El Concilio Vaticano II fue convocado por iniciativa de Juan XXIII, con
el sobrenombre de „el bueno“, pero en mi humilde opinión este Papa muy
pío y muy santo, era un débil. Él reconoció este fallo de su carácter.
A él se podrían aplicar las palabras: „Video meliora, deteriora
sequor“, „quise lo mejor e hice lo peor.“
Juan XIII quería un renacimiento de la Iglesia y tenía un hermoso
programa para ello. Pero, ¡ay!, no pudo resistir a los hombres de la
Iglesia que querían modernizar la Iglesia de Cristo con ayuda del mundo
moderno, el „in malo positus“, que se ha vuelto al mal. Pues estamos en
la generación que precede al „fin del mundo“, donde se librará la
última batalla entre Satán y Dios: la batalla decisiva que, después de
algunos vuelcos del destino, terminará con la derrota de Lucifer y el
triunfo final de Cristo, con el Juicio Final.
Satán tenía como armada al comunismo ateo. El comunismo del judío Karl
Marx es exteriormente seductor: quiere el bien del pueblo, una justicia
mayor y distributiva, quiere destruir el capitalismo sin Dios, en el
que el único objetivo es la ganancia del individuo con la explotación
de los trabajadores, de los obreros. Eso es laudable. Pero su fin no va
más allá de eso: la felicidad, el Paraíso en este mundo. Para él no
existe el cielo. Para él, la religión es sólo el opio del pueblo, para
entumecerlo, del pueblo al que los capitalistas hacen trabajar para
llenar las arcas, conforme al modelo de los perros de caza a quienes se
mantiene para conseguir caza. Es por tanto el descendiente directo de
los filósofos de la ilustración con Voltaire a la cabeza. Así pues, el
lema era: „Ecrasons (sic!) l‘infâme“: „destruyamos al infame, a la
Iglesia católica, a Jesucristo“.
Ciertamente, la Iglesia de Cristo, en la persona de algunos de sus
superiores, de algunos Papas, se ha apoyado en los poderosos, en los
ricos, creyendo encontrar ahí ayuda para el triunfo de la Iglesia.
Estos Papas no han entendido la estrategia de Jesucristo:
bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los que sufren
persecución. La Iglesia avanza con la cruz, y no con el dólar.
El Vaticano II tendría que haber comenzado recordando este principio:
al triunfo con la cruz, al triunfo con el martirio. Así pues, fuera con
el comunismo sin Dios, o mejor, contra Dios. El Paraíso del comunismo
es lo mismo que el del capitalismo: un Paraíso terreno.
El trabajo que Dios creador ha impuesto al hombre es para el
desarrollo, para el perfeccionamiento de sus capacidades intelectuales,
sobrenaturales y corporales, y no para el único fin de llenarse la
barriga. El Vaticano II parece tener el mismo objetivo que el
comunismo: la felicidad temporal del hombre. Por eso se llegó al
siguiente escándalo: prohibición del más pequeño ataque al comunismo.
De ahí el dogma de la „bondad natural de todo tipo de fe“. De ahí el
triunfo del axioma protestante de libertad de pensamiento y
equivalencia de todas las opiniones religiosas. De ahí el esfuerzo por
hacer más fácil la religión católica, decretando la inocencia para
aquellos ordenados que ya no rezaban el breviario ni hacían ya ninguna
meditación. La redacción de una misa común para católicos y
protestantes, los primeros seguidores de la doctrina de la
transsubstanciación y los segundos sin creer en ella, sino afirmando
que la misa es sólo una conmemoración de la Última Cena, es decir, que
no es un „Mysterium fidei“.
