54. Jahrgang Nr. 7 / Dezember 2024
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Jesús, Señor en Tu Nacimiento: Bendita seas entre todas las mujeres (Lucas I, 28 y 42)


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HABEMUS PAPAM?


Ausgabe Nr. 11 Monat december 2005
La libertad religiosa, error del Vaticano II


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Alla ricerca dell’unità perduta


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In Search of lost unity (engl/spa)


Ausgabe Nr. 8 Monat December 2002
La sede apostolica


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Jesus Lord at thy birth/Nacimiento (Eng/Esp)


Ausgabe Nr. 7 Monat Diciembre 2001
LA IGLESIA CATOLICO-ROMANA EN LA DIASPORA


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LA VALIDEZ CE LOS RITOS POSTCONCILIARES CUESTIONADA


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BIBLIOGRAFIA: VALIDEZ CUESTIONADA DE LOS NUEVOS RITOS POSTCONCILIARES


Ausgabe Nr. 14 Monat Mai 2008
EL PROBLEMA DE LA RESTITUCION DE LA JERARQUIA CATOLICA


Ausgabe Nr. 14 Monat Mai 2008
EL PROBLEMA DE LA RESTITUCION DE LA JERARQUIA CAT. 1.Cont


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DICTAMEN SOBRE UNA ELECION PAPAL EN LAS PRESENTES CIRCUNSTANCIAS


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Declaratión del año 2000


Ausgabe Nr. 3 Monat März 2024
Mi encuentro con Su Excelentísimo y Reverendísimo Arzobispo Pierre Martin Ngô-dinh-Thuc


Ausgabe Nr. 3 Monat März 2024
Il mio incontro con S.E. l´Arcivescovo Pierre Martin Ngô-dinh-Thuc


Los errores del Vaticano II y su superación gracias al conocimiento de Cristo como Hijo de Dios
 
Los errores del Vaticano II y su superación gracias al conocimiento de Cristo como Hijo de Dios

por
Eberhard Heller
traducción de
Alberto Ciria


El objetivo de este tratado es analizar críticamente las resoluciones del Vaticano II y su puesta en práctica, con el fin de llegar hasta el principio general en el que se basan tales reformas. Si se llega a mostrar que los resultados no coinciden con las enseñanzas anteriores de la Iglesia –que es lo que nosotros hemos afirmado siempre–, entonces trataré de mostrar los posibles modos de afrontar esta crisis actual. Es decir, si es necesario a un diagnóstico deberá seguir una terapia.
Lo que me impulsó a hacer esta investigación fue un artículo del fallecido profesor Leo Scheffczyk, un testigo que sin duda no es nada sospechoso y que no se consideraba partidario nuestro, pero que juzgó toda una serie de fenómenos de modo similar a como lo hacemos nosotros. Así por ejemplo, tiene motivos para encontrar paralelismos entre el gnosticismo del siglo II y la situación actual. En el número de noviembre/diciembre de 1982 de Una Voce Korrespondenz, p. 381, escribió:

En la historia hay un ejemplo clásico de cómo se supera una crisis mortal que muestra llamativas afinidades de estilo y de espíritu con la actual crisis de fe. El gnosticismo que eclosionó en el siglo II se disponía a fusionar la doctrina cristiana de la salvación con la sabiduría mundana que en aquella época era moderna, con el objetivo de llevarlas hasta su presunta autenticidad. En aquella época, igual que ahora, se propagaba que había que elevar la fe hasta una razón supuestamente superior, y predominaba la tendencia a adornar sincréticamente la revelación con elementos de la filosofía de la época. […] La Iglesia respondió a esta sugestión de lo progresista oponiéndole tres simples principios: respondió a la fascinación de la ingeniosa literatura gnóstica estableciendo el canon de los textos bíblicos; respondió a la invocación arbitraria a revelaciones particulares y doctrinas particulares subrayando el principio objetivo de la tradición; y respondió al entusiasmo espiritualista con el episcopado «monárquico». Pero con ello no sólo alcanzó una supervivencia en condiciones miserables, sino que se abrió el camino hacia las amplitudes del mundo antiguo.

