El asunto de Bâo-Dai
El emperador Bâo-Dai se volvía cada vez más impopular. No sé por qué,
Monseñor Drapier se acordó de mí, me llamó a él y me pidió que me
encargara del asunto de este pervertido Bâo-Dai. He aquí los motivos
para la intervención del delegado apostólico: Santo Tomás de Aquino, la
gloria de la orden dominicana, había enseñado que la monarquía es la
forma de gobierno ideal para el mundo, y él, en calidad de dominicano,
creía que tenía que ayudar a Bâo-Dai. No podía hacerlo públicamente,
pues era representante religioso y no político. Así que puso sus ojos
en mí, que tenía alguna influencia en los medios vietnamitas,
especialmente entre los católicos.
Le contesté francamente: „Monseñor, mi tarea como ciudadano es pagar
impuestos y cumplir las leyes del imperio. Por cuanto respecta a la
prioridad de la monarquía sobre toda otra forma de gobierno, hay que
distinguir de qué tipo de monarquía se trata: ¿la absoluta? ¿la
constitucional? ¿la monarquía protegida por un país extranjero? ¿de qué
tipo de monarquía hablaba Santo Tomás de Aquino? En calidad de obispo
yo no puedo practicar ninguna política, al margen de cuáles sean mis
preferencias. Los Papas nos obligan, conforme al ejemplo de los
apóstoles, a no ocuparnos de política.“
Esta vez. Monseñor Drapier volvió a quedarse descontento conmigo, pero
no podía refutar mi argumentación. Yo me había convertido para él en
„persona non grata“. Eso se evidenció cuando Monseñor Drapier, a la
pregunta de los obispos Monseñores Lê-hûn-Tu y Pham-ngoc-Chi sobre si
debían levar tropas para luchar contra los comunistas, les respondió:
„Hagan lo que quieran, pero nunca escuchen a Monseñor Ngô-dinh-Thuc.“
Esto me lo contó Monseñor Lê-hûn-Tu, quien, con ayuda de Monseñor
Pham-ngoc-Chi, obispo de Bui-dun, había levado tropas. Sufrieron una
derrota total y tuvieron que huir a Vietnam del Sur. Las actividades
del delegado apostólico Monseñor Drapier desagradaban al Vaticano,
quien lo llamó directamente a Roma. Monseñor Drapier sufrió por ello un
arrebato de enojo y regresó directamente a Francia, sin hacer parada en
Roma, para dar cuenta de sus actividades diplomáticas y religiosas,
acompañado de sus dos hijos adoptivos (los huérfanos de Oriente Medio).
Éstos estuvieron a su lado cuando murió. Por cuanto respecta a Bâo-dai,
vive todavía en Francia a costa de una de sus numerosas concubinas.
* * *
Habiendo dejado resueltas las necesidades espirituales y materiales de
mi vicariado apostólico, creí que podría descansar algo. La Santa
Congregación para la Propagación de la Fe me informó, junto con los
otros obispos de Vietnam del Sur, de que el Sumo Pontífice deseaba que
en Vietnam surgiera una universidad católica, con francés como uno de
los idiomas oficiales, para formar, aparte de a los vietnamitas, a los
camboyanos y laosianos, que por entonces estaban bajo protectorado
francés.
A la llamada de la Santa Sede, se congregó en Saigón la totalidad de
los obispos de Vietnam del Sur (los del Norte no podían participar,
pues estaban bajo régimen comunista), que constaba de una mayoría
vietnamita junto con tres obispos franceses: el obispo de Quinhin, de
Konhin y un obispo dominicano huido del norte. Todos estaban perplejos:
¿fundar una universidad? Ante todo: ¿con qué se debería construir la
universidad? ¿Hay que pedir limosna a los fieles? Pero la mayoría de
los cristianos del sur viven en situación modesta. Los cristianos
huidos del norte (casi un millón) sólo se habían traído de ahí un
crucifijo, una imagen de la Santa Virgen y un fardo de ropas. El
gobierno de Ngô-dinh-Diêm les ayudaba para que no murieran de hambre, y
les concedía subsidios mensuales hasta que pudieran mantenerse por sí
mismos. ¿Había que pedir millones a estos pobres hambrientos para
construir una universidad?
A
un suponiendo que encontráramos algo para construir una universidad,
¿de dónde sacar el personal docente? Humanamente hablando se tenía que
responder a la Santa Sede: „Non possumus.“ En el mejor de los casos,
ésta nos daría unos miles de dólares americanos: una gota de agua para
regar un desierto y hacerlo florecer. Como yo era el decano, todos se
volvieron a mí. A mí, el obispo de un vicariado que acababa de surgir y
sólo estaba empezando a mantenerse normalmente. ¿Construir una
universidad? Yo sabía lo que era una universidad, ya sea en Roma, ya
sea en París. Significaba tentar al buen Dios, exigir de Él un milagro:
sería una verdadera creación, como se dice en latín, „ex nihilo sui et
subjecti“. Eso significa: engendrar de la nada una nueva vida. Pero la
Santa Sede lo quiere. El Santo Padre, que representa a Dios, lo quiere.
Los vietnamitas son gente que creen en el poder de Dios y que siempre
han sido sus hijos obedientes.
El pobre decano respondió a la congregación: „La Santa Sede quiere esta
universidad, así que Dios la quiere. ¿Quién de nosotros la mandará
construir y la organizará y tendrá que hacerla vivir y crecer?“ Nadie
respondió a mi pregunta. Así que a mí me correspondió contestarla: „Mis
queridos colegas, me lanzo al vacío. Pidan al buen Dios que no me
estrelle. Rueguen por mí. Necesito un milagro de primera clase.“
Nos despedimos. Mis colegas están contentos de no tener que dejarse
ninguna pluma, ni el menor plumón, mientras que el pobre decano se
queda solo y pensativo. Primero hay que conseguir el dinero. A
fuerza de rezar y de mandar rezar, de pedir consejo en todas partes,
alguien propuso la siguiente idea: „Monseñor, si usted lograra
conseguir el permiso para utilizar un bosque que está aproximadamente a
treinta kilómetros de Saigón, un bosque con árboles centenarios, usted
encontraría fácilmente compradores: por ejemplo miles de chinos que
viven en Cholon, a dos pasos de Saigón. Ellos comprarían entusiasmados
todos los lotes de madera que usted mandara talar, para llevarla al
mercado mundial de Hong-Kong, pues todo el mundo necesita madera.“
Pero entonces empezaron las dificultades. Obtener del gobierno el
derecho de explotación, naturalmente bajo censura y vigilancia del
ministerio forestal. Secundo: construir una carretera de unos 30
kilómetros, desde el bosque hasta Saigón. Tertio: hallar un buen
capataz que se encargara de encontrar taladores, que tengan el bastante
coraje como para enfrentarse a las fieras salvajes y sobre todo a los
comunistas, que son peores que las fieras salvajes. En el seminario de
Anninh había aprendido esta frase: „Tentare, quid nocet?“, „con probar
nada se pierde“. Así que me puse a solicitar del gobierno de mi hermano
el permiso de tala. Mi hermano me dijo: „Dirígete a mis ministros. Yo
no puedo darte lo que pides, aunque también estoy a favor de la
fundación de una nueva universidad, pues sólo tenemos una, la de
Saigón, que acaba de ser creada.“ (Hasta entonces sólo había una
universidad en la Indochina francesa, la de Hanoi, y dos gimnasios, en
Hanoi y Saigón, sin contar con el colegio de enseñanza secundaria de la
Providencia en Hué, cuyo director era yo.)