El Vaticano II no se atrevió a prohibir la misa en latín, el idioma
común de la cristiandad, sobre todo en la parte central de la misa, el
canon, pero permitió el uso del idioma de cada país para las otras
partes, supuestamente para que los creyentes pudieran oír y comprender
mejor la misa. Pero ahí se olvidaron de que los creyentes pueden seguir
muy bien la misa que el celebrante da en latín con ayuda de un misal
bilingüe. En la „nueva misa de Bugnini“, de mutuo acuerdo con los
protestantes, sobre todo con los monjes protestantes de Taizé, que son
los patriarcas de la Iglesia moderna, se ha suprimido el idioma
oficial de la Iglesia latino-católica, que es además la lengua
diplomática en Europa [el latín fue lengua diplomática en Europa hasta
la Paz de Westfalia en 1648; desde entonces, fue el francés].
Se creía que esta concesión del Vaticano II a nuestros hermanos
separados traería a los protestantes a nosotros. Pero no se produjo un
regreso al catolicismo, sino que esta abreviación de las oraciones, de
la meditación, esta preferencia por la acción, ha causado de muchos
modos el abandono del sacerdocio: ¡cuántos matrimonios de sacerdotes y
religiosos se celebran, cuántas monjas abandonan el convento! ¡Ya no
hay vocaciones! Ni para el seminario ni para las órdenes. Sucesión la
hay sólo en las órdenes que fueron estrictas y permanecieron fieles a
sus antiguas reglas.
Las iglesias se vacían. La nueva misa, en la que el sacerdote ya sólo
es el presidente de la reunión, y ya no el único que sacrifica, tiene
cada vez menos asistentes. Cada país tiene su propia misa que se ajusta
a la mentalidad de su pueblo: los japoneses se sientan sobre los
talones en torno a una estera como altar. En lugar del monumental
crucifijo que preside nuestras antiguas iglesias, hay una cruz
pequeñita sobre una pequeña mesa que hace de altar, sin piedra de ara.
La misa se despacha en veinte minutos. Los pocos comulgantes comulgan
de pie y no de rodillas, reciben la hostia en la mano y luego la
mastican como un caramelo, en lugar de recibirla con la lengua. La
confesión de oído ya no está de moda, uno se conforma con el confiteor
de la misa a pesar de las advertencias de la Santa Congregación para la
Propagación de la Fe. El sacerdote celebra la misa de espaldas al
tabernáculo.
Ahora se entiende la revuelta de Monseñor Lefebvre, el triunfo de su
seminario en Ecône y la multiplicación de sus prioratos en Francia y en
otras partes, y el malestar en todos los países de Europa y América. El
futuro de la Iglesia está amenazado por la falta de vocaciones. El
marxismo triunfa en todas partes. África es atacada por los cubanos de
Castro. Sudamérica, donde antes reinaba sin discusión la religión
católica, está escindida por la lucha entre tradicionalistas y
partidarios del Vaticano II. La Rusia soviética es activa en todas
partes, su flota es la más fuerte del mundo, su presupuesto militar
supera al de los Estados Unidos. Se inmiscuye en África, en Suramérica,
en todas partes, incluso en el Vaticano, donde Pablo VI, a pesar de
tantas decepciones en su política, sigue con la mano tendida a los
comunistas.
Lo que se acaba de decir permite comprender mi papel en el Concilio:
mis pocas intervenciones tuvieron como objetivo defender a la Iglesia
de Cristo frente a los ataques modernistas, frente a la degradación de
la Iglesia a cargo del partido modernista bien organizado bajo la
dirección de Suenens y de otros prelados como Marty, el actual
arzobispo de París. También tengo que añadir que la mayoría de los
padres conciliares, sobre todo de Norteamérica, no entendía bien el
latín, el idioma oficial y obligatorio del Concilio. La mayor parte de
los debates conciliares se la pasaron en los dos cafés instalados en
San Pedro, bebiendo café o coca-cola, y sólo volvían a la hora de votar
en el aula del Concilio, sin saber bien sobre qué tenían que votar.