Así pues, además de analizar la crisis, se trata de mostrar principios con cuya ayuda se pueda no sólo combatir la crisis actual, sino, como se explicó antes, también superarla.
Veremos que el papel decisivo en todo eso lo desempeñó la pregunta por la tarea y la esencia de la Iglesia. Hace exactamente diez años planteamos la discusión sobre el error principal del Vaticano II (cf. EINSICHT de septiembre 2003, número 7). Todos los autores (Ohnheiser, Kabath, Lang, De Moustier y yo) coincidíamos más o menos en constatar que la relativización o el falseamiento del concepto de Iglesia es el error fundamental, en el que se basan todos los demás errores. En aquella época no se tematizó el problema de cómo superar la crisis.
Pero para encontrar un modo más fácil de acceder a nuestra problemática y para llegar a un juicio ecuánime, del que podamos decir que está fundamentado teológicamente, tengo que arrancar de más atrás. Las resoluciones, tal como se redactaron en el Concilio Vaticano y se pusieron en práctica, sólo se pueden entender si también se describe la situación en la que surgieron.
Desde Lutero no sólo en los países de habla alemana, sino en todo el mundo, se han establecido comunidades religiosas que competían y siguen compitiendo con la Iglesia católica (hoy se han sumado nuevas religiones que se también se presentan como vías de salvación).
La conmoción del edificio doctrinal que en aquella época provocó la revolución de Lutero afectaba no sólo a algunas posiciones dogmáticas aisladas, sino a toda la doctrina de la Iglesia. Pero quien examine a fondo un Catecismo de Controversia comprobará que, salvo la frase «Cristo es Hijo de Dios», todas las demás cuestiones de fe se responden de forma diversa. Ya sólo la pregunta por el fundamento en el que se basa la Iglesia muestra la incompatibilidad de ambas posturas. Para la doctrina católica la Iglesia se basa en los dos pilares de la tradición y las Escrituras, mientras que para Lutero la única base son las Escrituras (sola scriptura). Pero si se señala que las Escrituras son un producto de la tradición –las Sagradas Escrituras fueron redactadas por los evangelistas y apóstoles bajo la asistencia del Espíritu Santo después de la ascensión de Cristo (el propio Cristo no hizo ninguna anotación de sus enseñanzas)–, entonces enseguida queda claro que la doctrina luterana de la sola scriptura es insostenible.
La Iglesia tuvo que reaccionar al desafío de Lutero, y lo hizo en el Concilio de Trento. El Concilio tridentino respondió a estas doctrinas luteranas erróneas que hemos expuesto sucintamente con unas determinaciones dogmáticas precisas que, sorprendentemente, superaban en mucho el anterior aparato conceptual tomista. Los cánones que se formularon en Trento se referían  sobre todo a enunciados doctrinales relativos al ámbito de los sacramentos. A causa de la divergencia en las concepciones, en aquel momento no se tomó una decisión doctrinal sobre la esencia de la Iglesia. «Con sus decretos, que como normas de fe y de derecho dieron forma a la vida eclesiástica durante tres siglos, el Concilio de Trento dio lugar a una “época tridentina de la Iglesia”» (Hubert Jedin, Kleine Konzilsgeschichte. Mit einem Bericht über das Zweite Vatikanische Konzil, Friburgo en Brisgovia, Herder, 1969, p. 127).
Por otra parte, si además de la disociación de la Iglesia respecto del protestantismo y del modo como se entiende a sí misma frente a él, se observa su desarrollo en su relación con el «mundo» (ya mucho tiempo antes del Vaticano II), hay que constatar que por un lado el mundo se había ido secularizando cada vez más desde ya antes de la Revolución Francesa, mientras que, por otro lado, la Iglesia había ido renunciando cada vez a más campos en los que ella había sido dominante hasta comienzos del siglo XIX. Por ejemplo, en el terreno de las artes había perdido su posición dirigente desde el final del rococó. No se puede concebir el barroco sin los edificios sacros, sin los soberbios frescos en las iglesias, sin los desbordantes estucos. La respuesta a los nuevos estilos artísticos como el romanticismo, el impresionismo o el expresionismo, fue recurrir a épocas anteriores. Piénsese, sólo en el ámbito de la arquitectura, en las iglesias neorrománicas o neogóticas. En el campo de las artes plásticas se impuso el nazarismo académico.
En el ámbito de la filosofía no se advirtió en desarrollo que se inició con Descartes y que siguió con Kant, Reinhold y Fichte, y que estaba determinado por la pregunta de cómo es posible y cómo se puede fundamentar el saber como saber, en el que se trataba de una fundamentación absoluta del saber y no del ser. Los textos de Kant sólo se estudiaron en el monasterio premonstratense de Polling en la Alta Baviera en torno a 1790. Se confiaba excesivamente en el tomismo (que estaba reñido consigo mismo) como fundamento filosófico seguro. Precisamente en el ámbito de la filosofía de la religión el tomismo ni siquiera desarrolló un concepto claro de Dios, pues las llamadas «Quinque viae», las llamadas demostraciones de Dios de Santo Tomás, considerándolas filosóficamente no representaban más que tautologías que no demostraban nada. (Este distanciamiento de miembros de la Iglesia, y sobre todo de teólogos, respecto del desarrollo científico general de las ciencias suscitó en algunos un complejo de inferioridad, y no sin motivo. Uno de los motivos por los que las posiciones teológicas de los modernistas se asumieron tan a gusto, pero también de forma tan acrítica, estaba basado en su adaptación de teoremas filosóficos modernos –hegelianos–).
Había motivo más que suficiente para reflexionar sobre la relación de la Iglesia con un mundo secularizado, es decir, con un mundo cada vez más desdivinizado. La Iglesia tenía que presentarse de nuevo con su nueva concepción de sí misma y con sus tareas en el mundo, ya que no ejercía como en la Edad Media su soberanía sobre la política, la cual entre tanto reivindicaba su autonomía. No podía ignorar sin más su contexto histórico. ¿Cómo cumplir la misión que Cristo encomendó a Pedro –«Apacienta mis ovejas» (Jn 21,17) – en unas circunstancias históricas modificadas?
«Pero este esfuerzo de la Iglesia, dirigido hacia el interior, por una concepción nueva y más profunda de sí misma, era sólo una de las caras de una nueva reorientación aún más amplia hacia fuera, en la relación con el “mundo”. Cuando se reunió el Concilio de Trento había todavía una cristiandad y una cultura cristiana occidental. El Concilio Vaticano I se encontraba ya ante una cultura todavía europea pero ya no marcada por el cristianismo, de la que el Papa Pío IX se había distanciado tajantemente en Syllabus» (Hubert Jedin, ibíd., p. 129). Las diez propuestas sobre la esencia y la tarea de la Iglesia que debían someterse a votación en el Concilio Vaticano I ya no se votaron a causa del estallido de la guerra franco-alemana de 1870. Se había discutido demasiado sobre la infalibilidad del Papa. Como los franceses habían retirado sus tropas de los Estados Pontificios, que hasta entonces habían defendido, Italia pudo conquistar casi sin luchas los Estados Pontificios y anexionarlos el 20 de septiembre.
El Concilio Vaticano I «había renunciado a amoldar a base de decretos disciplinarios el credo y la liturgia, la pastoral y la organización de la Iglesia, a las circunstancias radicalmente modificadas por la industrialización, y sólo en un sentido había llenado un hueco que había quedado en las decisiones tridentinas, definiendo el primado Papal y la infalibilidad oficial del Papa. Pero también estas definiciones eran sólo un mero segmento de la constitución inicialmente planeada sobre la Iglesia, a la que se había tenido que renunciar en Trento porque, en aquella época, las concepciones de los teólogos y los canonistas sobre la esencia y la estructura de la Iglesia eran todavía demasiado divergentes» (Hubert Hedin, ibíd., p. 127).
Para llenar este vacío, Pío XII publicó el 29 de junio de 1943 la encíclica Mystici corporis Christi, en la que el Papa explicaba que el cuerpo místico de Cristo y la Iglesia católico-romana son idénticos. Esta encíclica viene a ser el documento más importante de la Iglesia en el desarrollo de su doctrina sobre sí misma, es decir, en la eclesiología, desde 1800. (Cf. también EINSICHT, número 2, febrero de 2004).
A la reflexión sobre el concepto de la Iglesia y sobre su posición se sumó tras el Tercer Reich y tras la Segunda Guerra Mundial un nuevo aspecto: ¿cómo había que organizar la relación con otras confesiones, con otras religiones? Durante el Tercer Reich hubo en la lucha contra el nacionalsocialismo campos en los que la Iglesia católica y las confesiones luteranas operaron en común. Por eso, después de la guerra se hicieron esfuerzos para sondear la posibilidad de una reunificación, aunque la consigna era hallar la «unidad en la verdad», y no la «unidad sin verdad». Uno de sus representantes fue el importante teólogo luterano Hermann Otto Erich Sasse (1895-1976), que en 1948, en protesta contra la fundación de la Iglesia Evangelista Alemana, y sobre todo contra el ingreso de la Iglesia Regional Bávara, se pasó a la Iglesia evangélico-luterana (Iglesia vetero-luterana) y en 1949 aceptó un cargo en la Iglesia Luterana de Australia y emigró.
Teniendo esta historia de fondo no debe extrañar que en el Concilio Vaticano II el tema de la eclesiología volviera a ser importante y adquiera una relevancia central.
El Papa Pío XI había pensado en proseguir el Concilio Vaticano I, que había quedado interrumpido. Pero en su primera encíclica Ubi arcano dei consilio, del 23 de diciembre de 1922, número 51, escribe:

