AUTOBIOGRAFIA DE SU
EMINENCIA MONSEÑOR PIERRE MARTIN NGÔ-DINH-THUC
Toulon, 13 de febrero de 1978
„Enséñame, Señor, tus caminos.“
Con el año del Señor 1978 entro en el octogésimo año de mi vida. Por
eso me parece momento de lanzar una mirada a mi vida pasada: niñez,
juventud, madurez; seminarista, sacerdote, obispo y arzobispo.
Sólo una palabra para describir esta época: ¡éxito! Nacido en una
familia católica practicante, me fueron dados todos los ejemplos para
la fe, como al pequeño Jesús, en sabiduría ante Dios y ante los
hombres. Pero se da una deficiencia por mi parte: mi culpa. En cuanto
al intelecto, comencé a esforzarme en las hábiles manos de hermanos de
escuelas cristianas. Habría que decir que para mí comenzó expresamente
en Hue, pues yo era el número 12 en su registro de alumnos. Nuestro
director, el T.C.F. Aglibert Marie, era un educador santo. Otro fue el
hermano Neople, que había sido educador del rey Ham-nghi. Había sido
expulsado de Francia a Túnez. Había aún otro hermano, un bretón, que
era la santidad personificada, siempre rezando el avemaría con su
rosario. Allí había también hermanos vietnamitas, sobre todo el muy pío
hermano Georges.
También cuando yo me desviaba del camino de la virtud eso era mi
grandísima culpa. El éxito en mis estudios se puede explicar muy
fácilmente: yo era el primero en todo. Todo me resultaba muy fácil. Mis
ejercicios escritos los terminaba en un tiempo brevísimo, y las
lecciones me las aprendía en unos minutos: el resto del tiempo me
aburría. Por eso, los castigos concernientes a la regla recaían siempre
sobre mí. El peor castigo era tener que arrodillarse delante de las
letrinas... con la puerta abierta. Aquellas letrinas eran fosas
abiertas al cielo pululantes de gusanos... Bajo las rodillas había a
veces cortezas de jacquier jalonadas de espinas.
Aquellos castigos, si se los compara con los actuales, eran duros. Pero
eran eficientes, y como chaval de seis años yo siempre estaba
agradecido a mis maestros. Ellos me abrieron los ojos sobre mi carácter
ocioso, propiciado por una facilidad demasiado grande para aprender. El
único reproche que hago a mis maestros es que no supieron cómo rellenar
el tiempo libre que me quedaba, excepto así: de rodillas ante las
letrinas mirando los gusanos.
A la edad de seis años comencé mis lecciones de francés con los buenos
hermanos. Con diez años me preparé para la primera comunión. También en
esto los queridos hermanos me prepararon bien, explicando el catecismo,
de manera que todos, tanto los católicos como los paganos, tenían que
aprenderse las preguntas y las respuestas. A primera vista este método
parece hoy pasado de moda, pero es eficiente para la vida. Pues es una
gracia para la vida que mis compañeros de escuela paganos fueran
bautizados, al menos in articulo mortis, en ese momento decisivo para
la vida eterna. El catecismo, inscrito a fondo en la memoria del
moribundo, le sugería llamar al sacerdote y exigir el bautismo. La
memoria es como una biblioteca en la que, con tiempo, se puede hallar
la obra correspondiente.
La primera comunión la recibí fervorosamente en la hermosa capilla de
los queridos hermanos. En la Santa Mesa estaba rodeado de mi familia.
Luego, un año después, recibí la confirmación. Aquí se dio una
circunstancia que habría de ser decisiva para mi vida espiritual. En la
capilla de los hermanos estaba acompañado de mi padre. Allí vi a un
misionero cuyo rostro me recordó a Cristo, y pedí a mi padre que
peguntara al misionero si quería ser el padrino de mi bautismo. El muy
amigable padre aceptó. Pues bien, él era profesor del Gran Seminario de
Hue, y cuando yo ingresé en este seminario, fue uno de mis profesores.
