienses siempre señalaron el amor como don del Espíritu Santo, gracias al cual el Espíritu Santo es el eslabón que permite que «el alma [el yo] se una a Dios y la vida espiritual se convierta en una participación de la vida divina» (cf. Stefan Gilson, Die Mystik des heiligen Bernhard von Clairvaux, Wittlich, 1936, p. 50). San Juan formula esta función mediadora del Espíritu Santo de este modo: «La prueba de que nosotros vivimos en Dios y de que Él vive en nosotros es que nos ha dado Su Espíritu» (1 Jn 4,13). Esta vida de amor en nosotros, un amor que es un don del Espíritu Santo y que nos hace capaces de conocer verdaderamente a Dios, «se ordena a la contemplación de Dios que todavía no tenemos, y también es un sustituto de es contemplación. Nadie ha visto a Dios, pero si el amor está en nosotros, entonces Dios está en nosotros –pues el amor es un don de Dios–, y por tanto nuestro amor a Él es perfecto» (Gilson, op. cit., p. 51). Diciéndolo con las palabras de San Juan: «A Dios nunca lo ha visto nadie, pero si nos amamos unos a otros, Dios vive en nosotros y su amor se hace realidad en nosotros»; «Dios es amor, y el que vive en el amor vive en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Para San Bernardo la experiencia del amor puro es esencialmente una experiencia mística, un «exceso», un arrobo de breve duración. «El alma del místico sigue en la experiencia mística sólo mientras Dios la une consigo mismo merced a una gracia extraordinaria» (Gilson, op. cit., p. 194). Estas observaciones nos muestran el acceso a Dios desde el lado de la religión y de la fe. Desde la filosofía tenemos que aclarar por un lado cómo hay que entender en su sentido gnoseológico esta comunicación del amor, que aquí se describe como don del Espíritu Santo, y por otro lado cómo tiene que iluminarse en sí mismo este amor para que yo pueda reconocer en él la divinidad de su autor. Hemos dicho que en toda la transmisión por vía de tradición de la voluntad y las enseñanzas de Cristo tiene haber un factor que trascienda la mera tradición, merced al cual él se muestre y se testimonie inmediatamente como él mismo, tal como quiere, y merced al cual quiere tal como se muestra: la identificación de manifestación y ser (ser como voluntad absoluta e incondicional). De esta forma, lo que San Bernardo dice de la experiencia mística de Dios, una experiencia que Dios otorga merced a gracias extraordinarias, queda demostrado aquí como condición filosófica del conocimiento de Dios. Hemos demostrado que esta voluntad de Cristo, que se nos tiene que revelar en su carácter absoluto, es amor. Dios es el ser amoroso que quiere la alianza amorosa conmigo. Cristo como Dios hecho hombre ha sellado la alianza amorosa con los hombres: una alianza que, según su voluntad, debe abarcar a todos los hombres, pero en la que sólo se incluyen aquellos que también quieren estar incluidos en ella. Quienes rechazan esta alianza amorosa no participan de ella. ¿Pero cómo se realiza esta transmisión de su amor, de su intención? Se realiza en la transmisión interpersonal del amor, que nos exhorta a unirnos a él, para transmitirla luego a personas a las que exhorto a enlazarse en este vínculo amoroso comenzado; y se realiza mediante la transmisión de su «palabra» (sus enseñanzas) en las Escrituras (la Biblia), que testimonian y describen sus actos. De este modo surge a través del tiempo, a través de los siglos, una cadena de amor y de transmisión de la «palabra» por medio de la Iglesia, es decir, por medio de la institución de salvación que él fundó para transmitir los medios de su gracia (los sacramentos), que nos hacen participar inmediatamente de su vida divina: una institución de salvación que Él determinó como custodia de su «palabra». En y mediante esta cadena amorosa debemos experimentar que su autor, Cristo, resplandece con ella en su inmediatez, en el sentido de que este mostrarse por parte de Cristo es condición para el conocimiento de su divinidad. Yo alcanzo la certeza de su divinidad cuando, al abrírseme Cristo –es decir, en un acto de gracia divina–, experimento por mi parte, con un «corazón puro» que dirige sus ojos a Dios sin desconfianza ni recelos, y sin intervención mía, que su amor quiere acogerme incondicionalmente, que me acepta en toda mi existencia, y que también me da la posibilidad de «purificarme» de nuevo si estaba manchado (de pecado), gracias a que él expió los pecados por mí (en la cruz) y me exhorta a transformar mi existencia en su voluntad y conforme a ella, aunque esta transformación o conformación no se muestra de ningún modo como un decreto externo, sino como una tarea en la que yo me reencuentro a mí mismo, lo que según San Bernardo equivale a un «arrastrar a las alturas». En vista de esta voluntad amorosa total, que me viene de Cristo con la exhortación de sumarme a ella, para que surja una unidad de las voluntades divina y humana, para que yo pueda participar también del fruto de esta alianza amorosa, esta incondicionalidad del amor que se sacrifica por mí me dice que Cristo es Dios. La unión en y con Cristo, que San Bernardo alcanza en la visión mística, demuestra ser a la vez el punto final de los esfuerzos gnoseológicos por llegar a conocer a Cristo como Dios, porque la visión decisiva que podemos alcanzar sólo se produce si, tras los esfuerzos gnoseológicos que nosotros hacemos por nuestra parte, el «rostro de Cristo» se nos muestra por su parte y de manera inconfundible. Así es también como hay que entender las palabras del Evangelio de San Mateo de la promesa que, en el sermón de la montaña, Cristo hace a quienes lo aman sin reservas: «Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8).
(EINSICHT, diciembre de 2014, número 4, pp. 106-108). |