No por eso, sin embargo, Nos atrevemos por ahora a emprender la reapertura de aquel Concilio Ecuménico, que en Nuestra juventud dio comienzo la Santidad de Pío IX, pero que no pudo llevarse a efecto sino en parte, aunque era muy importante. Y la razón a que también Nos, como el célebre caudillo de Israel, estamos como pendientes de la oración, esperando que la bondad y misericordia de nuestro Dios Nos de a conocer más claramente los designios de su voluntad.

«La convocatoria del Concilio Vaticano Segundo fue decisión personal de Juan XXIII. Aunque el antiguo profesor de historia de la Iglesia conocía muy bien el significado de los concilios universales, y merced a sus largas estancias en Sofía y Constantinopla conocía la vida sinodal de las Iglesias del este, sin embargo, cuando el 25 de enero de 1959, después de la celebración de la misa estacional en San Pablo, anunció a los cardenales la convocatoria de un sínodo diocesano romano y de un “concilio ecuménico”, no estaba realizando un plan albergado durante mucho tiempo y muy pensado, sino que, como aseguró repetidas veces, estaba obedeciendo a una repentina inspiración de arriba». (Hubert Jedin, ibíd., p. 131).
En la primera sesión de la comisión que se creó el 17 de mayo de 1959 para preparar el Concilio (la Commissio antepreparatoria) declaró (el 30 de junio de 1959) que la Iglesia trata, «fiel a las santas bases en las que se apoya y a la doctrina inalterable que el fundador divino le confió, […] de refortalecer con vigoroso ímpetu su vida y su cohesión, atendiendo también a los asuntos y las exigencias del día». El eslogan de «aggiornamento» estaba creado. Para realizarlo se crearon diez comisiones, a las que se sumó el «Secretariado para la unidad de los cristianos», bajo la dirección del cardenal Bea.
Cuando el 11 de octubre de 1962 se inauguró finalmente el Vaticano Segundo con la presencia de más de 2500 padres conciliares, Juan XXIII ya había hecho el trabajo previo, marcando la dirección para el programa del Concilio, al nombrar a los presidentes que debían dirigir las diez congregaciones generales. En la primera fase del congreso estaba en manos, entre otros, de los cardenales Tisserant, Lienart, Spellman, Frings, Ruffini y Alfrink. Con el comienzo de la segunda fase asumieron este cargo cuatro moderadores nombrados por Pablo VI: los cardenales Agagianian, Döpfner, Lercaro y Suenens.
Cuando Juan XXIII murió el 3 de junio de 1963, el Concilio continuó bajo la dirección de Pablo VI, que el 21 de junio de 1963 fue nombrado su sucesor. De él se sabía que, junto con el cardenal Lercaro, defendía con resolución la línea del «aggiornamento» de su antecesor.
Aquí no se trata de hacer una exposición histórica del desarrollo del Concilio. Eso rebasaría con mucho nuestra intención y sobre ello existe una amplia bibliografía. Pero quiero señalar aún algunos puntos que marcaron la dirección de su desarrollo.
Pablo VI, que para la dirección de las congregaciones generales había nombrado tres cardenales del ala progresiva, «en el discurso inaugural del 29 de septiembre de 1963, y de forma más precisa que como su antecesor hiciera jamás, encomendó al Concilio cuatro tareas: una exposición doctrinal de la esencia de la Iglesia –con lo que daba prioridad al esquema De ecclesia–, su renovación interna, el fomento de la unidad de los cristianos y el diálogo de la Iglesia con el mundo de hoy –aunque de esta forma el tema se planteaba de manera nueva. Para la primera y actual tarea principal de resumir en una constitución doctrinal la concepción que la Iglesia tiene de sí misma se daba una directriz decisiva en la frase: “Sin menoscabo de las aclaraciones dogmáticas del Concilio Vaticano Primero acerca del Papa romano, habrá que investigar la doctrina sobre el episcopado, sobre sus tareas y su conexión necesaria con Pedro. De ahí se derivarán también directrices para nosotros, de las que sacaremos provecho magisterial y práctico para el ejercicio de nuestra misión apostólica”» (Hubert Jedin, ibíd., p. 148).
Para la dirección señalada fueron importantes las explicaciones del cardenal Lecaro, uno de los progresistas, que el 1 de octubre de 1963 indicó en una sesión que el concepto de Iglesia que Pío XII había establecido en el Corpus Christi mysticum no se ajustaba a la realidad de la Iglesia visible, «porque, según él, todos los bautizados forman parte en cierto modo del cuerpo místico de Cristo, sin ser forzosamente miembros de la Iglesia católica visible» (cf. Jedin, ibíd., p. 149), con lo que en principio se estaba anticipando el resultado (herético) de «Unitatis redintegratio».
El concilio siguió su desarrollo con los resultados conocidos, que nosotros ya hemos analizado extensamente (desde la aparición del primer número de nuestra revista en abril de 1971 con la publicación de la bula Quo primum del Papa san Pío V).
