Después de haber terminado este inciso sobre una originalidad del
sistema comunitario vietnamita, vuelvo a los miembros de mi familia:
Después de mi hermana, la tierna Hiêp, vino su opuesto, mi hermana
Hoâng. Opuesta en cuanto al carácter, pero las dos se querían mucho.
Pequeña, pero bien proporcionada, de inteligencia viva –muy práctica–,
es la única de nosotros que amontonó una buena fortuna. Tuvo como
marido a un joven que pertenecía a una familia de notables de nuestra
parroquia, la misma de la que procedía el marido de Hiêp. Se llamaba
Lê. Era empresario, como su padre. Era enérgico y ganaba dinero, pero
murió relativamente joven de tuberculosis, dejando a mi hermana Hoâng
con una pequeña hija, que más tarde se casaría con el Sr.
Trân-trung-Dung, licenciado en derecho, uno de los ministros de mi
hermano Diêm.
Para sorpresa de todos, mi hermana Hoâng se hizo también „empresaria“ y
tuvo éxito. Murió después de haber visto aún cómo su hija se casaba y
se convertía en madre de una hija pequeña. Yo estuve con ella en sus
últimas horas. Fue valiente hasta el final.
Mi hermano Cân es el único de mis hermanos que no posee ningún diploma.
Eso se debió a la salud muy débil que tuvo desde niño. Pero
representaba el elemento campesino entre nosotros, que éramos casi
todos intelectuales y mandarinos. El campesino vietnamita era, como el
campesino francés, eficiente, práctico, arraigado. Cân hablaba su
idioma y podía entenderse con ellos. Fue Cân quien organizó el poderoso
partido político que apoyó la política de mis hermanos Diém y Nhu. Supo
reunir los considerables medios financieros que son necesarios para
toda organización política: con el comercio de canela. Cân logró, sin
ningún mandato político y aunque no hablaba un francés fluido, llegar a
ser el gobernador oculto de Vietnam Central.
Jamás salió del país. Rara vez iba a Saigón. No conoce Tonkin, pero
poseía barcos y manejaba millones de piastras. Era un poder. Los
gobernadores oficiales de Vietnam Central le pedían consejo para la
administración. Su final fue trágico pero heroico, como digno
descendiente de los Ngô.
Tras el asesinato de mis hermanos Diêm y Nhu por unos combatientes
pagados por los americanos, Cân desapareció de la faz de la tierra. Lo
descubrieron por un ardid del cónsul americano en Hué: un católico.
Como sabía que Cân era buen amigo de los padres redentoristas
canadienses de Hué –Cân había dado millones a los padres redentoristas
para la construcción de su hermosa iglesia en Hué–, este cónsul entabló
contacto con el padre superior de la orden y le dijo: „No sé por qué se esconde el Sr. Cân. No tenemos nada contra él. Si
usted conoce su escondrijo, dígale que tendrá a su disposición un avión
americano para que pueda dirigirse a Roma junto con su hermano el
arzobispo.“
El padre superior consultó a sus cófrades y entabló contacto con Cân.
Cân consintió y exigió del cónsul americano un documento en tres
idiomas: francés, inglés y vietnamita, que aseguraba a los padres
redentoristas y a mi hermano que el gobierno americano llevaría a mi
hermano a Roma para encontrarse conmigo. Pero en el día acordado, un
avión americano aterrizó en el aeropuerto de Phû-Bâi, cerca de Hué,
tomó a mi hermano a bordo, voló en dirección a Saigón y aterrizó en el
aeropuerto de Tân-son-Nhûit en Saigón, para entregar a mi hermano a los
generales rebeldes, los asesinos de mis hermanos. Ésta es la sucia
política americana, el verdadero rostro de la CIA: per fas et nefas.
Metieron a mi hermano en un escondrijo, vigilado día y noche en una
jaula. Se le hizo un proceso político. Se lo condenó a ser fusilado.
Todo eso pudo suceder porque lo permitió la divina providencia. Se
puede decir que, en un sentido religioso, Cân era el menos católico de
nosotros. Cumplía su deber pascual, sólo se iba a dormir después de
haber rezado su rosario, asistía todos los domingos y día festivos a la
Santa Misa, era caritativo, pero no era fervoroso y se limitaba a la
comunión pascual. Dios permitió la emboscada que los americanos le
tendieron, y permitió el proceso injusto contra él, para que pudiera
morir como un cristiano.