Era un sacerdote de una sencillez e inocencia angelicales. (Acabó
molido por el hambre y los malos tratos en los bosques a los que lo
habían expulsado los comunistas.) Más tarde llegó a ser prior de los
cistercienses de la observancia estricta en Phuöc-Son (monte de las
bienaventuranzas). Allí lo había enviado el obispo de Hue, Monseñor
Joseph Allys, un bretón, para ayudar al padre fundador, el R.P. Denos,
un santo, un intelectual –pero por desgracia no dotado de sentido para
lo práctico–, y sobre todo a sus religiosos, de los que encima un gran
número eran tuberculosos y estaban mal alimentados. El Padre
Mendibourne, mi padrino, un hombre práctico, logró proveer a los pocos
hombres que tenía de modo justo pero suficiente. Tras la muerte del
padre fundador, mi padrino fue nombrado prior. Su cuerpo descansa ahora
desde hace diez años en el monasterio cisterciense cofundado en
Thu-Due, cerca de Saigón. A este mártir, a quien he de agradecer mi
vocación al sacerdocio, tengo que estarle agradecido.
Vocación al sacerdocio: ser pescador de hombres. „Yo soy quien te ha
llamado.“ „Todo se ha hecho para vuestra servidumbre.“ De hecho yo no
sabía nada de la tarea de un sacerdote. Dos personas decidieron
enviarme al pequeño seminario de Anninh en la provincia de Quang-tri:
mi padre, que había sido antiguo seminarista, y un sacerdote muy
espiritualizado de la misión de Hue. Mi padre le dijo al sacerdote: „De
mis numerosos hijos deseo sacrificar al Señor aquel de quien creo que
es el mejor, inteligente y superior al promedio. Sobre todo tiene que
aprobar su certificado de primaire français. En mi opinión, una vez que
haya logrado este certificado tiene que ser enviado al pequeño
seminario.“ El Padre Dong –así era su nombre– le respondió: „No, eso le
metería ideas mundanas.“
El Padre Dong tenía sus motivos, pues en aquella época con el
certificado primaire se podía conseguir un buen puesto en la
administración francesa, y un buen sueldo. Mi padre vio que el Padre
Dong tenía razón y decidió hablar con nuestro párroco en la parroquia
de Phu-Cam, el Padre Allys. (Este habría de ser más tarde vicario
apostólico de Hue.) En nuestras misiones no se ingresaba en un
seminario sin haber sido presentado por un sacerdote, que era el padre
espiritual de uno. Mi padre me mandó por tanto al Padre Allys, para
ayudarle en la misa, ocuparme del servicio de la mesa, acompañarle
cuando iba a visitar enfermos, o ayudarle cuando administraba otros
sacramentos. Mi padre se esforzaba en iniciarme en los fundamentos
iniciales del latín eclesiástico, comenzando con „rosa, rosae“. Era un
perfecto latinista. En una ocasión, durante la persecución, había
estado en el seminario general de la misión extranjera, concretamente
en Malasia, en la isla Poulo Pinang, que era un lugar de huida para los
seminaristas de la misión extranjera de París, donde japoneses, chinos,
siameses y vietnamitas se abrían paso a codazos. Allí sólo se hablaba
latín. Uno sólo regresaba a su patria una vez que había terminado los
cursos del pequeño o del gran seminario. El candidato cumplía allí su
período de prueba como catequista en una parroquia o como maestro en el
pequeño o el gran seminario. Después de superar el período de prueba
era consagrado. Mi padre pasó su período de prueba en el gran seminario
de Hue. No llegó a hacerse sacerdote, y tuvo que ver cómo sus alumnos
iban siendo consagrados. Tuvo que permanecer laico, porque Monseñor
Caspar, el obispo, un alsaciano, había fijado un número determinado de
elegidos y mi padre no estaba incluido. Fue excluido sin motivo en el
número de los elegidos. Entonces se empeñó en ser profesor de filosofía
en el seminario hasta cumplir los treinta años. Por fin le llamó el
director del seminario y le dijo: „Mi pobre hijo, aunque usted se quede
aquí hasta cumplir los cien años jamás será consagrado, pues, sin que
sea culpa suya, usted no está incluido en la lista de los elegidos de
Monseñor Caspar. Pero usted tiene una madre anciana que no tiene
ninguna ayuda. Tiene usted que regresar allí para cuidarla en sus
últimos días. Aquí tiene usted algo de dinero para el barco que lleva a
la gente del seminario a la otra orilla del río „del perfume“.“
Mi padre obedeció, recogió su hatillo y regresó al lado de mi abuela.