Sometí mi petición al consejo de ministros. El vicepresidente obligó a
sus colegas a concederme el permiso de tala, en vista de la utilidad de
una segunda universidad en Vietnam del Sur. Naturalmente tuve que
pagarle al gobierno este permiso y someterme a las inspecciones de los
guardas forestales.
Para la dirección de la explotación, la providencia me envió un hombre
muy eficaz. Como antiguo estudiante en Francia, había estudiado derecho
y trabajaba como escribiente del tribunal. Se me presentó y me aseguró
que, como católico, quería colaborar en la apertura de una universidad
católica, y que no quería ningún honorario, porque tenía una fortuna
personal. Este hombre vive todavía: ha huido a Francia. No quiero
mencionar su nombre, porque, por un lado, me sirvió muy bien. Supo
hallar taladores, negociar con el ministerio forestal, enfrentarse a
las fieras salvajes, que pululaban en este bosque de más de un millar
de hectáreas, y –quizá– arreglárselas con guerrilleros comunistas. Sin
duda que también sabía servirse. Finalmente, huido a Francia, me estafó
tres millones de francos, con el pretexto de un buen negocio: ir al
lejano Oriente, comprar pelo de mujeres para vendérselo a una sociedad
americana, pues las mujeres europeas y americanas llevan pelucas... Me
enseñó cartas de eventuales compradores, franceses y americanos. Se las
mostré a expertos franceses: todos ellos estaban de acuerdo en que el
proyecto era interesante, que se podía ir adelante sin miedo. Pero se
trataba de una golpe artero. Este hombre tomó los tres millones de
francos de entonces y desapareció en la Babilonia que es París. Más
tarde me enteré de que empleó este dinero para abrir un restaurante
vietnamita. Le deseo mucha suerte.
Su ayuda me posibilitó construir la universidad, asegurarle rentas
anuales con la venta de los mejores edificios de Saigón, que fueron
vendidos, suponiendo pérdida, por los franceses que huían de Vietnam,
que, en opinión de los extranjeros, caería en manos comunistas. Yo
tenía la intención de darle a este hombre la librería Portail, la mejor
de Saigón, que vale varios millones, como recompensa por su actividad
en servicio de la universidad a lo largo de varios años. Así que
estamos en paz: estos tres millones que me había estafado no eran el
valor de la ex-librería Portail. Borré su nombre de mi testamento.
Pronto afronté la siguiente dificultad: construir una carretera
adecuada desde el bosque hasta Saigón. Un pequeño problema: cristianos
de sur, que eran bastante ricos, me prestaron algo para comprarme un
bulldozer. En unos meses tuve una buena carretera de 30 kilómetros que
me pertenecía, justo en el momento exacto para enviar la primera remesa
de la hermosa madera de mi bosque.
De cuando en cuando, el administrador de la explotación de mi bosque,
que también era ante el Señor un gran cazador –su nombre es
Pham-quang-Lôc–, me enviaba las piezas que había cazado: grandes
cuartas de jabalíes, ciervos, etc... Teníamos algunas dificultades con
los guardianes del bosque, que estaban acostumbrados a hacerse pagar
sus dictámenes, pero eso está contenido en las facturas.
Estos guardianes eran incitados en secreto por el ministerio de
agricultura y economía forestal, un pagano que odiaba a los católicos
pero no se atrevía a mostrar demasiado su anticatolicismo, por miedo a
que el presidente, mi hermano, lo despidiera. Por cuanto concierne a
mí, yo hacía como el mono que se tapa los oídos y cierra los ojos. ¿Por
qué defenderse frente a los pinchazos? Lo importante es que la obra del
Señor vaya adelante.
Pero el Señor empuja poderosamente el carro. Del bosque explotado había
reunido suficiente dinero para construir una universidad al modo
americano y comprar los grandes edificios en Saigón (como ya he
mencionado antes), que los franceses ponían en venta ante lo que ellos
consideraban inminente: un paseo militar de las hordas comunistas desde
Hô-chi-Minh del Norte hacia el sur, que barrerían como escobas la
república de mi hermano. Así que, ¡sálvese quien pueda!
Estos edificios, con gigantescas plantas bajas, de los que cada metro
cuadrado se alquilaba a un precio astronómico a los vendedores, sobre
todo chinos, y cuyos pisos superiores fueron transformados en
apartamentos de lujo que eran alquilados en dólares americanos a los
oficiales americanos que comandaban las tropas de Estados Unidos en
Indochina, daban bastante para el mantenimiento de los edificios de la
universidad y pagar a los profesores y empleados. Así, la universidad
de Dalat era quizá la única del mundo que era „autosuficiente“, y que
dotaba de becas a los católicos que eran pobres para costear sus gastos
de alimentación y escuela. En lugar de financiar la universidad con sus
limosnas, como se hace en otras partes, aquí los católicos eran
alimentados y alojados gratis por la universidad.
¿Dónde se debía construir esta universidad? Vietnam del Sur tiene un
clima tropical, difícil para el trabajo corporal, y sobre todo
intelectual, durante los seis meses de la estación cálida, pues
prácticamente hay sólo dos estaciones: estación de lluvias y estación
de calor. Estación de lluvias: de octubre a marzo. Estación seca: de
abril a septiembre. En Cochinchina, la sequedad es atenuada por una
tormenta violenta, pero breve, por la tarde. Para poder estudiar
cómodamente, había que aclimatizar todos los edificios, como habían
hecho los americanos que trabajaban en Vietnam del Sur. Pero los
vietnamitas no tienen los dólares.
Por fortuna, en Vietnam del Sur, a casi 1.000 metros de altura, hay una
meseta que había descubierto un francés, el Dr. Yersin, a unos 100
kilómetros de Saigón, que podía alcanzarse en menos de una hora por
avión o en medio día con el camión por la carretera de montaña. Esta
meseta se llama Dalat. Ahí crecen pinos, el clima es una primavera
permanente, las flores y las legumbres de los países templados crecen
con profusión. Las cascadas derraman un agua clara y fresca, y un
pequeño lago ofrece agua potable y peces.
Sería un placer estudiar ahí y también sería fácil hacer deporte. Así
que este lugar fue escogido por Su humilde servidor como sede de la
futura universidad. Por aquel entonces, el terreno y el suelo no
costaban demasiado, y me apresuré a comprar partes considerables con
vistas a futuras ampliaciones. Pero donde yo quería construir, había
edificios construidos sólidamente, que habían servido de escuelas a los
niños de las tropas francesas. Por un convenio, Francia había cedido
estos edificios al gobierno de mi hermano, el presidente. En cuanto a
la adquisición de estos edificios, se me ocurrió dirigirme al embajador
de Francia en Vietnam. Cuando me presenté ante él, expresó el deseo de
que estos edificios fueran confiados a una institución que enseñara el
idioma francés para recordar a Francia. El deseo de Francia coincidía
con el de la santa Sede, que nos había pedido abrir una universidad
cuyo idioma fuera el lenguaje francés, común a los habitantes de
Vietnam, Camboya y Laos.