Votaban al azar, unas veces con SÍ y otras con NO (para variar, como
decían), y estos votos se consideraban oficialmente „inspirados por el
Espíritu Santo“, y se contaban para ver cuál era la „mayoría“. Vi a
otros padres –muy pocos– que no iban a los cafés a llamar al Espíritu
Santo, sino que se quedaban en sus asientos rezando el rosario y luego
le preguntaban al vecino qué era lo que tenían que votar.
En el Concilio se tendría que haber introducido la innovación de las
traducciones simultáneas, sobre todo al inglés o al francés, para que
todos supieran de qué se trataba, para poder votar en conciencia y
cumplir el papel de padre conciliar con conocimiento pleno. Todos
vieron cómo un cardenal americano, tras un par de sesiones, abandonaba
el Concilio y regresaba a América. Dijo que su presencia en el Concilio
era menos útil que regresar a la patria del dólar para recoger ahí
dinero, porque el Concilio costaba mucho dinero a la Santa Sede a causa
de las instalaciones alquiladas en la Basílica de San Pedro durante
toda la duración del Concilio. Y las cantinas exigían gastos enormes.
En el Concilio se vieron también muchos cambios de opinión. Prelados
que al comienzo eran tradicionalistas encarnados, después de un par de
sesiones se hacían modernistas, en cuanto veían que Pablo VI (que no
estaba en el Concilio, supuestamente para mostrar que no quería influir
en las opiniones de los padres, pero que seguía los debates por radio)
estaba a favor de los modernistas. Así que cambiaron de partido, para
no ser descartados más tarde para los altos ministerios eclesiásticos y
sobre todo para el solideo púrpura de la dignidad cardenalicia. Así
hizo por ejemplo el secretario de la Santa Congregación del Index, hoy
Congregación para la Propagación de la Fe, que traicionó a su superior,
el venerado cardenal Ottaviani, para seguir a Suenens.
La revisión de los votos y las intervenciones de los padres
conciliares, que están guardadas en los archivos del Vaticano,
confirmarían mis afirmaciones. No hemos de asombrarnos de este estado
de cosas. Los Concilios anteriores habían mostrado los mismos
fenómenos. Un Atanasio luchó casi solo por la fe recta, y tuvo que
emplear una energía y una paciencia inmensas para obtener una mayoría.
Sólo que, en su época, eran unos cientos de padres conciliares,
mientras que el Vaticano II contó con más de 2.000 participantes. Los
obispos se escogieron menos a causa de sus conocimientos teológicos que
merced a su destreza y sus relaciones con los nuncios y los delegados
apostólicos, que indican a los dicastéricos romanos los sucesores para
las sedes episcopales vacantes.
Mi presencia en el Concilio lejos de Vietnam me salvó la vida. De lo
contrario, me habrían asesinado como a mis tres hermanos, el presidente
Diêm, Nhu y Cân. Pues mientras mis colegas de Vietnam del Sur
regresaban a Vietnam al término del Concilio, los americanos forzaron
al gobierno de Vietnam del Sur a que me negara el visado para el
regreso. Sin decirlo abiertamente, pues no había motivos para negarme
este regreso: la embajada vietnamita me pidió que tuviera paciencia
mientras se ponía en contacto con el gobierno de Saigón. Esperé algunos
meses y pedí ayuda al Santo Padre, par que me diera este permiso para
regresar.
No sé qué hizo el Pablo VI, pero aprovechó la situación de
que yo no podía regresar a mi arzobispado en Hué para obligarme a
dimitir y nombrar en mi lugar a su favorito, Monseñor Diên.
Para no relajarme en la ociosidad, pedí hacer servicios en Italia como
vicario en una parroquia, lo que no me sería difícil, pues hablo
fluidamente el italiano y amo a los italianos. Primero me dirigí a la
abadía de Casamari. El muy venerable abad me había conocido cuando
acompañé ahí a Monseñor Lê-hûû-Tu, un cisterciense que pertenecía a la
misma orden que el de Casamari, una abadía muy antigua, fundada por San
Bernardo de Claraval. Me propuso fijar ahí mi residencia. Pasé ahí
meses, y estaba contento poder ser ahí el padre confesor de los
monjes del monasterio y de los creyentes de la parroquia que dependía
de la abadía. Pero tras más de un año tuve que abandonarla sin culpa
por mi parte. so fue el comienzo de la última etapa de mi vida, que
sólo habría de enumerar fracasos. Fracasos providenciales.