Todavía cincuenta años después de la inauguración del Vaticano II se sigue discutiendo enérgicamente sobre su significado para el desarrollo eclesiástico. «En lo referente a la valoración del Concilio Vaticano II las opiniones divergen mucho. Unos lo encomian como un “nuevo Pentecostés”, otros lo ven como una catástrofe sin parangón. Unos lo celebran como la “apertura de la Iglesia al mundo”, otros lo condenan justamente por ese mismo motivo como una terrible traición a la Iglesia: así oscila la valoración de esta conferencia episcopal en la historia de las últimas décadas» (Wolfgang Schüler, Pfarrer Hans Milch. Eine große Stimme des katholischen Glaubens. Mit einer Kritik am Zweiten Vatikanischen Konzils, vol. 1, Action spes unica, 2005, p. 469).
No se puede pasar por alto que nosotros pertenecemos a aquel grupo que rechaza por convicción los decretos del Vaticano II. Su puesta en práctica inició la época de una revolución practicada sistemáticamente desde arriba con el objetivo de una homogeneización religiosa. Se trata de la realización de ese ideal masón de que todas las religiones son igual de válidas, con lo que se hace realidad la idea de la igualdad del cristianismo, el judaísmo y el Islam, que Lessing expone en su parábola del anillo (cf. Natán el sabio). Tras la finalización del concilio las llamadas reformas, sobre todo las referentes a la liturgia, nos hicieron estar muy atentos, hasta que nuestras investigaciones teológicas nos llevaron a la conclusión de que esas reformas representaban desviaciones palmarias del anterior depósito de la fe.
Los reformistas podrían objetar que el Concilio sólo quería tomar decisiones pastorales, no magisteriales. Pero eso lo desmiente el hecho de que todas las resoluciones y decretos de los reformistas son tratados como dogmas, y que desviarse de ellos amenazaría la pertenencia a la Iglesia. En este contexto remito sólo a las recientes negociaciones entre Econe y el Vaticano, que han fracaso porque Econe ni siquiera admitió una interpretación modificada del Vaticano II.
Sirvan los siguientes ejemplos como una primera ayuda para la descripción y la valoración de la situación que comenzó tras el Concilio. En el debate sobre la reautorización de la misa «antigua» (en la versión de Juan XXIII), que fue defendida por Ratzinger/Benedicto XVI, Zollitsch, como representante de la Conferencia Episcopal Alemana –la cual se oponía a los propósitos de Ratzinger–, indicaba que las dos misas representarían dos Iglesias distintas. Con ello dejó entrever sin pretenderlo que, después de todo, se tenía que haber producido una ruptura –y no una continuidad– en la concepción que la Iglesia tiene de sí misma.
Por otro lado quiero señalar un cambio semántico que el concepto de matrimonio ha experimentado en el transcurso de los últimos cincuenta años. Nosotros vivimos en un pequeño pueblo de la Alta Baviera, donde aún se cultivan las tradiciones católicas. La gente va los domingos a la iglesia, la mayoría en traje regional, y cuando alguien fallece se reza el rosario. Pero cuando hay dificultades en un matrimonio, no hay ningún inconveniente en que los cónyuges, que todavía en el altar nupcial se habían prometido fidelidad «hasta que la muerte los separe», se busquen una nueva pareja y vivan con ella, como si eso no fuera ningún problema. La idea del matrimonio como sacramento indisoluble ha dado paso a la noción (luterana) de que el matrimonio es un asunto humano.
Pero en honor a la verdad hay que decir que no hay ningún decreto conciliar en el que se niegue el matrimonio como sacramento. Pero una vez que se han derribado los muros ya no queda piedra sobre piedra. ¿Quién no habla siempre de admitir a los sacramentos a los divorciados que se han vuelto a casar? ¿Cómo puede ser que se anulara sin más el matrimonio de unos funcionarios de la Iglesia reformista que conocían la enseñanza del magisterio y que habían tenido dos hijos?
El problema no es que se hagan preguntas, sino cómo se responden, conforme a qué criterios, y si pueden estar en el contexto de los anteriores decretos dogmáticos o si, como en el caso de Lutero, suponen desviaciones o falsificaciones. Eso es lo que hay que investigar aquí.
Aunque está claro cuál será la respuesta final, a saber, de rechazo (no habremos afirmado algo durante 45 años para luego rechazarlo o para afirmar de pronto lo contrario), el acceso a nuestra posición crítica debe ser clara y comprensible para todos en la medida de lo posible.
Cuando se pregunta por los motivos de esta crisis se aducen a menudo las siguientes razones: no se han comprendido los decretos conciliares, o la culpa la tiene el ecumenismo, la libertad religiosa, la nueva concepción de la Iglesia o la nueva liturgia.
De hecho, la grave reinterpretación del concepto de Iglesia es el proceso con el que conectan todos los demás puntos de crítica. La doctrina de subsistit-in, tal como está fijada en Lumen Gentium, artículo 8, según la cual la Iglesia católica ya no es la Iglesia de Jesucristo sino que sólo participa de ella, allanó el camino a todos los demás errores sobre la Iglesia misma y sobre su tarea, sobre su relación con el mundo, con las otras religiones, con la moral y con la liturgia (cf. también Schüler, ibíd., vol. 1, pp. 509 ss.).
Hace ya diez años describí la tarea de la pretensión de absolutez de la Iglesia:

«La relativización de la pretensión de absolutez de la Iglesia ya estaba anticipada en el modernismo que condenaba la encíclica Pascendi dominici gregis, de San Pío X. Como momento decisivo se manifiesta la renuncia a la pretensión de absolutez de la Iglesia en los documentos del Vaticano II. En ellos se impone la concepción de que la Iglesia no es la única institución de salvación que da la santidad. Se dice por ejemplo: “La Iglesia también considera con mucho respeto a los musulmanes, que adoran al Dios único, al Dios vivo y existente en sí mismo, misericordioso y omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que ha hablado a los hombres” (Nostra Aetate, artículo 3). Más adelante: “Pero la voluntad de salvación abarca también a quienes reconocen al creador, y entre ellos, especialmente, a los musulmanes, que profesan la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único, el misericordioso, que habrá de juzgar a los hombres en el Juicio Final (Lumen Gentium, cap. 16). Quizá esta idea rectora no siempre se formulara expresamente, pero recorre todo el desarrollo posconciliar como un hilo conductor. […] Esta relativización religiosa continuó con un sincretismo progresivo y alcanzó su primer punto culminante en el encuentro de Asís del 27 de octubre de 1986 (al que seguirían luego el resto de llamados encuentros interreligiosos, hasta el encuentro de Aquisgrán en septiembre de este año [2003]), en el que, bajo la dirección de estos reformistas, fueron invitados todos los líderes religiosos (del judaísmo, del Islam, del hinduismo, del budismo, etc.), poniendo el énfasis en su respectiva fe, para colaborar en el proceso de paz y en el desarrollo de la “cultura del amor” (Juan Pablo II) en el destino de la humanidad. Piénsese en la inmensa importancia que se da entre tanto al budismo y a su representante, el Dalai Lama, que no debe faltar a ninguno de estos eventos interreligiosos. (En qué consiste concretamente esta “cultura del amor” se puede apreciar en la relación increíblemente cargada del mundo islámico con el Occidente presuntamente cristiano). Los asesinatos de cristianos a manos de fanáticos islamistas son “recompensados” por Juan Pablo II con que él besa el Corán, en el que se recomienda matar a los cristianos: un gesto que todo musulmán sólo puede interpretar como sometimiento a la pretensión de supremacía y absolutez del Corán. No cabe pensar escándalo mayor. Desde entontes incluso se ha introducido la sura inaugural del Corán en el misal oficial modernista de Schott. El jueves de la duodécima semana en el “círculo anual” pone: “En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso. Loado sea Alá, el Señor de los mundos, el clemente, el misericordioso, el Señor el Día del Juicio” (cit. por UVK, año 33, cuaderno 3, mayo/junio de 2003, p. 186). […] La concepción de la renuncia a la pretensión de absolutez de la Iglesia se expresa también con meridiana claridad en la siguiente confesión de un reformista francés. El padre Claude Geffre OP, profesor del Instituto Católico de París, decano de la Facultad de Teología de Le Saulchoir, director de la Escuela Bíblica de Jerusalén, escribe en Le Monde el 25 de enero de 2000: “En el Concilio Vaticano II la Iglesia católica descubrió y aceptó que no posee el monopolio de la verdad, que tiene que abrir sus oídos al mundo, que debe aprender no sólo de otras tradiciones religiosas, sino también de una nueva lectura de los derechos fundamentales de la conciencia humana. Todas las religiones tienen que abrirse a este consenso universal. Todas son llamadas por la conciencia de los derechos y la libertad del hombre. Aquellas religiones que se opongan a estas demandas legítimas están condenadas a reformarse o a desaparecer. En este contexto, reformarse significa admitir que abrirse a las exigencias de la conciencia humana moderna no está en oposición a la fidelidad al contenido de su revelación”» (EINSICHT, número 7 de septiembre de 2003).