En su jaula, recibió a diario durante más de un mes la Santa Comunión
con la asistencia de un padre redentorista vietnamita, de un padrino de
mi hermano menor Diêm. Murió valientemente, con el rosario en una mano
y señalando con la otra mano a los soldados del pelotón de ejecución su
corazón, gritando: „¡Apunten aquí! ¡Viva Vietnam!“ Aunque vivió como
cristiano poco fervoroso, murió sin miedo, como verdadero católico y
vietnamita.
Nuestro hermano más pequeño Luyên es el que recibió una formación
cuidadosa y completa gracias a la dedicación de mis hermanos Khôi y
Diêm. Tras terminar la escuela básica con los hermanos en Hué, fue
mandado a Francia con doce años. Entró en el sexto curso del Collége de
Juilly de los padres oratorios. Luyên era muy inteligente, siempre el
primero de su clase. Del sexto curso saltó al cuarto y luego al
segundo. Hizo su bachillerato y logró ingresar en la Ecole Centrale des
Ingénieurs de París, saliendo de ella como ingeniero. Volvió a Vietnam,
se hizo director del catastro, primero en Vietnam, luego en Camboya,
que en aquella época era protectorado francés.
Cuando mi hermano Diêm fue nombrado gobernador de Vietnam del Sur,
Luyên condujo a la delegación sudvietnamita a Ginebra, en Suiza, para
discutir sobre el destino de Vietnam. Vietnam del Sur, que estaba
aislada, no pudo impedir la separación de Vietnam del Norte, que,
aparte de Tonkin, comprendía las provincias centrales hasta el río
Cua-Tung.
Vietnam del Sur, bajo la guía de Luyên, se negó a firmar las
convenciones de Ginebra, pero no pudo más que someterse a esa derrota.
Diêm concentró todas sus energías en preparar la venganza, formando un
ejército fuerte, una administración ejemplar, la unificación de Vietnam
del Sur, eliminando los ejércitos privados, pues cuando Diêm, a
petición del emperador Bao-dai, a quien Francia había vuelto a poner en
el trono, marchó a Saigón, esta nueva capital, con sus alrededores
inmediatos, era el feudo de Bay Viên, un bandido. La provincia de
Tây-minh era el feudo de los caodaístas, y la de Soetrang era el feudo
de los Hoa-haô.
Mi hermano Diêm confirmó a Luyên en su función de embajador, una
función que le había confiado Bao-dai, que residía en Londres, donde
representaba a su país en Bélgica, Holanda, Austria y Túnez. Las
conexiones entre Bao-dai y Luyên habían empezado cuando ambos estaban
en París, cuando mi hermano era alumno del Collège en Juily y Bao-dai,
que vivía en París, estaba con Monsieur Charles, antiguo gobernador
superior de Annam bajo el gobierno de Khâi-dinh. Éste había confiado el
príncipe a Monsieur Charles para que lo educara. Por aquel entonces yo
estaba en París, en el Institut Catholique, para conseguir una
licenciatura para el ministerio doctrinal y los domingos llevaba a
Luyên al príncipe heredero, que en aquella época se llamaba Vinh-Thay y
cuyo nombre de soberano fue más tarde Bao-dai, para que pasara con éste
su día libre. Los dos jóvenes jugaban juntos a las canicas y otros
juegos.
Estas conexiones le hicieron posible a Luyên avisar a Bao-dai de que mi
hermano Diêm había sido seleccionado para la tarea de hacer resistencia
a la absorción de Vietnam del Sur por el Norte comunista, gobernado por
Ho-chi-Minh.
Gracias a su función de diplomático en Europa, Luyên escapó al destino
de mis tres hermanos que se quedaron en Vietnam y que fueron asesinados
por los generales rebeldes pagados por la CIA americana, mientras que
yo mismo, que como miembro del Concilio Vaticano II me había quedado en
Roma, también salvé la vida, aunque ante el gobierno del Sur y ante
Pablo VI había hecho todo lo posible para poder regresar a Hué, para
vivir o morir con mis ovejas, pues yo, como arzobispo, era su pastor.