* * *
Como a instigación de los americanos el gobierno nacionalista en Saigón
me negaba el visado de entrada en Vietnam, tuve que buscarme en Roma
alguna vivienda no demasiado cara. Me pasé por todos los alojamientos
para religiosos. En todas partes recibí la mima negativa cordial pero
definitiva. Creo que el motivo era mi título episcopal. Estaban
convencidos de que me tomaría libertades y daría un mal ejemplo a los
estudiantes. „Et sui eum non receperum“, que significa: „pero los suyos
no lo recibieron“.
Afortunadamente, un antiguo delegado apostólico en Vietnam, Monseñor
Caprio, que había estado bajo mis órdenes en el gobierno de Saigón, por
aquel entonces bajo la presidencia de mi hermano Diêm, y que había sido
huésped de las hermanas franciscanas durante su estancia en Roma, me
señaló este alojamiento. Aproveché la ocasión. La superiora, una
luxemburguesa, me acogió e incluso me concedió un descuento en el
alquiler: por 50.000 liras al mes tenía derecho a una pequeña
habitación y tres comidas al día. Encontré también trabajo apostólico
con el párroco de la parroquia colindante: leer la Santa Misa a las
11:00, confesar a los fieles, visitar al mes a unos 100 enfermos
impedidos que no podían ir a la iglesia. Dos veces al mes, a eso
de las 15:00, hacía mi ronda y les llevaba la Santa Comunión, después
de haber escuchado sus confesiones, esto cuando me lo pedían.
Por este servicio, el párroco me daba generosamente 30.000 liras al
mes. Así que para el servicio en esta parroquia bastante rica tenía que
hallar las 20.000 liras necesarias para completar la pensión de las
hermanas. El párroco me explicó que había dado este sueldo a su
anterior vicario, que le había abandonado. Yo le señalé que este
vicario, además de este suelo, recibía una habitación gratis y tomaba
parte fraternamente de las comidas del párroco. Éste contestó que
necesitaba la anterior habitación del vicario para sus huéspedes y que
sería un honor para él recibirme en las cenas de las fiestas
principales del año.
Acepté estas condiciones draconianas, pues estaba contento de hacer
este apostolado, y creía que los parroquianos estaban contentos con mi
servicio. Me lo habían dicho varias veces, y yo estaba convencido de
que, aunque no había encontrado una fuente de riqueza, sí al menos la
ocasión de ejercer modestamente mi apostolado sacerdotal.
Después de más de un año estalló de pronto una tormenta. Estábamos en
plena canícula. Roma estaba caliente como un horno. Tras la visita a un
enfermo estaba empapado de sudor, y quería ducharme. Aunque las
hermanas no tenían ninguna ducha, aprovechaban el domingo para tomar un
baño caliente con el agua de su cocina. Así que me fui a la casa
parroquial, donde siempre había agua caliente para la bañera, que
estaba reservada a los vicarios. Pero el párroco me lo prohibió y dijo
literalmente: „ya que usted vive con las hermanas, tiene que bañarse
ahí, y no en la casa parroquial“. Pero las hermanas sólo tenían un baño
los domingos. Fuera de mí por la negativa del párroco, „le arrojé el
pañuelo“. Así terminó mi apostolado en Italia, para mayor pesar de los
creyentes de la parroquia y, sobre todo, de mis enfermos. Pues la
negativa del párroco no era la consecuencia de su avaricia, sino de una
cierta envidia, pues se daba cuenta de que sus parroquianos venían a mi
confesionario y que un número de sus ovejas lo había abandonado para
tomarme a mí como padre confesor.