En EINSICHT hemos enumerado reiteradamente las herejías contenidas en los documentos conciliares Lumen gentium (constitución sobre la Iglesia), Gaudium et spes (constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo), Nostra aetate (sobre la relación con las religiones no cristianas), el decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae y la constitución sobre la liturgia Sacrosanctum consilium. Sin embargo, quiero mostrar la tendencia inherente tomando como ejemplos algunos errores.
Supuestamente, en el nuevo rito de la consagración episcopal se recurre a elementos sacramentales y teológicos de la Iglesia oriental para alcanzar una propagación ecuménica. En el llamado Nuevo Orden Misal es determinante la tendencia a asimilar la misa a la celebración litúrgica protestante, de modo que se da una asimilación a posiciones protestantes que también cabe constatar en el nuevo rito de la ordenación sacerdotal, en el que el sacerdote que celebra el sacrificio pasa a ser un (mero) pastor que preside su comunidad. E incluso en la Declaración común de la Justificación, que el 31 de octubre de 1999 (día de la Reforma) firmaron el cardenal Cassidy y el presidente de la Federación Mundial Luterana Krause en la iglesia evangélico-luterana de Santa Ana en Augsburgo, se encuentra una mezcolanza de doctrinas católicas y luteranas.
Un momento muy grave del abandono de la posición católica, es decir, de la posición verdadera, se encuentra en la nueva doctrina que ya hemos citado sobre la Iglesia, que ya no es (est) la Iglesia de Jesucristo, sino que participa de ella (subsistit in), aunque se quiera decir que participa «considerablemente». Con este «subsistit in» se renuncia a la identidad de la Iglesia, como fundada por Cristo, con su fundador. Así es como Ratzinger habla de «polifonía» cuando quiere resumir en un compendio las doctrinas divergentes de las diversas confesiones cristianas.
Si se suman las tendencias, se llega al resultado de que la Iglesia reformista se ha separado de su auténtica fijación teológica, que estaba garantizada por el magisterio de la Iglesia (hasta el Vaticano II) y se ha encaminado a concepciones que el magisterio condena directamente como herejías. (Aquí encajan también las declaraciones del llamado cardenal Lehmann, que calificó a Lutero de «maestro de la Iglesia», y las benevolentes declaraciones de Ratzinger sobre este reformista).
Pero no sólo se asumen posturas erróneas, sino que al asumirlas se renuncia también a la pretensión de verdad que se asociaba con la doctrina de la Iglesia. Se renuncia a la verdad, es decir, a la reivindicación absoluta de su doctrina que la Iglesia hizo desde su fundación.
Ratzinger no negaría directamente que Cristo es Hijo de Dios, pero sí indirectamente, al definir a Cristo como aquel que adopta por completo la voluntad del Padre, es decir, que se hace Dios al adoptar una voluntad divina que también podrían seguir otros si cumplieran por completo la voluntad de Dios. Es decir, aparte de Cristo podrían surgir también otros hijos de Dios. Pero de este modo se destruye la doctrina de la Trinidad.
Estas desviaciones de la doctrina verdadera resultan en parte tan difíciles de desenmascarar porque, al tiempo que conservan la misma terminología, introducen conceptos distintos. Por este motivo, el fallecido Carlos Disandro de Alta Gracia en Argentina hablaba de un «engaño semántico». Vuelvo de nuevo al cambio de la concepción del matrimonio. Para la Iglesia preconciliar el matrimonio era un sacramento indisoluble que posibilitaba acceder a la participación de la vida divina, mientras que para la generación de hoy, marcada por la reforma, el matrimonio es un «asunto humano» basado en la simpatía, y como tal es disoluble.
Si hay un conocimiento que recorre como un hilo conductor mi vida profesional como coeditor y colaborador de la edición de la correspondencia de Karl Leonhard de la Academia Austríaca de las Ciencias, y que cada vez se ha confirmado más en el curso de mis investigaciones, es que desde fines del siglo XVIII hubo y hay un movimiento que se opone resueltamente a la revelación de Dios en Jesucristo y contra la Iglesia que Él fundó. Desde la aparición de los iluminados, que fueron fundados como orden secreta por Adam Weishaupt y que al principio se infiltraron en las logias masónicas, se desencadenó el combate intelectual contra el trono y el altar. Testigos de esta subversión fueron, entre otros, Ernst August Anton von Goechhausen, que editó en 1786 el Desvelamiento del sistema de la República Cosmopolita, en el que daba a conocer los objetivos de los iluminados (reimpresión en enero de 1993 como número especial de EINSICHT), el abad francés Augustin Barruel, cuya obra Datos memorables sobre la historia del jacobinismo salió publicada en traducción alemana desde 1800 en cuatro volúmenes en Münster y Leipzig, y August von Stark, que como teólogo evangélico tenía un cargo de profesor en Königsberg y cuya obra El triunfo de la filosofía en el siglo XVIII salió publicada anónimamente en dos volúmenes (Germantown, Eduard Adalbert Rosenblatt, 1803). Los tres autores hicieron ya desde el principio un buen trabajo de información sobre los verdaderos objetivos de esta orden secreta, que estaba estructurada conforme al modelo jesuita.
Desde entonces han pasado más de 200 años y los objetivos propuestos se han alcanzado. Desde el Vaticano II también la jerarquía de la Iglesia católica que ha apostatado persigue los objetivos del rechazo de la revelación, aunque esto se disimula no rechazando a la Iglesia como institución ni a su fundador, sino negando su carácter absoluto. En última instancia da igual si digo «he apostatado» o «las posiciones de la Iglesia sólo tienen un significado relativo, es decir, un significado subjetivo». Si digo que todo es igual de válido, entonces todo es indiferente.
Este desarrollo se produjo súbitamente y sorprendió  a los creyentes de todo el mundo y los conmocionó de forma imprevista, pues afectaba a la Iglesia como garante de la verdad, que en Pío XII había tenido aún un sólido pilar. ¿Quién iba a suponer que ya su sucesor, Juan XXIII, y el sucesor de éste, Pablo VI, habrían de dirigir las maquinaciones subversivas desde la silla de Pedro, después de que el plan de elevar a Rampolla a la silla de Pedro fracasara en el cónclave de 1903, cuyas ambiciones revolucionarias se descubrieron más tarde?
Pero como ahora la revolución se hacía desde arriba muchos fueron arrastrados al remolino, pues un cristiano católico consideraba que la autoridad Papal era inimpugnable. Muchos se dejaron engañar por una papolatría. (Los métodos y procedimientos de Pablo VI y los suyos han sido profusamente documentados en nuestra revista, sobre todo por S. E. Monseñor Ngô-dinh-Thuc.)
Nosotros fuimos testigos de estos procesos que se vendieron como reformas y se desarrollaron a la vista de todo el mundo. Se negoció abiertamente sobre todo sin que nadie protestara en serio ni enérgicamente. La diferencia con las crisis anteriores consiste en que la apostasía es universal y fue guiada desde arriba, es decir, por la jerarquía apóstata, con un abuso de la autoridad que estaba asociada con el cargo.