Entonces fue al párroco de la parroquia de Phu-Cam, el Padre Allys,
para pedir ayuda. Este le proporcionó un puesto de traductor (de latín
para los oficiales de marina, una circunstancia que abrió Vietnam para
la dominación francesa). Gracias a esta circunstancia mi padre tenía
algo para vivir, podía alimentar a su madre, pudo casarse y
perfeccionar su francés, que él hablaba igual que escribía. Mi padre
conservó un profundo agradecimiento al seminario de Hue, y todos
aquellos años nos llevó a visitarlo y a darle al Padre ecónomo una
determinada cantidad de dinero para ayudar a los seminaristas que
ingresaban. A menudo nos decía: „Todo se lo agradezco al seminario:
educación, reglas de vida; mi deuda nunca estará pagada.“ Por eso me
corresponde a mí pagar el resto de la deuda. A la edad de doce años
llegué a Anninh. Llevaba un pequeño paquete de ropa y algunos dulces
que mi santa madre me había metido. A sus oraciones y a su amor heroico
hacia los pobres he de agradecer mi fidelidad a mi vocación. Por
consiguiente, no soy yo quien deseaba ser sacerdote. Jesús me ha
elegido y llamado. Me correspondía ser un pescador de hombres y no un
ladrón, como El llamó a Judas.
El seminario de Anninh tiene su historia, una historia trágica, pues
durante meses fue asediado por los „formados“ y defendido por los
seminaristas y los cristianos de la parroquia vecina. El mando del
regimiento de la defensa lo formaban los catequistas que dirigían la
batalla. Se escaparon al centro del edificio, y tenían tanto
miedo que se ensuciaron los pantalones. El seminario pudo defenderse
hasta la llegada de una tropa francesa que había llamado un misionero.
Pasé ocho años en este seminario, aunque los estudios los había acabado
en cuatro. Pero los profesores creyeron que para reprimir mi
comportamiento arrogante tenía que ajustarme a la velocidad de la casa.
Con toda certeza mis profesores obraban de buena fe y seguro que tenían
razón, un derecho sobrenatural, sin duda, pero la ociosidad impuesta,
obligada, sin darme a la vez una indicación de cómo debía pasar con
provecho los cuatro años de no hacer nada me acarreó tantos castigos
que poco faltó para que me echaran del seminario. Aquel a quien la
providencia había escogido para vigilarme y castigarme era un misionero
de gran virtud, pero de una facultad de juicio patentemente mediocre.
Esta falta de juicio lo había acreditado como incapaz de administrar
una parroquia. Los miembros de su parroquia se habían revuelto contra
sus extrañas ocurrencias religiosas. Luego el obispo le envió como
profesor de último curso al seminario, pues no era especialmente bueno
en latín. Había repetido varias veces sus estudios: una vocación
tardía. Su falta de juicio lo había excluido del matrimonio: las chicas
habían huido de él. Incluso el ejército lo había expulsado, pues en los
ejercicios de tiro había disparado varias veces sin pensar, matando con
ello a varios compañeros. Por eso a este piadoso marsellés sólo le
quedaba una única salida: el seminario, y aquí el seminario de la
misión extranjera, que reclutaba a sus miembros de entre las gentes
jóvenes y piadosas pero un poco aventureras. Estas eran escogidas para
convertir a los pueblos retrógrados, pues aquí se podían cosechar los
laureles del martirio o correr aventuras que ya no había en un mundo
civilizado.