Luyên es hoy cabeza de una familia con doce hijos. El décimotercero,
una hija, murió en 1976 en un accidente de coche. Los mayores están
casados o ganan su dinero de otro modo. Luyên, envejecido y de salud
débil, sigue siendo fiel a nuestra santa religión y comulga todos los
domingos. Tiene una buena memoria, y yo trato de convencerle de que
escriba sus memorias políticas, pues él conoce el tema perfectamente,
mientras que yo mismo me ocupé exclusivamente de mis tareas como obispo.
Después de estas página que están dedicadas a mis padres y hermanos,
vuelvo a los recuerdos de mi miserable vida, una vida sobrecolmada de
las misericordiosas atenciones del buen Dios. He contado algo de mis
estudios en Roma, en París, de los comienzos de mi servicio sacerdotal
en Hué, primero como profesor con los hermanos vietnamitas (una
congregación fundada por mi padre espiritual, Monseñor Joseph Allys,
vicario apostólico de Hué), bajo la dirección del Padre Hô-ngoc-Cân,
que luego hubo de ser el primer obispo de Nbû-Chu en Tonkin. Después de
haber sido profesor en el Gran Seminario de Hué, director oficial del
Collège secondaire de la Providencé de Hué, fui nombrado vicario
apostólico en Vinhlong. Este vicariado conservaba las provincias de
Vinhlong, Bentri y una pequeña parte de Sadee: un territorio separado
del vicariado apostólico de Saigon, que antes se llamaba vicariado de
la Cochinchina occidental, mientras que el vicariado apostólico de
Quin-hon se llamaba vicariado apostólico oriental, y el de Hué,
vicariado apostólico del Norte.
En 1938, cuando yo tomé posesión de él, mi vicariado tenía unos sesenta
sacerdotes y menos de 100.000 católicos entre más de un millón de
habitantes. Es una tierra de hermosos jardines y, sobre todo, buenos
campos de arroz. Nuestros sacerdotes de Cochinchina son de un carácter
afable y sencillo, no son formalistas y complicados como los de Tonkin,
porque los cochinchinos eran de la raza de los pobladores que fueron
enviados para poblar Vietnam del Sur, que había sido arrebatado a los
camboyanos y a los cham, mientras que los vietnamitas del centro (entre
los que me cuento) son hombres serios, que trabajan duramente, ya que
el centro no es fértil como el sur: tierra pobre, raza valiente y
reflexiva. Del centro proceden los regentes de Vietnam, y también
revolucionarios como Ho-chi-Minh.
Esto se verifica también en el sentido eclesiástico. De los cuatro
primeros obispos vietnamitas, tres eran de Vietnam Central: Monseñor
Dominique Hô-ngoo-Cân, Monseñor Lê-hûû-Tû y yo mismo. Sólo uno, el
primero, era del sur, Monseñor Nguyên-ba-Tong. La Cochinchina, un país
muy rico, en el momento de mi promoción a obispo de Vinhlong, era
administrativamente una colonia francesa. Los cochinchinos era
„súbditos franceses“, y muchos de ellos consiguieron la ciudadanía
francesa, de la que estaban orgullosos, y consideraban a sus
compatriotas de Vietnam Central, que sólo eran „protegidos franceses“,
como ciudadanos de segunda clase, llamados a modo de escarnio „bân“ es
decir, pueblo de los juncos, en alusión a los remadores de juncos de
Vietnam del Norte y Central, que vinieron al sur a hacer comercio.
Sin embargo, la Santa Sede puso sus ojos en un „bân“, el hijo de un
remero de juncos (aunque yo era hijo de un ministro del emperador y
doctor por las universidades de Roma). Los franceses de Cochinchina
también se asombraron de esta elección, y un periódico francés de
Cochinchina predijo al nuevo episcopado un futuro muy triste, puesto
que este episcopado, confiado a un hijo de conversos, corría el riesgo
de perder la fe, que era la herencia de los franceses... Pero yo no
conocía esta mentalidad de la gente del sur, y me volví a encontrar
como único de mi especie, sin amigos, sin conocidos. Tal vez me salvara
esta incertidumbre, pues me comporté simplemente como un hermano entre
hermanos. Como no conocía especialmente a ningún sacerdote, los trataba
como amigos míos.