Así que recibí estos bellos edificios como regalo, y también algunas
villas pequeñas en los alrededores, en las que habían vivido los
maestros de los niños de las tropas. Estos edificios, con algunas
reparaciones, constituyeron la cuna de la universidad. Compré las
tierras alrededor de este núcleo, más de 10 hectáreas para la
universidad, sin contar otros cientos de hectáreas para futuras
ampliaciones.
Con un terreno espacioso, con dinero de la explotación del bosque, era
claro que yo asumiría el concepto americano para la construcción de mi
universidad: edificios separados, con no más de un piso, para cada
especialidad, una casa espaciosa para que los estudiantes pudieran
vivir en la universidad misma, una hermosa capilla con un campanario y
una cruz en su vértice, construido sobre una elevación y por tanto
visible desde todo Dalat, cerca de la capilla un terreno para el
seminario de la universidad y sus profesores, los padres jesuitas, que
debían dirigir a sus clérigos hasta el grado de licenciados en
teología, una casa para las hermanas enviadas por las diversas
comunidades religiosas, una casa para las estudiantes, calles de varios
kilómetros a través del campo universitario, un campo de fútbol, otros
campos para balonmano, etc., el resto cubierto de césped siembre verde,
sobre el que aquí y allá daban sombra majestuosos árboles. Paz en todas
partes.
¿Quién se encargaría de construir esta pequeña ciudad? Pero volví a
tener suerte en encontrar un constructor, un sacerdote belga de
procedencia alemana, ingeniero diplomado por la universidad de
Bruselas, donde había enseñado su padre, un ateo. Pues mi futuro
colaborador no conoció a Dios hasta que tuvo veinte años. Una
conversión pagada muy cara, pues su padre, indignado de ver cómo su
único hijo se pasaba al catolicismo, arrojó sus cosas por la ventana y
lo echó para siempre de la casa paterna. El joven se hizo misionero en
la orden que había fundado el famoso P. Lebbe: en calidad de vicario
general de Pekín, apoyó la transferencia del ministerio episcopal a los
chinos. Fue expulsado de su orden y fundó una pequeña comunidad
religiosa china de los hermanos menores, y la sociedad de la misión,
que tenía por fin ponerse al servicio de los obispos indígenas.
Consagrado sacerdote, mi futuro colaborador fue enviado a Phat-Diêm al
servicio de Monseñor Lé-hun-Tuí (el futuro general comandante de la
armada católica en la guerra contra los comunistas). Allí, el sacerdote
e ingeniero instaló la electricidad en la pequeña ciudad de Phat-Diêm,
y enseñó matemáticas a los seminaristas. Tras la huida de su obispo,
derrotado por los rojos, este Padre belga me pidió hospitalidad. Le
nombré profesor del Seminario Menor, donde, a pesar de desconocer el
idioma vietnamita, logró explicar a sus estudiantes los principios de
la geometría y el álgebra.
El Padre Willich (tal es su nombre), convertido de mayor y con una
vocación tardía, tenía un carácter muy difícil. Era difícil tratarle,
pero sentía simpatía hacia el presidente, mi hermano Diêm, y hacia mí.
Siempre nos fue fiel en la desgracia y en su propia desgracia, la
consecuencia de su carácter muy obcecado. Así que construyó las
diversas casas y la capilla de la universidad y mandó reparar las
pequeñas villas alrededor de la universidad. Lo hizo con ahorro. Se
quedó un poco molesto cuando se enteró de que no había sido
nombrado rector de la universidad. Yo no podía hacer nada:
hubiera ido contra el espíritu de la Santa Sede y contra el espíritu de
su orden, que había sido fundada por el Santo Padre Lebbe para apoyar
al clero (indígena), y no para gobernarlo.
Después de haber terminado los edificios, se despidió de mí y ocupó un
puesto entre los americanos venidos a Vietnam, para la instalación de
la electricidad, perforaciones de pozos y otros proyectos útiles para
nuestro país. Mi hermano, el presidente, le concedió una orden
significativa y le pagó un viaje de ida y vuelta a Bélgica, para
visitar a su hermana y descansarse. Tras el asesinato de mi hermano
regresó a Europa y ahora es párroco de un pequeño centro de trabajo en
Francia.
Sigue teniendo nostalgia de Vietnam, pero los pasos que dio entre los
obispos que le conocían, como Monseñor Tham-ngoe-Chi, el representante
de Monseñor Lé-hûn-Tû, no tuvieron éxito. No pude hacer nada por él,
pues los americanos obligaron a los gobernantes del Sur a prohibirme el
regreso a mi patria. Pues a mí se me consideraba pacifista, enemigo de
la guerra fratricida entre el Norte y el Sur. Pero tuve aún la dicha de
encontrarlo en Bélgica, donde me presentó a su hermana, la esposa de un
gran industrial. Pasé un par de días de descanso en la residencia de
verano de este gran industrial.
Ahora que hablo de la Congregación para el apoyo del clero indígena,
fundada por el Padre Lebbe, pienso que tengo que hablar del Padre
Raymond. También él era un sacerdote belga, pero tenía un carácter muy
distinto del del Padre Willig. Era muy apreciado por mi hermano, el
presidente. Había estado al servicio de los obispos chinos, fue
mandado a prisión por los comunistas de Mao-Tse-Tung, y escribió un
hermoso libro sobre su tiempo en la cárcel. Liberado, se puso luego al
servicio del cardenal Yupin en Formosa. Entre tanto vino a Saigón,
donde con ayuda de mi hermano abrió una escuela para chinos. El padre
de Jagher habla y escribe chino como su lengua materna, habla americano
y dedica su tiempo a dar conferencias a favor de católicos chinos, que
habían abandonado su país, y también en apoyo de los vietnamitas huidos
a América y a otra parte. Es un misionero fiel al ideal del Padre Lebbe.
* * *
Ahora tenía que organizar la enseñanza en la universidad. Primero
queríamos abrir la facultad de humanidades, luego la de ciencias
naturales, con las asignaturas que no exigieran muchos aparatos, como
filosofía, historia, idioma vietnamita, francés, inglés, matemáticas,
junto con la facultad de teología y de filosofía bajo la dirección de
los padre jesuitas.
Los profesores fueron reclutados entre los misioneros o religiosos
europeos que estaban en Cochinchina, y los profesores de la universidad
de Saigón, que en la mayoría de los casos no eran católicos, tenían
cátedras en nuestra universidad. Con el avión podían llegar a Dalat en
menos de tres cuartos de hora. Después de sus clases descansaban en el
fresco del clima primaveral y del agradable aire de Dalat. Comían con
los padres de la universidad y después de un fin de semana de descanso
regresaban a Saigón. Mi bosque me permitía pagarles un sueldo rentable.
Como yo podía quedarme continuamente en Dalat, asumí el título de
canciller de la universidad, que tenía a su lado un consejo de algunos
obispos, entre ellos el obispo de Dalat, Monseñor Hiên, mi antiguo
alumno en el Seminario Mayor de Hué, y Monseñor Piquet de las misiones
extranjeras de París, obispo de Nhahang. Al Padre Thiên, a quien mandé
a Francia para que consiguiera su título académico, lo nombre rector de
la universidad.