¿Cómo demostrar eso? Yo tenía la costumbre de ir a la iglesia a meditar
y rezar mi breviario, y así estar disponible para los eventuales
confesantes. De lo contrario, para ir a confesarse, los fieles tenían
que encontrar al sacristán, que no siempre estaba en la iglesia. Y si
estaba ahí, tenía que buscar al párroco, que no siempre estaba en la
casa parroquial. Pero conmigo, que estaba constantemente en la iglesia,
el confesante podía confesarse enseguida y volver después a casa.
Durante el verano, el párroco tomó un mes de vacaciones y me permitió
ocupar su confesonario. Aparte de este mes, yo tenía que ocupar mi
confesonario que estaba a la entrada de la iglesia, mientras que el del
párroco estaba cerca del altar mayor. Una mañana, un sacerdote estaba
leyendo la Santa Misa. Iba por el Padrenuestro. Yo estaba escuchando
esta misa cuando una señora me habló y me pidió confesarla, pues era el
aniversario de la muerte de un pariente suyo. Como se acercaba el
momento de la comunión, creí que era más práctico oír su confesión en
el confesonario del párroco. Apenas había comenzado la confesión, oí
gritos. Me limité a decir: „Quienquiera que sea usted, guarde silencio,
porque estoy confesando.“
Apenas había acabado la confesión, vi al salir al párroco, rojo de
cólera, que me dijo: „Usted no tiene derecho a ocupar mi confesonario.“
Yo le respondí: „Padre, se lo explico después de la misa, en la
sacristía.“ En la sacristía le conté la historia de esta mujer que
tenía que confesarse para comulgar en la misa, que iba por el
Padrenuestro. De modo que no hubiera recibido la comunión si yo hubiera
tenido que confesarla en la parte de atrás de la iglesia.“ El párroco
me contestó: „Mala suerte para ella, tendría que haber venido antes a
la iglesia. En cualquier caso, usted no tiene derecho a ocupar mi
confesonario.“
Nunca antes había visto a un sacerdote con tan poca caridad. El Señor
corría detrás de la oveja perdida, mientras que al pastor de la
parroquia de los Corazones de Jesús y María le era „del todo igual“.
Para él era importante la posesión de su confesonario, aun cuando
estuviera ausente de su iglesia. Sin embargo, el motivo para esta
intransigencia era que sus ovejas, antes de confesar sus pecados, le
contaban los chismorreos de la parroquia. En efecto, cuando, durante
las vacaciones del párroco yo estaba en este confesonario, sus
confesantes comenzaban muy a menudo su relato, pues creían que en el
confesonario estaba el párroco. Yo enseguida se lo reprochaba y les
decía que el confesonario está para confesar los pecados propios, y no
los del vecino.
Así que fui expulsado de esta parroquia, y en consecuencia tuve que
buscarme otra vivienda, pues la hospitalidad pagada que me daban las
hermanas sólo era aprovechable para este servicio.
¿Adónde ir ahora? Después de haber reflexionado bien, me acordé de la
invitación que en su momento me hizo el muy venerable abad cisterciense
de Casamari, de ir a vivir con él a Italia Central, donde podría hacer
un poco de bien sin tener que pagar nada, pues esta abadía muy grande
sólo tenía 30 monjes, para ocupar unas 100 celdas y, además, unas 30
celdas para los novicios. Pero en aquella época había sólo un único
novicio.
Escribí y el abad Buttarazzi me contestó enseguida: repetía su
invitación. Me puse de camino con el autobús de Roma a Casamari, en la
provincia de Frosinone, y de este modo pasé a ser huésped de la
antiquísima abadía, que había sido fundada en la Edad Media por los
discípulos de San Bernardo de Claraval, y de la que dependían diversos
prioratos dispersos por casi toda Italia. En su momento, la
congregación de cistercienses de Casamari contó con cientos de monjes,
pero ahora el número de los monjes de esta congregación es bastante
reducido. La rama más fructífera es la de Vietnam, con un abad que
reside en Thíu-dûé, cerca de Saigón, y cuya jurisdicción se extiende a
dos monasterios, que tuvieron que retirarse a Cochinchina para escapar
del avance comunista en Vietnam Central.
