¡ NAVIDAD! ¡ NAVIDAD!
S.E. Mgr. Moisés Carmona R.
¡Navidad! ¡Navidad! tu nombre tiene encantos que arrebatan, hechizos que hacen que el mundo se estremesca de alegria, algo divino que nos trae felicidad... Y ¿cómo no, si nos traes envuelto en la blancura de tus nieves el recuerdo de una promesa, que se hizo al hombre y que ya ha sido cumplida? ¡Navidad soñada, navidad esperada! ¿Cómo engolfarnos en el anohuroso mar de todas tus dulzuras, sin antes pasar por el otro mar de todas las desdichas en que los hombres todos quedamos sumergidos? ¡Adán, Adán, nuestro primer padre! ¿Qué es lo que ha pasado? ¿por qué se nota melancolía en tu rostro cuando antes radiante lo mostrabas? ¿Qué es lo que hiciste, Adán? ¿qué hiciste del estado de santidad en que fuiste creado? ¿qué hiciste de los dones de que Dios te dotó, al colocarte en el paraíso terrenal? ¿dónde está esa gracia que te comunicaba la misma vida de Dios, que te hacía más semejante a El y que te constituía a tí y a todos tus hijos en herederos del reino de los cielos?
¡Adán, adán, que, creyendo en la diabólica serpiente y dudando de tu Dios, quebrantaste su precepto! ¿Cómo es que has causado esta catástrofe, causando tanto daño a la creación? Quisiste ser grande como Dios, sabio y poderoso como Dios... y he aquí que has quedado despojado de todas tus grandezas, a las que, sin mérito de tu parte, por Dios fuiste elevado. Te arruinaste Adán, y también tu posteridad, tus hijos todos quedaron arruinados. Tenías que heredarles la inmortalidad, la impasibilidad, la ciencia infusa, la integridad y sobre todo la GRACIA SANTIFICANTE, por la que todos serían hijos de Dios y herederos de su gloria. Pero pecaste, Adán; pecaste y lo perdite todo, dejando a tus nijos, que son todos los hombres en la más espantosa de todas las desgracias, en la esclavitud de aquel que te hizo soñar en grandezas imposibles. Pecaste, Adán, y tu pecado es grave porque, siendo tú una vilísima criatura, tuviste la osadía de desafiar a tu Criador. ¿Quedará impune tu pecado? Dios, que no perdonó a los ángeles que pecaron y que precipitados en el tártaro, los entregó a las prisiones tenebrosas, tendrá de tí misericordia? ¿Se compadecerá de tu posteridad, de tus aescendientes a quines sólo dejas el estigma de tu culpa? Cierto que ellos personalmente no pecaron ni se les puede imputar ese pecado, porque aún no habían nacido; pero todos los hombres descendemos de tí, somos tus hijos y quedamos sujetos a las consecuencias de tu catastrófica caída.
El pecado original, que es la privación de la GRACIA que eleva y santifica, será el estigma que marque nuestras almas.
¡Pero tiembla, Adán! ¡estremécete, Eva! porque Dios justamente indignado viene a exigir reparación. ¿Podrás darle tú la reparación debida? Aún cuando fueras un ángel y en sacrificio te inmolaras, jamás podrás dar a Dios la reparación que por tu pecado exige, porque la ofensa que le hiciste es infínita y nada infinito hay en la tierra con lo que pueda repararse.
Dios no se hace esperar... imponente y majestuosa resuena en el paraíso su divina voz: primero se dirige al padre ae toda la raza humana: "Comerás el pan con el sudor de tu frente"; luego a la mujer: "Tendrás a tus hijos con dolor" y, por último a la serpiente: "Pondré enemistades entre tí y la mujer, entre tu linaje y el suyo y él quebrantará tu cabeza".
Se ha salvado la posteridad de Adán. Quien de los ángeles no tuvo compasión, la tuvo de los hombres, porque en esas palabras está encerrada una promesa consoladora, la promesa de un Salvador, de un Salvador que dará a Dios la reparación debida, que el hombre no puede dar. Ese Salvador prometido será el que nosotros necesitamos, Dios y hombre juntamente. Hombre para que A Dios se ofrezca en sacrificio por el pecado, y Dios, para que a este sacrificio comunique un valor infinito y así reciba Dios la reparación debida por el pecado del hombre. Pero este Rdentor prometido ¿cuando vendrá? Dios no lo ha dicho, pero su palabra está empeñada y Dios es fiel a sus promesas.
Fuera ya del paraíso, el padre del linaje humano comenzó a sentir el peso de su culpa. Las criaturas, - a él antes sumisas - se rebelaban contra él; los trallazos del dolor le arrancaban gemidos angustiosos; vio en su hijo Abel los estragos irreparables ae xa muerte y, lo que más le atormentaba, era haber perdido la amistad de su Criador con quien antes sostenía coloquios aeliciusus.
Así pasaron los años, muchos años, siglos que parecían interminables ... Entre tanto, la posteridad de Adán se iba multiplicando: a una generación seguía otra generación, se formaron familias, las familias se convirtieron en tribus, las tribus en pueblos, los pueblos en ciudades, la tierra escaba ya habitada; pero lus hombres se habían olvidado del verdadero Dios y se hicieron sus propios dioses, dioses sanguinarios, a quienes sacrificaban víctimas humanas, o cuyos vientres llenaban de niños inocentes; los pecados llenaban toda la tierra y dando tumbos la humanidad rodaba de precipicio en precipicio y el Redentor no llegaba. ¿Será que Dios habrá olvidado su promesa? ¡Jamás! Dios aplaza sus descinios, pero los tiene a la vista.