Así que la misericordia del Señor me permitió realizar este proyecto,
que era considerado utópico cuando la Santa Sede nos lo encomendó. Más
de 15 años han transcurrido desde esta fundación. Estoy en el exilio en
Europa. Estos quince años de existencia se han celebrado con grandiosas
fiestas, que han visto unidos a los obispos de Vietnam Central y del
Sur con los representantes del gobierno de Saigón (que aún no ha caído
en las garras de los comunistas), la Santa Sede ha enviado un mensaje
de alabanza y se dieron varias conferencias: sólo se ha olvidado al
fundador de la universidad, pues su nombre no agrada al Vaticano de
hoy: „todo está bien si acaba bien“. Yo creé la universidad para
obedecer al Vaticano de entonces. Dios me ayudó. Todo honor y toda
gloria a Él por los siglos de los siglos. Amén.
* * *
Después de la partida de Monseñor Drapier recibimos un delegado
apostólico irlandés: Monseñor Dosley, antiguo procurador de los
misioneros irlandeses de San Columbano (y luego de los australianos).
Fue elegido y tuvo que aprender francés, para poder comunicarse con
nuestros misioneros, nuestros sacerdotes y nuestras autoridades.
Monseñor Dosley es un hombre santo (vive aún), pero no conoció
anteriormente Vietnam, cuando estaba bajo gobierno francés. No podía
hacerse una idea de la amenaza de los comunistas de Ho-chi-Minh.
Había diferencias entre él y yo. Me llamaba pesimista cuando yo le
proponía adoptar medidas de precaución para reducir al mínimo los daños
caso de que los comunistas hubieran de ganar la supremacía. Por
ejemplo: mandar traducir al vietnamita todos los manuales de filosofía
y teología empleados en nuestro seminario; prever escondites para el
vino de misa, pues las vides que crecían en Vietnam no ofrecían uvas
apropiadas para el vino de misa; no dar a conocer los nombres de los
nuevos sacerdotes; conseguir de la Santa Sede para cada obispo la
potestad de nombrar uno o dos sucesores sin tener que pedir
posteriormente permiso a la Santa Sede, para el caso de que se
obstruyera el contacto con el Vaticano, etc. Monseñor Dosley, que
confiaba en las promesas optimistas de la armada francesa, me
reprochaba pesimismo. Fue sorprendido por la ola de los comunistas en
Hanoi, y durante meses fue su prisionero junto con su secretario, un
compatriota suyo, sacerdote de los misioneros de San Columbano. Fue
liberado al final de sus fuerzas físicas y espirituales y llevado en
una camilla en un avión para regresar a Europa. Cuando, después de su
convalecencia, me encontró como exiliado en Roma, me dijo humildemente:
„Monseñor, usted tenía toda la razón.“
Yo no era profeta ni adivino, pero prevenir no hace mal, mientras que
es imperdonable dejarse apresar por negligencia. Ahora, la Santa Sede
ha tenido que permitir a los obispos de Vietnam tener en vida uno o dos
obispos auxiliares, de los que uno es el coadjutor.
Después de Monseñor Dosley tuvimos otros delegados apostólicos, como
Monseñor Brini, que hoy es secretario de la Santa Congregación para el
Este, Monseñor Caprio, que ocupó el puesto de Monseñor Benelli cuando
éste fue ordenado cardenal de Florencia.
Monseñor Brini era delegado apostólico cuando la Santa Sede en Vietnam
estableció la jerarquía, antes estos obispos sólo eran vicarios
apostólicos. Así que a Monseñor Brini le encomendaron dar posesión de
su cargo a los vicarios apostólicos que ahora se habían hecho
arzobispos (de Saigón, Hué y Hanoi) u obispos (para las diócesis
restantes). Monseñor Brini fue a Hué para darme la posesión del cargo
de arzobispo. Como estaba muy agotado a causa de nuestro clima, me
encomendó luego dar posesión a los obispos que pertenecían al ámbito de
influencia del arzobispado de Hué. Por eso tuve que ir a Quinhn, a
Kontum y a otros lugares para establecer a los titulares. Monseñor
Caprio era más diplomático que Monseñor Brini, que no había visitado la
Academia de los Nobles eclesiásticos, donde se formaban los futuros
diplomáticos de la Santa Sede (ahí se formó Pablo VI). Monseñor Brini,
con vocación tardía, se hizo sacerdote después de haber obtenido su
título de doctor en derecho civil. Ingresó en el Russicum, el seminario
para los rusos católicos. Ahí aprendió este idioma, lo que le sirvió de
trampolín para llegar a ser ahora secretario de la Santa Congregación
para el Este, y, si Dios le concede vida, futuro cardenal.
* * *
Como desde hace más de 40 años, en calidad de delegado apostólico,
estoy en contacto con un gran número de representantes de la Santa
Sede, entre ellos algunos que fueron elegidos de entre los misioneros,
y otros, diplomáticos de oficio, que aprendieron su oficio en la
Academia Pontifical Eclesiástica, que fue antiguamente la Academia
Pontifical de los Nobles al servicio eclesiástico y que fue fundada en
1701, creo poder hacer esta observación: ¿qué función cumplen estos
representantes de la Santa Sede? Deben informar a Roma de la situación
religiosa en el ámbito de la delegación. Para ejercer esta función, me
parece que los misioneros de oficio son más experimentados que los
diplomáticos jóvenes, que sólo han estado en contacto con las diócesis
de Europa ya organizadas.
La nacionalidad de estos delegados que salen de la Academia Pontifical
era hace menos de diez años predominantemente italiana: casi siempre
eran italianos del sur, donde la pobreza es la situación normal del
clero. Para huir de ella, sólo hay una puerta: la de la carrera
diplomática, donde uno puede ser promovido muy rápidamente a prelado y
luego a a arzobispo. Se tiene el privilegio de ver mundo, pues los
diplomáticos cambian su puesto cada diez años. Luego se asientan como
cardenales, y a menudo llegan a ser prefectos de las Santas
Congregaciones y, a veces, pastores supremos. Así que la diplomacia
conduce a todo. ¿Pero formó Jesús así a sus apóstoles? No sé lo que
debo contestar. Mi poca experiencia personal me dice que se podría
hacer algo mejor por el bien de la Iglesia.
He llegado ahora a un punto de inflexión en mi vida eclesiástica. Tras
22 años de ministerio episcopal, soy transladado como arzobispo al
arzobispado de Hué: en la reconfiguración de la jerarquía de Vietnam,
que anteriormente constaba de vicarios apostólicos, en obispados y
arzobispados, aunque siempre dependientes de la Santa Congregación de
Propaganda Fide, que ahora se llama también Congregación „para la
evangelización de los pueblos“.