¿Cómo se podría superar la crisis eclesiástica? Algunas indicaciones sobre ello en forma de esbozo

Hemos mostrado el error principal y otras herejías para que, sobre la base de este diagnóstico, podamos enseñar también caminos para combatir esta profunda crisis de la historia de la Iglesia y los medios para contribuir así a la sanación de la vida de fe. Al minucioso diagnóstico debe seguir ahora una terapia que no trabaje sólo con los síntomas, sino que erradique el foco de la enfermedad.
¿Cuál podría ser un nuevo comienzo? ¿Cuáles serían los pasos más importantes? Las explicaciones que siguen deben considerarse sólo un primer intento de abordar la restitución de la Iglesia.
Ya en una «Declaración» (publicada en el número 3 de EINSICHT de agosto de 2000) enumeramos los criterios de una restitución de la Iglesia, que aquí quiero volver a exponer:

«Cristo fundó la Iglesia como institución de salvación –y no como mera comunidad de fe– para garantizar confiablemente la transmisión infalseada de su doctrina y sus medios de gracia. Por eso, la reconstrucción de la Iglesia como institución de salvación es exigida por la voluntad de fundador divino.
Para la restitución de la Iglesia como institución visible de salvación se necesita:
-    asegurar los medios de la gracia;
-    preservar y transmitir la doctrina de la Iglesia;
-    asegurar la sucesión apostólica;
-    restablecer la comunidad de los creyentes a nivel regional, suprarregional y de toda la Iglesia;
-    restituir la jerarquía;
-    restablecer la silla Papal (como principio de unidad).
Pero aquí surge un dilema. Por un lado, falta en estos momentos la jurisdicción eclesiástica necesaria para cumplir estas tareas, puesto que la jerarquía ha apostatado; por otro lado, cumplir estas tareas es el prerrequisito necesario para restablecer justamente esta autoridad eclesiástica. Pero el restablecimiento de la autoridad eclesiástica es exigido por la voluntad de salvación de Cristo. En mi opinión sólo se puede resolver este dilema si todas las actividades anteriores quedan bajo la reserva de una legitimación posterior y definitiva a cargo de la jerarquía restablecida. De este modo, por ejemplo, la celebración misal y la administración de los sacramentos sólo se puede legitimar de momento si se consideran bajo el aspecto de la restitución global de la Iglesia como institución de salvación y se someten a su valoración posterior a cargo de la autoridad restablecida y legítima.
Por tanto, la administración y la recepción de los sacramentos (incluyendo la celebración de la misa y la asistencia a ella) no estarían permitidas si se hicieran sin referencia a esta única legitimación posible, sin perjuicio de su validez sacramental.
A partir de estas reflexiones, y en las circunstancias dadas, se puede definir también la pertenencia a la Iglesia verdadera como el cuerpo místico de Cristo. Estos cuatro criterios que Pío XII expone en la encíclica Mystici corporis:
1.    recepción del bautismo,
2.    confesión de la fe verdadera,
3.    sometimiento a la autoridad eclesiástica legítima y
4.    no haber sido apartado de la Iglesia por la autoridad legítima a causa de gravísimas culpas (DS 3802)
tienen que modificarse en el punto 3., en el sentido de que por la falta de autoridad eclesiástica legítima los esfuerzos para restablecer la autoridad eclesiástica han de hacerse provisionalmente (es decir, hasta el restablecimiento total de esa autoridad) como un criterio sustitutivo».