La congregación cisterciense vietnamita fue fundada por un antiguo
misionero de las misión extranjera europea en París, el Padre Denis,
que había sido mi profesor en el Seminario Menor de Anninh, quien
emprendió esta fundación porque no pudo convencer a los padres traperos
de Francia de que emigraran a Vietnam. Por eso en Vietnam es usual que
a los cistercienses se los llame, erróneamente, traperos, pues han
asumido la vida de penitencia de los traperos, pero están asociados a
los cistercienses, que permiten una libertad mayor en la organización
de la disciplina monacal en cada monasterio.
El monasterio de Casamari, dirigido por el muy venerable Dom Nivardo
Buttarazzi, posee muchos bienes, cientos de hectáreas de campos y
bosques. La vida monacal ya no es como la fundó San Bernardo de
Claraval. Ésa es la consecuencia del bienestar material que está
socavando a las órdenes. Las comidas en Casamari son sencillas, pero
abundantes y bien preparadas. Los días de ayuno son muy distantes unos
de otros. Además de los rezos principales como las maitines, seguidos
de la misa conventual, los monjes van sólo por la tarde a la iglesia de
la abadía para cantar las completas, antes de ir a la cama y para unos
minutos de recogimiento después de la comida y la cena. Así que, por
cuanto respecta a la comida, yo vivía como Dios en Francia.
El Padre abad me alojó en la hospedería, en una habitación bastante
espaciosa. En esta casa se encuentran además dos salones, uno para las
visitas del abad y otro para las de los monjes. Además hay, aparte de
los servicios, cuartos de baño con agua caliente y duchas. La ropa para
lavar la recogen las hermanas todos los sábados, ellas se ocupan
también de la cocina y viven en una vivienda cerca de la entrada de la
abadía. En esta zona, cerca de la entrada principal, está también la
tienda donde los monjes venden los famosos licores de la abadía,
productos de la destilación de diversas plantas que son cosechadas en
varias zonas de Italia y que todos consideran reconstituyentes. La
abadía posee además un pensionado, que está anexionado a una escuela de
enseñanza secundaria. Ésta la visitan hijos de familias que pagan una
pensión apropiada, pero también está abierta a los pequeños postulantes
cistercienses, que ahí son atendidos e instruidos gratuitamente. Un
gran número de familias de los alrededores de Casamari obtiene
beneficio de ello, pero la mayoría de sus hijos abandona el postulado
después de la enseñanza secundaria. Por eso el noviciado sólo tenía un
novicio.
La orden cisterciense, que comprende más de 10 congregaciones en el
mundo, es dirigida por el Padre abad Kleiner Sighard, que tiene un
título de abad general, apoyado por el Padre abad Gregorio, procurador
y postulador general, un antiguo monje de Casamari con residencia en
Roma. Una dirección bastante moderada, sobre todo después del Vaticano
II, que redujo las obligaciones monacales al mínimo, motivo por el cual
las vocaciones son tan escasas. Pues quienes tienen vocación se dirigen
a las órdenes que pudieron mantenerse fieles a su antiguo rigor.
El servicio que yo mismo encontré en Casamari, con aprobación tácita
del muy venerable Padre abad, era el de la confesión, primeramente para
los monjes que encuentran más agradable confesarse con un extraño que
con sus padres confesores, con los que viven juntos desde el postulado.