¿Por qué a Hué, mi ciudad natal? Normalmente, la Iglesia evita nombrar
para la dirección de una diócesis a un obispo que procede de la familia
de ella. El motivo es evidente. En Vietnam, los antiguos emperadores
evitaban también nombrar como gobernadores de una provincia a aquellos
que procedían de ella, porque se podía sospechar que beneficiaban a su
familia. pero en Hué seguían viviendo mi madre, mis hermanas y mis
hermanos. Mi antiguo profesor, el cardenal Agapganian, prefecto de la
Santa Congregación para la Propagación de la Fe, me reveló el motivo de
esta excepción: „Hijo mío“, me dijo, „tú deberías haber sido arzobispo
de Saigón, pero en Saigón gobierna tu hermano, el presidente Diêm. Si
tú hubieras pasado a se arzobispo de Saigón, entonces el poder político
y el religioso habrían estado en manos de los miembros de una sola
familia. Por eso te han nombrado para Hué, porque Hanoi está en manos
de los comunistas.“
Mi destino parece ser reedificar ruinas y reconstruir, a partir de
fragmentos, ya un episcopado –el de Vinhlong–, ya una universidad –la
de Dalat–. Un trabajo muy duro, sobre todo cuando se empieza de cero,
pero tiene una ventaja: se hace lo que se quiere. Por el contrario,
levantar sobre ruinas incluye la minuciosidad de conservar aquello que
todavía se puede emplear. En Hué, un antiguo episcopado, si yo tenía
que construir un Seminario Menor totalmente nuevo, porque el antiguo
seminario de Anninh estaba en zona comunista, tenía que agrandar ahora
el Seminario Mayor de Phu-xuín, un edificio honorable, de casi cien
años, que antiguamente albergaba como mucho a 30 clérigos, para acoger
en la capilla, en las aulas de enseñanza y en el dormitorio, más de 100
seminaristas mayores, que pertenecían a Hué y a los obispos, que eran
dependientes del arzobispado. Por fortuna, no faltaba tierra.
La diócesis de Hué, conocida por la buena fama de su clero instruido y
piadoso, era la más pobre de Vietnam. ¿El motivo? La persecución, que
duró más de 200 años, había caído sobre todos los propietarios de las
diócesis y parroquias de Vietnam. Cuando la fe religiosa fue
restablecida por la conquista francesa, el gobierno vietnamita tuvo que
conceder damnificaciones a las misiones católicas por la destrucción de
las iglesias y las otras instituciones católicas. Las misiones
emplearon este dinero para comprar campos de arroz o para edificar
iglesias. En esta época, Hué tenía un obispo de Cochinchina, Monseñor
Caspar, un alsaciano de la misión extranjera de París. En Cochinchina,
la misión vivía de los campos de arroz. Así que este prelado quería
aplicar la misma política que en Saigón, y adquirió campos de arroz con
las damnificaciones destinadas a la diócesis de Hué. Pero la situación
de los campos de arroz en Hué era distinta a la de los de Cochinchina,
donde había arrozales buenos y más baratos. Por el contrario, en Hué
había pocos campos de arroz, y sobre todo pocos buenos. Los
representantes que el obispo empleó para la compra de arrozales no eran
todos honrados. El resultado fue trágico: se compró a precios horrendos
hectáreas de arena o verdaderos campos de arroz que fueron comprados
mientras sus auténticos propietarios no los habían vendido. Por eso
surgieron terribles querellas cuando el episcopado mandó gente para
trabajar estos campos. El desastre era irreparable.
Me hallaba ante una situación imposible. Por fortuna me ayudó mi
hermano, el presidente Diêm, generosa y discretamente. Gracias a sus
limosnas –cuyo número sólo Dios conoce–, puede construir un Seminario
Menor moderno, a dos pasos del palacio episcopal, y ampliar mi
Seminario Mayor, reparar la catedral desmoronada, modernizar el palacio
episcopal para recibir ahí a sacerdotes que estuvieran de viaje, y
construir una casa para sacerdotes ancianos.
Un problema ocupaba mis pensamientos: ¿cómo liberar a esa diócesis de
Hué de su pobreza? ¿cómo dotar a cada parroquia con los medios para
satisfacer sus necesidades normales, como había hecho en Vinhlong? Pues
bien, justamente en este momento, el gobierno de mi hermano Diêm
promulgó una ley agraria que fijaba préstamos para la reforestación de
los terrenos no cultivados que pertenecían a las comunidades o
parroquias.
Ahora bien, en las provincias de Thûa-Thîas (Hué) y en Quangtri, que
conformaban mi diócesis, se encuentran terrenos arenosos que están a la
venta a un precio ridículo. Así que formulé un requerimiento al Estado
pidiendo un préstamo de varios millones de piastras para reforestar
estas tierras. Al cabo de diez años, devolveríamos al Estado el dinero
prestado junto con intereses. Congregué a mis sacerdotes y les expuse
el proyecto: si una parroquia con tierras no cultivadas en las
cercanías desea un préstamo para cultivar estas tierras, el párroco,
con aprobación de su parroquia, formularía un requerimiento en el que
estarían indicadas estas tierras, la cantidad del préstamo necesario y
el tipo de los árboles que había que plantar. Tras el examen a cargo
del consejo episcopal y una reflexión suficiente, el préstamo se
entregaría al párroco, y él comenzaría con la reforestación. Y cada
año, en el momento del ejercicio espiritual anual, informaría al
consejo episcopal de su trabajo. El examen de las localidades y de los
resultados sería emprendido por los decanos del distrito respectivo.
La mayoría de los párrocos formuló requerimientos en este sentido. Pero
en estos terrenos arenosos sólo podía vivir y crecer un tipo de árbol,
una clase de nogal que los franceses llaman „filao“. Da una
madera de nogal aceptable, peo es una madera muy buena para calentar.
Crece muy rápido y tiene muchas ramas con muchas hojas, que son
apropiadas para cocer el arroz y los alimentos. Y cuanto más se podan
las ramas, tanto más rápidamente brotan otras ramas. Así que, tras la
venta de esta madera de fuego, al cabo de diez años normalmente la
parroquia habría pagado el préstamo con los intereses.
Nota bene: el préstamo no era obligatorio. Quedaba al arbitrio del
párroco pedirlo o no. En este caso, un nuevo párroco, si quería poblar
un terreno descuidado por su predecesor, podía formular su
requerimiento al consejo episcopal, para recibir un préstamo para la
reforestación. Pero para ir seguro, impuse al decanato una
responsabilidad colectiva para la plantación, el pago del préstamo y la
explotación de la plantación.
Puesto que del préstamo concedido por el Estado quedaría una suma
restante grande, con este resto compré un terreno pantanoso, y por
tanto no caro, que había enfrente de mi palacio episcopal, y mandé
construir un gran edificio, con habitaciones que se alquilarían a los
funcionarios estatales que estaban de servicio en Hué... y una gran
plantación de cocoteros y una plantación de filao en Longcô para las
necesidades de la sede episcopal.
Gracias a Dios, este proyecto parecía ser muy prometedor. Todos se
pusieron manos a la obra, y durante los años transcurridos en Hué, la
mayoría de las parroquias logró reunir el dinero de la venta de las
ramas de filao que eran cortadas cada año, mientras que el edificio
construido en la zona pantanosa ante el palacio episcopal, que estaba
totalmente alquilado, aseguraba al episcopado ingresos continuos y muy
interesantes.