En nuestra misión de Hue conocí a un buen número de estos aventureros
del buen Dios, entre los que brillaba especialmente mi profesor de
estos ocho años. El valiente padre se hallaba ante un joven que había
hecho sus deberes y se había aprendido la lección en unos minutos, pero
que luego trataba de rellenar su tiempo libre con diversiones
inocentes, por ejemplo esconder un pequeño gorrión en el pupitre, que
hacía ruido cuando el profesor reclinaba ante sus alumnos „rosa,
rosae“. Por eso, mi sitio en la clase era por lo general el púlpito,
arrodillado ante el padre o fuera de la clase. Fuera de la clase,
cuando los seminaristas estaban juntos en la sala de estudios y el
padre echaba un vistazo a mi sitio, a mí me sorprendía que justamente
yo hubiera de hacer ruido, lo que tenía como consecuencia: Thuc, de
rodillas.
Con bastante frecuencia, y más bien de modo imprevisto, la providencia
deparó reencuentros entre nosotros dos. De este tipo fue el encuentro
entre mi profesor, que llevaba ocho años en el gran seminario de Hue, y
yo, que acababa de llegar de las universidades romanas y de la Sorbona.
En aquella época a mí me acababan de nombrar profesor de las Sagradas
Escrituras. Mi ex-verdugo vivía en el seminario, donde tenía su
habitación y su pensión. Todos los días, en calidad de sacerdote de la
institución, iba al orfanato que era dirigido por las hermanas de
Chartres, a visitar a los pequeños huérfanos. En cuanto a las
travesuras en el pequeño seminario de Anninh, cuya separación él había
propuesto varias veces, el padre era la bondad en persona. Hasta aquí
bien, pero el padre se quejaba de que su antiguo alumno hubiera
cambiado, tanto, es más, que fuera aún peor.
Como ya he dicho, este padre era un hombre santo y era confesor de
varios grandes seminaristas, a los que llevó a las altas cimas de la
santidad y a quienes imponía una curiosa penitencia. En realidad, el
pobre padre padecía de hemorroides y tenía que cambiarse a menudo de
pantalones. En cierta ocasión, estos indecorosos „asuntos“ suyos los
había puesto a secar, de modo poco elegante, sobre dos setos de te que
adornaban el majestuoso paseo que llevaba a los visitantes desde las
monumentales puertas del gran seminario hasta el edificio en el que
vivían los padres. El padre Roux, que era el padre superior, puso sus
reparos a esta extraña exposición de pantalones, ampliada a los dos
setos, que estaban recortados de igual modo. Esto se lo dijo a sus
compatriota sin ningún rodeo. Aquél acató la observación con humildad,
y desde entonces secaba sus pantalones ensuciados sobre su amplio
reclinatorio, donde los seminaristas que él confesaba se arrodillaban
para confesarse y escuchar sus largas y piadosas explicaciones,
perfumadas con el poco católico olor de la ropa del padre. Una
penitencia añadida que ni aun los más afamados confesores de nuestra
Iglesia hubieran podido idear. Discúlpese este largo exordio, que pese
a todo sólo subraya la santidad de mi ex-profesor y la paciencia de los
penitentes vietnamitas.
En el gran seminario de Hue estudié filosofía tomista bajo la dirección
del padre Roux, un sacerdote cuya característica era „buscar con
reflexión clara“. Era un buen profesor. Fue para mí uno de los maestros
espirituales mandados por la providencia. A este hombre he de darle mi
más cordial agradecimiento. A él, que era de una inteligencia sólo
mediocre, pero que merced a sus escrúpulos por querer hacer las cosas
mejor era un gran hombre. Por primera vez comprendo que Dios desea de
todos nosotros que nos hagamos semejantes a él. La confesión no
consiste sólo en sacar a la luz los propios errores para aliviarse
mediante la absolución, sino la búsqueda del mejor camino para llegar a
Dios, para adivinar los obstáculos que obstruyen este camino, los
diversos obstáculos según el temperamento de la persona: soberbia,
sensualidad, pereza... Dicho con una palabra: los pecados capitales,
vencidos los cuales se despeja nuestro ascenso hasta Dios: un trabajo
que puede durar toda la vida. Este fomento puede acelerarse con la
sobreabundancia de la gracia divina. Respuestas a una nobleza mucho
mayor del alma.