Los sábados y por la mañana antes de la misa, mi confesonario estaba
abierto a los parroquianos de Casamari, una parroquia de casi 5.000
almas. Así que tenía suficiente trabajo. Además del tiempo transcurrido
en la celda, visitaba la iglesia abandonada de la abadía, para rezar
ahí el rosario y adorar a nuestro Señor en Su tabernáculo, la mayoría
del tiempo solus cum solo. Pasé más de 15 meses en Casamari como en un
paraíso, pero estaba escrito que este hermoso tiempo también habría de
enturbiarse y que de pronto me aguardaba una violenta tormenta.
Una vez que por asuntos personales había viajado a Roma, al regresar
advertí enseguida que algo había cambiado. El muy venerable Padre abad
estaba ausente. Apenas había llegado a mi habitación cuando vi venir al
prior –que era confesante mío– con una cara muy triste, y me dijo que
tenía que abandonar cuanto antes Casamari y buscarme otro alojamiento.
¿Por qué esta expulsión? El prior me dijo: „El Padre abad ha sido
informado de que usted ha denunciado al Vaticano que en la sala de la
biblioteca de la abadía se va a inaugurar una exposición de desnudos, y
el abad ha sido reprendido por el muy venerable abad Sighard, la
autoridad suprema de la orden cisterciense.“ Me acordé de la carta que
yo mismo había mandado al abad Sighard, bajo sello de silencio. En esta
carta pedía a este abad que informara al Vaticano de que un monje de
Casamari, acompañado de un sacerdote italiano, un postulante de este
monasterio, escandalizados por la inauguración de esta exposición de
desnudos y sobre todo por el catálogo que mostraba estos desnudos,
impreso en la abadía y que fue enviado gratis a los parroquianos de la
abadía y a los visitantes y que en la primera página, después del
nombre del abad, mencionaba mi nombre y mis títulos eclesiásticos, como
si fuéramos presidentes de honor de esta singular exposición, me habían
informado de esta singular exposición, que podía provocar el asombro
del Vaticano.
En mi carta al abad Sighard yo escribía que no sabía absolutamente nada
de esta exposición y que nadie había pedido mi aprobación para figurar
ahí como copresidente de honor. Así que pedía al abad restablecer la
verdad en el Vaticano, pero no dar a conocer esta correspondencia en
Casamari. El abad Sighard tuvo la desconsideración de revelar al abad
Buttarazzi el contenido de mi carta. De ahí la cólera de Buttarazzi y
su decisión de echarme de inmediato de la abadía. Es decir, ninguna
sanción para los fomentadores de la exposición escandalosa, sino
castigo para mí, el supuesto denunciante de los monjes. El prior me
concedió el plazo de un día para recoger mis cosa y hallar un refugio.
Después de una larga reflexión, me acordé de las simpatías hacia mí del
obispo de esta región. Así que me dirigí al palacio episcopal y le
pregunté si habría alguna capilla con una sacristía, donde pudiera
instalar una cama para dormir y una mesa de trabajo, para establecerme
ahí. El obispo me contestó que a unos 20 kilómetros de Casamari, sobre
una colina, había una hermosa iglesia con casa parroquial donde el
párroco no vivía, y que él informaría al párroco de su decisión de
concederme estos lugares, indicándole que él seguiría siendo el
propietario de la parroquia, pero que debía considerarme sacerdote
auxiliar con el permiso de vivir en la casa parroquial vacía y de dar
la misa en la iglesia.
Di las gracias al obispo y alquilé una camioneta para llevar mis cosas
a la casa parroquial de esta parroquia. El párroco estaba encantado de
la decisión de su obispo y sólo se reservó los servicios litúrgicos
pagados, como bautizos, bodas, funerales, mientras que los otros
servicios quedaban a mi cargo: catequesis, visita de enfermos, misa
dominical, etc.
Esta pequeña parroquia llamada Arpino contaba sólo unas 10 familias,
que poseían campos de trigo y plantaciones de frutales. Eran,
pues, campesinos que tenían algunos animales de carga, un gallinero y
un conejal. Gente adinerada. Arpino tiene un pequeño restaurante. La
iglesia tiene un sacristán anciano, que es muy simpático. Ciertamente,
tenía que arreglármelas para mis necesidades, pero me hacían regalos:
leche, huevos, etc.