Desgraciadamente, el destino de Hué es seguir siendo pobre, pues los
vietcongs (comunistas) se infiltraron por todas partes en mi diócesis,
que estaba a unos 50 kilómetros de la frontera comunista, y los
guerrilleros comunistas hostigaron nuestras dos provincias y
prohibieron a nuestros párrocos devolver el préstamo al gobierno de
Saigón. De esta situación surgió una acusación inconcebible del
arzobispo Diên, que la Santa Sede había nombrado como mi sustituto en
la sede de Hué estando yo exilado en Europa. Él me acusó entonces de
haberme embolsado en mi propio bolsillo los millones prestados por
Saigón para la reforestación. La Santa Congregación para la Propagación
de la Fe me escribió una carta que informaba sobre esta infame
acusación en el momento en que yo regresaba a Roma, después de haber
enterrado a mi sobrina. Era la hermana mayor de mi hermano Nhu, que
había sido atropellada en París por dos camiones conducidos por
conductores americanos.
Contesté enseguida a la Santa Congregación que había de hacer saber a
mi acusador: primo: que el obispo Diên, que vive en el palacio
episcopal construido con mi propio dinero, debe pedir al Padre
procurador de la misión, que vive en el palacio episcopal, que le
entregue los documentos que conciernen a los préstamos concedidos a las
parroquias para la reforestación. Secundo: el obispo Diên debe visitar
las grandes plantaciones de cocos y de filao en Langeô. Tertio: ¿no ha
recaudado el obispo Diên el alquiler del edificio que yo mismo construí
y que se encuentra enfrente de la casa en la que él vive? Por último me
reservaba el derecho de citarle por calumnia ante el tribunal de Rota.
Además: como existían ya enlaces postales entre Europa y Vietnam del
Sur, escribí a mis sacerdotes de Hué y les reproché no haber informado
a mi obispo auxiliar sobre el proyecto de reforestación. Pero estos
sacerdotes me contestaron que, durante el ejercicio espiritual anual,
ellos habían dicho a Monseñor Diên la verdad sobre el préstamo del
gobierno, que el obispo Thuc nunca había visto este dinero conservado
en la procuradoría. Así que Monseñor Diên me había acusado de robo aun
sabiendo que era una calumnia. Asustado por mi amenaza de llevar esta
historia ante el tribunal romano, Monseñor Diên me pidió perdón. Ahí
tenemos la sinceridad de este amigo excelente de Pablo VI, del Papa que
me obligó a retirarme antes del plazo legal, para que Monseñor Diên
fuera nombrado arzobispo de Hué y pudiera realizar su praxis de ofrecer
la mano a los comunistas, para enterrar al gobierno de Saigón. ¡Y
Monseñor Diên se sirvió de los millones, cuyo propietario era yo, sin
pedirme permiso!
* * *
El edificio que servía de procuradoría de la misión de Hué fue
modernizado con la instalación de duchas y baños en cada habitación, y
se construyeron habitaciones para acoger a sacerdotes enfermos o
jubilados, para que pudieran alegrarse de la visita de sus hermanos que
fueran a ver al procurador o al obispo. Y se construyó un edificio de
oficinas para la Action Catholique, con una habitación para el
sacerdote encomendado con esta Action.
Después de todo eso, pensé en construir una nueva catedral, pues la
antigua, que había construido hacía más de 25 años el anterior párroco,
que luego se hizo vicario apostólico de Hué, estaba amenazada de
ruinas. El techo y las vigas, atacados de termitas, se derrumbarían con
el primer tifón.
La nueva catedral, cuyo plan había hecho un vietnamita no católico, un
laureado de la escuela francesa de Roma, era de un modernismo moderado.
Hecha de hormigón armado, y por tanto resistente a los tifones y a las
termitas, ofrecería un lugar conveniente para las festividades
religiosas y sería lo bastante grande para 5.000 personas. Yo tenía una
suma para comprar materiales, mientras que la mano de obra la pondrían
los parroquianos de Phû-cam (la parroquia de la catedral y mi parroquia
natal). Es decir, mano de obra gratuita, bajo la dirección de expertos
pagados. No pude seguir esta construcción hasta su terminación, y mi
sucesor, Monseñor Diên, tuvo el honor de consagrar la nueva catedral en
una concelebración con la mayoría de los sacerdotes de la
archidiócesis. Cuando yo me marché, el interior de la catedral estaba
terminado: ya sólo faltaba construir la fachada. Como ya he dicho
antes, tuve que ampliar el Seminario Mayor de Hué, que pasó a ser
seminario regional para Hué y las diócesis sufragáneas de esta capital;
ampliar la capilla, para que albergara a más de 100 seminaristas
mayores: la vieja sólo tenía 30 plazas. Hubo que acondicionar para su
nuevo destino el refectorio, las aulas de enseñanza, la casa de los
profesores. Dios quiso que yo pudiera estar presente en la terminación
de este seminario regional.
Como el Seminario Menor estaba en el territorio ocupado por los
comunistas del norte, encontré un sitio en medio de la ciudad de Hué, y
pude construir un seminario de hormigón armado para 300 alumnos, con
una hermosa capilla, una cocina con vivienda para las hermanas
cocineras, un campo de fútbol. Todo eso, el Seminario Mayor y Menor,
con el dinero de mi hermano, el presidente.
* * *
Cuento todo esto por extenso para que aquellos que vengan tras de mí
recuerden al gran benefactor de la diócesis de Hué. Pues hay que
agradecer a su generosidad que, durante mi breve estancia en Hué, yo
pudiera terminar todo este programa de modernización. Mi hermano jamás
mencionó a nadie ni una palabra sobre su ayuda desinteresada, así como
hizo con las obras de construcción de la parroquia vietnamita de París.
Por desgracia, su discreción la aprovechó el Padre Gríân, quien
proclamó urbi et orbe que los edificios de esta parroquia habían sido
pagados de su propio dinero. ¿De dónde debería haberlo sacado él, que
había huido a París por miedo a los comunistas y sin un único penique
en el bolsillo? Mi hermano no me contó ni una palabra acerca de esta
ayuda. Sólo lo supe gracias a la señora Nhu, que fue testigo de la
conversación entre el presidente y el Padre Gríân.
Así pues, las pretensiones del Padre Gríân en cuanto a la propiedad de
la capilla y del curato en esta parroquia vietnamita en París son, en
el fondo, un robo, así como todos los beneficios que le han surgido de
ahí, por ejemplo la explotación del restaurante que está instalado
debajo de la capilla y que visitan muchos clientes vietnamitas y
extranjeros. Ésta es la fuente de la riqueza de este sacerdote, que se
hizo multimillonario, que posee villas y otros restaurantes. Por
desgracia, este sacerdote, que se había convertido a la fe católica y
que en su momento era tan piadoso, no pudo resistir a las tentaciones
del oro. Hecho traficante, ha logrado traerse a sus hermanos desde
Vietnam a París, y toda la familia viaja ahora en un coche de lujo. Que
el buen Dios le conceda arrepentimiento y regresar a la piedad de su
juventud.
Durante los años como arzobispo de Hué, mi vida estaba muy llena. Me
iba hacia las 9 a la cama y me levantaba pronto para la meditación y
para la misa. Luego venía la correspondencia. Todo había terminado
hasta las 7. Entonces iba a Phû-cam a llevar la comunión a mi madre,
que yacía en cama paralítica de artrosis, luego me dirigía a la obras,
para inspeccionar los trabajos de construcción.