El Padre Roux se caracterizaba porque nos daba sus directivas para la
vida. Nos ayudaba cargándonos con sacrificios para proporcionarnos la
necesaria „letra pequeña“. Por eso he de estar agradecido a este
auténtico sacerdote del buen Dios. Entendí lo que tenía que hacer para
ser sacerdote: hacerme otro Cristo. Que Dios recompense cien veces a
este sacerdote que me mostró la tierra prometida, el ascenso a Dios, el
salvador del mundo. Puede ser que este ascenso escarpado esté marcado
por reveses, pero ahí está el goal para hacernos conocer que ésa es la
esperanza del triunfo.
Aquí me decidí a ir a Roma para terminar mis estudios para sacerdote.
¡Qué predilección del buen Dios! Pero qué sacrificios para mi padre,
que, conteniéndose las lágrimas, me acompañó a la estación de Hue
sabiendo exactamente que era la última vez que me vería en este mundo.
Pero su sacrificio fue aceptado. Aún tuvo tiempo de llegar a saber que
yo fui consagrado acólito y al mismo tiempo subdiácono. Pero como
sacerdote ya sólo me vio desde el Paraíso. Mis estudios en Roma, desde
el punto de vista humano, fueron una serie única de éxitos: conseguí
todos los premios. Doctor en filosofía, en teología, en derecho
canónigo, con la puntuación „sobresaliente“ o „notable“. Luego el
permiso para enseñar en la Sorbona.
En 1927 regresé a Hue. En aquella época fui nombrado profesor de los
hermanos vietnamitas, fundados por Monseñor Allys. Luego profesor en el
gran seminario, luego director de estudios del Colegio de la divina
providencia, desde donde, llamado por el Espíritu Santo, seguí para
ocupar la sede del vicariado apostólico de Vinh-long.
Fui el tercer vietnamés llamado al episcopado. El primero fue Monseñor
J.B. Nguyen-ba-Tong, un conchinchino, nombrado para Fat-Diem en Tonkin.
El segundo, Monseñor Can, mi hermano espiritual y luego hijo espiritual
de Monseñor Allys, ocupaba en Vinh-long un vicariado apostólico que se
había separado del gran vicariado de Saigón, del cual era obispo el
santo Monseñor Dumortier. Fue en 1938. Yo tenía 41 años. Después de
haber sido elegido obispo titular de Sesina el 8 de enero de 1938, fui
consagrado el 4 de mayo de 1938.
El buen Dios me ayudó en la administración de esta diócesis: para
edificar un seminario y para dar a las parroquias su „autosuficiencia“.
Surgió una diócesis modélica. Vinhlong ha dado ya a la Iglesia
vietnamita dos obispos, y otro obispo fue ordenado últimamente
coadjutor. Yo mandé a estos tres obispos a Europa para que hicieran los
estudios superiores. Además de la administración de mi diócesis, la
Santa Sede y el episcopado me confiaron la fundación y la organización
de la Universidad de Dalat. El buen Dios me ayudó. Con el dinero que se
había ganado con el sudor de la frente pude construir esta Universidad,
aprovechando un bosque aproximadamente a 30 kilómetros de Saigón, y lo
hicimos a un ritmo americano. Encontré profesores que estaban tan
dotados como los rectores que me reemplazaron. Todo esto eran los
presupuestos necesarios para la existencia de esta institución, todo
como corresponde a los rectores de las más diversas universidades.
Partimos con una cantidad inicial de 2 millones de dólares. Han pasado
desde entonces más de 15 años, y esta Universidad es considerada hoy la
mejor de Vietnam.
Finalmente, el 25 de noviembre de 1960 me trasladaron a la
archidiócesis principal de Hue, ahí donde el 6 de octubre de 1897 vi la
luz del mundo. Este viaje, que a los ojos del mundo resultaba
brillante, fue detenido por la voluntad del „Papa“ Pablo VI, quien con
73 años me impuso la dimisión para dar la plaza a su hijo, el Monseñor
Philippe Nguyen-Kim-Dien. Digo „su hijo“ porque el Monseñor Dien
comparte la política oriental del actual „Papa“.
Aquí comenzó mi cruzada, con la que el buen Dios me dio a conocer el punto de inflexión de mi vida.
Deo gratias!
|