Estos puntos representan los procedimientos para restituir la Iglesia en pasos concretos, pero aquí debemos examinar las condiciones generales para alcanzar este objetivo. Se trata de un primer intento.
1. Como la verdad absoluta sobre el mensaje de Cristo se ha perdido a causa de la relativización de la esencia de la Iglesia como único camino verdadero de salvación que mostró Cristo, quien edificó su Iglesia como institución de salvación en la que todos los problemas humanos pueden ser llevados a una solución, hay que establecer primero un concepto claro a) de Dios y b) en particular del Hijo de Dios hecho hombre.
El prerrequisito es la exposición filosófica de una filosofía de la religión basada en el saber.
2. Desenmascaramiento del engaño semántico con el que en los términos dados se introdujeron otros conceptos que alteraron el supuesto significado.
3. Como el mensaje evangélico y la doctrina se falsearon en todas partes es precisa una catequesis para un nuevo misionado de los creyentes.
4. A causa de su apostasía de la fe la jerarquía moderna es incapaz de restituir, por lo que hay que fundar una nueva jerarquía.
5. Exposición de los contenidos y las ideas religiosos en las diversas secciones del arte.

Lo que podría ser nuevo es el intento de querer desarrollar la condición para conocer la revelación de Dios en Jesucristo. Tengo que ser capaz de explicar por qué puedo reconocer legítimamente al Dios que se revela en Cristo, y no en el profeta Mahoma. Hasta ahora este acto de conocimiento se ha explicado así:

«La cuestión principal que hay que responder es por tanto cómo llega el hombre a estar en posesión de la doctrina verdadera de Cristo, o por expresarlo de forma más amplia y al mismo tiempo más correcta, cómo llega el hombre al conocimiento claro de la institución de salvación que se nos ofrece en Cristo Jesús. El protestante dirá que estudiando las Sagradas Escrituras, que son veraces. El católico, por el contrario, dirá que mediante la Iglesia, la única en la que el hombre llega a comprender las Sagradas Escrituras. Exponiendo con mayor precisión su postura, el católico continuará diciendo que es indiscutible que las Sagradas Escrituras contienen mensajes divinos y, por tanto, la verdad pura; aquí todavía no entra en cuestión si ésas son todas las verdades cuyo conocimiento nos es necesario o al menos muy útil en un sentido religioso y eclesiástico. Así pues, las Sagradas Escrituras son la palabra veraz de Dios. Pero en la medida en que el predicado de la infalibilidad se atribuye a las Sagradas Escrituras, nosotros no lo somos, sino que, más bien, nosotros sólo somos infalibles si hemos asumido en nosotros la Palabra, que en sí misma es infalible. Para esta asunción es absolutamente necesaria la actividad humana, que se puede equivocar. Para que en la transmisión de lo divino de las Sagradas Escrituras a nuestra posesión humana no se produzca ningún grave engaño, o quizá incluso una tergiversación completa, se enseña que el espíritu divino, al que se encomienda la dirección y la vivificación de la Iglesia, al unificarse con el espíritu humano, pasa a ser un tacto cristiano, un sentimiento profundo que guía con seguridad y que, al estar en la verdad, conduce también hacia toda verdad» (Adam Möhler, «Die Kirche als Lehrerin und Erzieherin», en: http://www.johann-adam-möhler.de/Lehramt/lehramt.html).

De este modo, el conocimiento se funda en un «sentimiento profundo que guía con seguridad», lo cual sin embargo no supone ninguna justificación para confiar en este sentimiento, sobre todo en una época en la que todo el mundo reivindica los sentimientos. Por eso, para alcanzar el conocimiento de Cristo como Hijo de Dios propongo algunos puntos sólo a modo de requisito: tengo que demostrar que hay un motivo justificado para reconocer como verdadera la religión que me llega transmitida por la tradición –en lo cual se basan también las demás religiones–, es decir, para  mostrar para la religión cristiana que yo puedo decir que Cristo es Hijo de Dios, que yo puedo decir justificadamente que es el manifestado que se ha hecho carne como el absoluto encarnado.
Postulado: la tradición debe contener un factor genético que me muestre el acceso a la persona absoluta, la cual luego tendrá que mostrarse y manifestarse como tal. Para toda persona, el problema de la búsqueda de Dios es que la fe es una gracia que yo no podría recibir sin la intervención divina. Así pues, Dios se me tiene que mostrar, tiene que abrirme la puerta a Él como persona con la que yo me relaciono, si es que es Él quien entabla el contacto (Evangelio de San Juan).
Mediante este factor genético en la tradición de la religión cristiana tendría que mostrarse:
a) La comprensión de la voluntad absolutamente santa de Cristo, que nos encontramos en el evangelio = amor/amor expiatorio. En la persona histórica de Cristo coinciden la realidad personal y la revelación divina: el absoluto en la manifestación personal concreta.
b) La tradición de esta voluntad santa a lo largo de la historia concreta mediante la transmisión interpersonal del amor que emana de Cristo. Los padres representan a Dios en la educación de sus hijos. Los santos se toman especialmente en serio la voluntad de Cristo y tratan de comprender de forma especialmente intensa una parte de su vida. El papel de los santos: son como estaciones relé que amplifican y reenvían señales que se han debilitado.
Si se conseguiera eso, se podría:
1. crear la base para la formación de una auténtica convicción de fe;
2. asentar la base para la pretensión de absolutez de la Iglesia;
3. descartar por convicción las propuestas de salvación de otras religiones, pues: «No tendrás dioses ajenos» (Decálogo);
4. acabar con el diálogo en la forma actual;
5. lograr la conversión regresando a la verdad de la revelación divina, asentada en la Iglesia católica, mediante la transmisión de la fe íntegra.

(EINSICHT de septiembre de 2013, número 3, pp. 73-84).
 
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