Hacia las nueve estaba en el palacio episcopal, para recibir a
sacerdotes y diocesanos que querían verme. Por cuanto respecta a los
sacerdotes: se me presentaban con un papel donde estaban sus ruegos o
preguntas. Así podía responderles con pocas palabras y escribirles
luego si la pregunta requería una reflexión más larga. De este modo,
los cófrades no tenían que quedarse eternamente en Hué, sino que podían
regresar a sus parroquias como muy tarde el día siguiente a su llegada
al palacio episcopal.
Cada mes convocaba el consejo episcopal, que constaba de provicarios y
superiores de distrito, para que me entregaran todas las informaciones
sobre sus distritos.
Un asunto me importaba mucho: mi archidiócesis tenía que ser
autosuficiente, es decir, económicamente autónoma. El mismo problema y
la misma preocupación que en Vinhlong. Roma, es decir, la Santa
Congregación para la Propagación de la Fe, tiene que satisfacer las
necesidades de las misiones. El dinero viene de los fieles: miembros de
la Obra para la Propagación de la Fe, de la obra de la Santa Infancia,
de la obra del Apóstol San Pedro. Las dos primeras obras las había
fundado una cristiana francesa de Lyon. Así que Vietnam, aunque
aún era dependiente de la Santa Congregación para la Propagación de la
Fe, tenía su jerarquía, que no constaba de vicarios apostólicos sino de
arzobispos. Así pues, la Vietnam católica tenía que mantenerse por sí
misma y entregar las limosnas de las obras misionales papales a las
auténticas misiones. ¿Pero cómo hacer comprensible este concepto a
nuestros cristianos? ¿Cómo educarlos en esto?
Ante todo, haciendo a nuestras parroquias autónomas con el dinero
eclesiástico. Y para ello, se tenía que hacer contribuir a nuestros
creyentes en el establecimiento del presupuesto de la parroquia. El
párroco puede congregar a sus parroquianos y darles a conocer las
necesidades monetarias de la parroquia: escuela, hermanas maestras,
culto, etc., y la contribución de cada persona adulta conforme a sus
posibilidades. Así, la limosna más pequeña, la más pequeña contribución
monetaria, pasa a conocimiento de todos, y asimismo toda la parroquia
conoce los gastos. Normalmente, para nuestros parroquianos debería
bastar con renunciar cada semana a un paquete de cigarrillos para poner
en marcha su parroquia.
Normalmente a los párrocos no les gusta este modo de proceder, ellos
prefieren recibir el dinero sin exponer públicamente los gastos,
mientras que los cristianos quieren saber qué se ha hecho con sus
contribuciones. La parroquia tiene que tener una sola alma. Poco a poco
uno se acostumbra a ello, y cada uno está orgulloso de poder mantenerse
por sí mismo. No sé si mi sucesor ha seguido animando a nuestros fieles
a cumplir con su deber, y a nuestros sacerdotes a compartir sus
preocupaciones con sus ovejas, pues es más cómodo no dar cuentas de la
administración ni tener que discutir sobre ello para recibir el
consentimiento de los parroquianos, sino disponer sobre su dinero
eclesiástico al propio arbitrio... Un diálogo es más fatigoso que
decidir todo por dictadura.
En Vinhlong tuve que mover siempre a mis sacerdotes al diálogo con sus
fieles. Pero no es complacencia, sino simple y llanamente justicia,
disponer sobre el dinero de otras personas sólo con su consentimiento.
Uno se acostumbra enseguida a ello, pues el hombre es la imagen –aunque
muy pálida– de Dios, su creador, que es todo justicia.
* * *
Mis sacerdotes de Hué (mi querida patria) o son más viejos que yo y me
conocieron como alumno en el seminario, o con mis compañeros de
estudios y mis alumnos en el Seminario Mayor, o –finalmente– mis
cófrades más jóvenes en el sacerdocio. Conocen mis debilidades, pero
también todos ellos están agradecidos por mi respeto e inclinación
hacia ellos. Saben que yo, como todo hombre, puede hacer algo falso,
pero también están convencidos de que he intentado poner la
archidiócesis de Hué cuanto menos a la misma altura de las otras dos
archidiócesis (Saigón y Hanoi).
En lo intelectual y en cuanto a celo apostólico, son equiparables a las
otras diócesis o incluso tal vez más avanzados. Económicamente son
pobres, sólo tienen para vivir las limosnas de misa, pero se las
arreglan bien con la conversión de los paganos.
Saben que la carga que se les impone es necesaria para su bien y el de
la diócesis. Por eso, pese a que yo fuera suspendido del cargo de mi
archidiócesis sin una razón legítima, una archidiócesis que nunca vivió
tal florecimiento como en los años de mi administración, mis sacerdotes
siguieron fieles a mí, al margen de los pocos que conformaban el
círculo de mi sucesor, Monseñor Diên. Éste advirtió enseguida este
estado y se quejó a la Santa Sede sobre esta falta de inclinación hacia
él, y creía que yo estaba tramando una oposición latente. Me tuve que
defender y exigí de la Santa Congregación para la Propagación de la Fe
pruebas de mis actividades secretas. Pues bien, yo jamás escribí otra
cosa a mis pocos contactos de mi antigua sede episcopal sino que ellos
deben obedecer a su obispo, y que la obediencia es más valiosa que
todos los sacrificios. Ahí quedó la cosa. No tengo que lamentar mi
comportamiento hacia Monseñor Diên, porque los miembros de mi clero que
han huido a América o a Europa me siguen demostrando su inclinación
hacia mí después de mi larga ausencia de Vietnam.
* * *
Quizá uno se pregunte por qué me importaba tanto tener un Seminario
Menor en Hué, un Seminario que era capaz de acoger a 300 estudiantes.
Fue porque nuestros cristianos en Hué son pobres y porque en Hué hay
una escuela de enseñanza secundaria cuyo director era yo. Y allí se
tenía que pagar matrícula, por lo que no era accesible para la gran
mayoría de los católicos. Los seminaristas que siguieron hasta el
sacerdocio no son muy numerosos, pero aquellos que abandonan el
seminario se ganan bien la vida como empleados del Estado. Ahí nos
prestaron muchos servicios. Actúan también como dirigentes de la Action
Catholique, lo cual es aún mejor.
Pero no he olvidado la cuestión de las vocaciones tardías. A nuestros
sacerdotes en el Seminario les di la siguiente indicación: acoger
amorosamente a estos jóvenes, aconsejarles que acaben sus estudios ahí
donde los hubieran comenzado para conseguir el título de bachillerato.
Después de estos estudios secundarios, acogerlos en el seminario para
hacer que aprendan dos años de latín. Luego ingresan en el Seminario
Mayor. Pero entre tanto, para que conserven su orientación al
sacerdocio, reunirlos los días libres en el Seminario Menor, para que
participen de la vida de los seminaristas y hablen con ellos sobre la
vocación. Este contacto regularmente repetido y frecuente es
indispensable, pues el mundo seduce, y la situación espiritual sobre
todo en Hué es, desde el punto de vista económico, poco brillante. ¿Se
puede decir que las vocaciones tardías son más constantes y engendran
sacerdotes mejores que aquellos que vienen al sacerdocio por el camino
normal del seminario? Nada lo demuestra. He visto vocaciones tardías
que han fracasado, y otras que han aguantado, como sucede también en
aquellos que son educados en nuestros seminarios.