Ahí pasé días felices con el pequeño rebaño del cual yo era segundo
pastor, y creí que Arpino sería mi última residencia en este mundo.
Pero el futuro que la providencia me estaba preparando se acercaba con
pasos rápidos. Había transcurrido un año y algunos meses: durante esta
pausa había conocido a alguna gente, y mi casa parroquial rebullía de
regalos: una cocina totalmente nueva, una nevera que conservaba fríos
los alimentos que yo compraba cada semana en la ciudad, que también se
llamaba Arpino, que estaba a media hora a pie, pero esa distancia se
acortaba a algunos minutos cuando mis parroquianos iban a la
ciudad en coche y me invitaban a ir con ellos.
En esta ciudad entablé amistad con religiosos y con el arzobispo, que
me invitaba a dirigir grandes fiestas, sobre todo la fiesta de la
Asunción, una fiesta religiosa a la que seguía una abundante comida
festiva. Yo volvía a casa con el honorario de la misa pontifical
en el bolsillo. El obispo me invitaba muy a menudo. Cada domingo, todos
se peleaban por invitarme a comer. Estas amistades siempre me fueron
fieles. Pero se acercaba la tormenta: en la vigilia de Navidad, hacia
el mediodía, cuando me disponía a preparar el belén, el primer belén en
Arpino: le daba mucha importancia y había sacrificado varios miles de
liras para adquirirlo, pues era una atracción única para los niños de
mi catequesis. Estos niños agrandaban los ojos y me rodeaban con la
boca abierta cuando les mostraba al niño Jesús, a su madre María, a San
José, y en un rincón la caravana de los tres reyes Magos, y cuando,
poniéndose de puntillas, veían la estrella milagrosa. Era fácil
hacerles comprender el inagotable amor de Dios, que por amor a nosotros
se hizo un niño pequeño. No era necesario demostrarles la existencia de
los ángeles que con la boca del todo abierta entonaban el „Gloria in
excelsis“. Estos niños campesinos conocían a los pastores, que se
parecían a sus hermanos, a las ovejas que formaban sus pequeños
rebaños, a San José, con su pelo blanco, similar al de nuestro anciano
sacristán. El belén, un soberbio invento de San Francisco de Asís, es
un catecismo viviente y a la medida de los niños. No me dolía mi
pequeña fortuna, que estaba destinada a comprar este hermoso belén,
cuando un sacerdote a quien había conocido en cierta ocasión en Ecône,
en Suiza, vino a mí y me dijo directamente: „Excelencia, la Virgen
María me manda para enviarlo de inmediato, a España, a prestarle un
servicio. Mi coche esta preparado para usted a la puerta de la casa
parroquial, y partiremos enseguida, para estar ahí en Navidad.“
Atónito por esta invitación, le dije: „Si es un servicio que la Virgen
María exige, estoy dispuesto a seguirle hasta el fin del mundo, pero
tengo que avisar al párroco a causa de la misa de Navidad, y empaquetar
mi maleta. Mientras tanto, como pronto será mediodía, vaya usted al
restaurante del pueblo y coma algo.“ Me respondió: „Somos tres en el
coche y no tenemos ni un penique en el bolsillo, ni siquiera para una
taza de café.“ Le contesté: „Vayan ahí los tres, yo pagaré su comida.“
Una comida que me costó 3.000 liras.
Para llegar al Palmar de Troya, gasté 50.000 liras en gasolina y
comida. Mientras ellos comían y yo mordisqueaba un trozo de pan, llamé
al sacristán y le pedí que avisara al párroco a causa de la misa de
Navidad. Le dije que me iba de inmediato a Francia por motivos
familiares urgentes y que en dos semanas regresaría de inmediato.
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