Con el fin de preparar su venida escoge un hombre, sin duda el que era más grato a sus divinos ojos y al que promete el Redentor, como ya antes lo había prometido al padre del género humano. Este hombre escogido es Abraham. "Porque tú has creído - le dice - y no has rehusado sacrificarme a tu hijo único, te bendeciré y multiplicare tu posteridad, como las estrellas del cielo y como las arenas del mar y todas las naciones de la tierra serán bendecidas en un vástago de tu descendencia" (Gen.26,4).
Bien claro se ve aquí que el futuro Redentor, Hijo de Dios y verdadero Dios desde toda la eternidad, cuando llegue la hora señalada por el Padre, se hará hombre y como hombre, será descendiente del patriarca Abraham.
Los descendientes de Abranam se multiplican y forman pronto un numeroso pueblo; es el pueblo por Dios escogido, el pueblo que no tiene otro Dios más que el Dios vivo y verdadero, el pueblo milagrosamente defendido y milagroamente conservado, el pueblo judío. Entraba en los desinios de Dios que de este pueblo viniese el Redentor esperado. Por estó Dios lo rodeó de cuidados amorosos, lo protegió y defendió para que no pereciese a los goles de sus enemigos, que eran numerosos y querían exterminarlo. Al frente de este pueblo puso Dios iluminados conductores que lo educaban y preparaban para su misión divina, de tal manera que cuanto en este pueblo se hacia, tanto en su vida política como en su vida religiosa, era como una preparación a su venida y un anuncio de su proximidad. Como si esto no fuese suficiente, suscitó Dios hombres que viesen con claridad los acontecimientos futuros y los anunciasen, profetas que se fueron sucediendo en forma escalonada.
El profeta Isaías anunció que el Redentor nacería de una virgen, sin mengua de su virginidad; Miqueas anunció que nacería en Belén, David anunció que reyes orientales le buscarían para adorarle y ofrecerle donativos, Malaquías anuncia al Bautista que sería su precursor y que le prepararía los caminos, Zacarías anunció su entrada triunfal en Jerusalén y la traición de Judas, David anunció su muerte en la cruz... Cuando llegó la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, permaneciendo verdadero Dios y siendo Dios verdadero, vino a ser lo que no era: el Emanuel, Dios con nosotros, hombre como nosotros, el Hombre-Dios.
Este Hijo de Dios hecho hombre, fue concebido sin concurso humano y únicamente por obra del Espíritu Santo. Así lo ha enseñado la Iglesia y también las Sagradas Escrituras.
Esta concepción, aunque lue sobrenatural, fue también natural en sus efectos, es decir una concepción real y verdadera, puesto que el cuerpo de nuestro Señor ha sido un verdadero cuerpo humano y no un cuerpo aparente, como enseñaban ciertos herejes de los primeros siglos. El alma, creada por Dios para animar este cuerpo, ha sido también una verdadera alma humana, mucho más perfecta que la nuestra, pero de la misma naturaleza.
Creemos que este cuerpo y esta alma, en el mismo instante de su creación y de su unión fuero asumidos por el Verbo Eterno de Dios, de tal manera que la naturaleza divina y la naturaleza humana,aunque son distintas, no forman dos personas, sino una sola, la persona del Hijo de Dios.
Dios ha cumplido su promesa, la promesa que hizo a nuestros primeros padres, antes de expulsarlos del paraíso terrenal; las profesías han sido cumplidas: El Redentor prometido ha nacido en el lugar, en el tiempo y en las circunstancias que los profetas anunciaron; su madre ha sido una virgen, la Virgen María, sin mengua de su virginidad, como fue anunciado por Isaías.
¡Qué espectáculo conmovedor! El Hijo de Dios hecho hombre y permaneciendo verdadero Dios y siendo Dios verdadero, en una cueva, recostado en un pesebre y en una noche inclemente... ¿En dónde está el pueblo elegido que no se ha apresurado a recibirle? ¿en dónde esse pueblo que gemía y suspiraba por su venida? ¿En dónde los hijos de Judá portadores de la divina promesa? ¡No, Señor! Los de tu pueblo no te recibirán, porque no has venido como ellos te esperaban.. ¿Quién va a creer que eres el Redentor prometido naciendo como naciste en una cueva maloliente? ¿Quién va a ver en tí al Verbo de Dios, recostado, como estás, sobre las pajas de un tristísimo pesebre? Los hijos de Judá, Señor, tienen delirio de grandezas y no soportarán nunca que seas su Redentor, viniendo como has venido tan pobre y tan humilde ...
Otros, Señor, son los que extienden sus brazos para recibirte. Ellos no son descendientes de Judá; pero lo son del primer hombre que Tú plasmaste con tus divinas manos, de ese hombre que, seducido por la infernal serpiente, quebrantó el precepto que le diste; nosotros los desheredados, somos los que te anhelamos, los que descendiendo de un padre infinitamente culpable, cargamos en nuestras almas con todo el peso de su culpa.
¡Ven, Señor, ven con nosotros y ese "Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad" que en aquella noche los ángeles entonaron, se escuche fuertemente. Que lo oigan todos los hombres, que lo escuchen esos que son tenidos por "grandes", los que se dicen "poderosos", los conductores de los pueblos; que lo oigan los ricos, que lo oigan los pobres, que lo oigan hasta los sordos para que ya no haya odios, ni recores, ni guerras, ni injusticias que las provoquen.
Queremos tu paz, la tuya, Señor, la que nos has traído, la que los ángeles pregonaron; no queremos la paz de los esclavos a los que leyes oprobiosas tienen encadenados y no tienen ningún derecho; no queremos la paz que despoja al hombre de su libertad y lo envilece. Queremoe tu paz, la tuya, porque es paz que dignifica.
Dánosla, Señor.
Acapulco 9- Diciembre 1983 sig. Moíses Carmona
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