Uno de los fines de mi administración en Hué fue hacer de nuestras
hermanas de la cruz verdaderas religiosas con los tres votos. Pues
bien, Hué tenía 5 conventos: en Dilsan, una gran comunidad cristiana en
la provincia de Quâng-tri, en D‘oDg-son, provincia de Hué, Phû-cam,
también en Hué, y Kêbang, en la provincia de Quâng-Binh. Cada convento
tenía sus bienes, su noviciado, su ámbito de acción de trabajo
apostólico, su escuela. Lo que tenían en común era la alta de los votos
de la orden, y eso desde la fundación hasta el comienzo de la
evangelización de Vietnam.
El primer vicario apostólico de Vietnam halló algunas asociaciones de
mujeres con vida comunitaria, pero sin ningún lazo espiritual. Les dio
una regla para la vida comunitaria sin votos ordinarios. Ciertamente,
aquello era cómodo para quienes las empleaban a su servicio, es decir,
el obispo y los sacerdotes. Se las podía emplear para todo: enseñar a
los catecúmenos, cocinar para los seminarios, para los hospitales,
recoger las cosechas en los arrozales de la misión, etc. Estaban a
disposición del los párrocos, trabajadoras con un suelo muy pequeño,
trabajadoras que trabajan día y noche cuando se las necesita. Un mínimo
de ejercicios piadosos, un mes de vacaciones al año, y eso hasta que no
puedan más. Entonces la casa materna las vuelve a acoger y las
entierra. Así pues, ningún derecho, ninguna defensa, un mínimo de
formación religiosa.
Pues bien, la mujer vietnamita es admirable por su entrega, por su
destreza y también por su heroicidad. Quizá sea superior al hombre
vietnamita. Los primeros agitadores contra los intrusos en Vietnam –los
chinos– fueron las dos hermanas Trung-trûc y Trung-Nhi. Alzaron el
estandarte de la revolución, derrotaron a los chinos en diversas
batallas, y luego, cuando estaban sitiadas por las fuerzas superiores,
se suicidaron ahogándose en el río. Pero nuestros compatriotas
siguieron su ejemplo y lograron expulsar a los chinos de Vietnam tras
mil años de ocupación.
Cuando yo era obispo en Vinhlong, nuestras dos órdenes de hermanas de
la Cruz, la de Cai-mon y la de Cainhum, habían jurado sus votos de
orden hacía poco, pero su empleo a cargo del clero en las parroquias
era abusivo. Las hermanas eran enviadas de dos en dos: una mayor y una
joven, es decir, una comunidad difícil. En teoría tenían que ir siempre
dos juntas. En la práctica estaban a menudo solas: por ejemplo cuando
el párroco enviaba a una a a parroquia a recoger algo o a la iglesia
para traer alguna cosa. Así que un párroco artero podía estar „solus
cum sola“ con una joven religiosa, a la que podría cortejar o abusar de
ella. Y eso sucedió, no a menudo, pero sí alguna vez. ¿A quién debería
quejarse? La misión de las religiosas dura 10 meses, sólo regresa a la
orden los dos meses de junio y julio, para descansar.
Fórmense ustedes su propio juicio sobre mi perplejidad cuando, en la
confesión, la religiosa me contaba que cada mes sólo había recibido
rara vez la misa y la comunión, porque tenía que quedarse con sus
catecúmenos en la pequeña parroquia. Sin embargo, los domingos y días
de fiesta el sacerdote sólo celebra una misa en su parroquia principal,
donde tiene su sede. Así pues, mucho trabajo, una alimentación no muy
rica, porque la joven religiosa la ha tenido que preparar y comer a
toda prisa. Visita de los catecúmenos, no sólo mujeres y niños, sino
también hombres maduros y jóvenes vigorosos. Alimento espiritual muy
pobre. Si estas hermanas podían resistir a la tentación, eso era
heroísmo. Así que tuve que prescribir a mis párrocos que pagaran el
viaje a las hermanas, para que todas las semanas pudieran ir a la misa,
a la confesión y a la comunión, al menos una vez. En caso contrario, se
las quitaría. Para su enseñanza, las mandaba (a las jóvenes) a Saigón,
a las hermanas francesas de San Pablo de Chartres, para que obtuvieran
el „diplôme élémentaire“, y las más dotadas, el „brevet élémentaire“, y
durante el postulado y noviciado se hicieran hermanas maestras. Con
estos pobres diplomas, estarían como académicas ante nuestros
sacerdotes, los cuales, aparte del latín, no tenían ningún diploma
estatal. En consecuencia, se las empezó a respetar cada vez más. Y
cuando yo fundé la universidad católica en Dalat, algunas fueron ahí y
pudieron obtener una licenciatura, pues la mujer vietnamita es muy
inteligente.
Así que en Hué escogí de cada orden a dos hermanas y las mandé a Dalat,
a las canónicas de San Agustín, que tenían ahí una escuela de enseñanza
secundaria. Allí, estas hermanas de la Cruz terminaban un noviciado
como auténticas religiosas, y luego volvían a Hué. Y desde entonces
todas las religiosas, tanto las mayores como las jóvenes, tenían que
terminar su noviciado y hacerse auténticas religiosas, pues en Hué el
noviciado y la escuela de enseñanza secundaria están juntos, en el
antiguo palacio del delegado apostólico.
Este palacio de la delegación de Hué lo habían puesto a mi disposición,
porque, desde que Saigón era la capital política, el delegado había
obtenido una sede en esta ciudad para estar cerca del gobierno civil.
Ahora hay una superiora general para todas las órdenes. Ella reside en
la casa y dispone sobre la propiedad de mi familia donde yo nací, junto
con su consejo, del que forma parte una sobrina mía que posee una
licenciatura obtenida en Roma. Las órdenes conservan sus posesiones,
pero pagan por la manutención del noviciado común y de la escuela
secundaria. Así pues, esto es un éxito, que es para mí un verdadero
consuelo.
Sopla en Vietnam un fuerte viento de persecución, pero las religiosas
están bien preparadas para resistirlo, como lo hicieron sus antecesoras
en los 200 años de persecuciones. Ninguna hermana de la Cruz ha
calumniado a Jesús pisando el crucifijo con los pies, mientras que un
sacerdote y un seminarista lo han hecho. Éste último, a diferencia del
primero, se arrepintió de su cobardía y se dejó aplastar bajo las patas
de un elefante guiado por sus perseguidores. El sacerdote tenía el
nombre de Duyêt, y el seminarista, el bienaventurado Bot. Eso justifica
mi opinión sobre el valor de la mujer vietnamita, única en el mundo.
Todo esto sucedió en el período de tiempo relativamente breve entre
1960 y 1968, 8 años de los cuales yo pasé la mitad en Roma, primero
para tomar parte en la preparación del Concilio, y luego con mi
asistencia al Concilio Vaticano II. Eso fue el último destello de mi
actividad sacerdotal y episcopal. El resto de mi vida es una serie de
fracasos, cuyo curso referiré después de haber descrito mi modesto
papel en el Concilio pastoral.
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