Como ya dije en las primeras páginas de „Misericordias“, a Monseñor
Dumortier, vicario apostólico de Saigón, la Santa Sede le encomendó
reclutar personal del nuevo vicariado apostólico de Vinhlong, tomar
para sí a los mejores del clero de Cochinchina y retirar a todos sus
misioneros franceses. Yo llegué a la ciudad de Vinhlong, la sede
episcopal, sin una casa para el obispo, sin un sacerdote que me
recibiera, pues el párroco de Vinhlong, un misionero, había viajado de
regreso a Francia de vacaciones.
Todos los sacerdotes del nuevo vicariado me recibieron en la iglesia de
Vinhlong en la ceremonia de obediencia. Entonces comimos con Monseñor
Dumortier, y cada uno regresó junto con sus cristianos. Yo me quedé
solo y no tenía a nadie que preparara la cena. Además estaba enfermo de
gripe, y tenía conmigo a mis dos hermanos mayores, Khôi y Diêm. En la
pequeña casa parroquial sin párroco había sólo una única cama. Yo llevé
a mis dos hermanos al jefe de la parroquia, un ricachón gordo que se
llamaba Nuôi. Rico no siempre significa misericordioso. Les mostró a
mis hermanos dos bancos de madera desnuda. Mis hermanos, con el
estómago vacío, pero cansados del largo viaje desde Vietnam Central
hasta el oeste de Cochinchina, se tumbaron completamente vestidos en
los bancos y cayeron en un profundo sueño.
Habiendo regresado a la casa parroquial, me extendí sobre mi cama, una
simple estera. Así transcurrió mi primer contacto con mi sede
episcopal. Tenía 41 años. Yo estaba muy lejos de prever que Vinhlong
habría de ser mi consolación, que su clero me apoyaría con todo su
corazón para organizar esta tierra de nadie, y que nuestra relación
sería muy fraterna, y finalmente, que desde Vinhlong yo
trabajaría con las manos desnudas y la bolsa de dinero vacía en la
fundación de la universidad de Dalat: un milagro de la bondad de Dios
hacia los descendientes de tres siglos de mártires.
Mis comienzos en Vinhlong fueron muy sencillos: encontrar un cocinero.
Mi familia me envió desde Hué al cocinero Vinh, excelente cocinero,
pero muy amigo del alcohol de arroz, el „chum-chum“ de los soldados
franceses de tropa. Entonces mi madre sacrificó al pequeño cocinero, un
antiguo pastor de cabras que ella misma había formado. Se llamaba An,
su padre fue también el cocinero del Padre Stoeffer, un alsaciano
sucesor de Monseñor Allys en la parroquia de Phûcam. An era un buen
cocinero, inteligente, pero de carácter malhumorado. De cuando en
cuando tenía que darle algunas monedas de céntimos, para hacer que en
sus labios apareciera una pequeña sonrisa. Tenía también un muchacho
joven, se llamaba Tri y era el sobrino de mi madre. Tri estaba dotado
de una vagancia extraordinaria. Mi tío, que era su padre, fue el hombre
más paciente del mundo. En su pequeña familia su mujer siempre le ponía
trabas, y era poco respetado por sus hijos, de los que tenía un montón.
La vagancia de Tri, su primogénito, había consumido sus fuerzas, así
que la única solución para librarse de él era confiármelo. Pero Tri
barría el episcopado una vez a la semana. La excepción a esta regla
eran las visitas del presidente de la república, mi hermano Diêm. Así
que, prácticamente, barría yo mismo la casa todos los días, para que en
el episcopado reinara la limpieza. Y Tri se encerraba en su pequeña
habitación, que era un caos indescriptible.
Según la legislación eclesiástica y el uso en las misiones, cuando la
Santa Sede, es decir, la Santa Congregación para la Propagación de la
Fe, decide la formación de un nuevo vicariado apostólico, cuya
administración se confía a un sacerdote indígena, el obispo de la
misión entrega esta parte bien organizada del antiguo vicariado, que
posee por tanto seminario, catedral y naturalmente palacio episcopal.
El dinero líquido en la caja se repartía también.
En el caso del vicariado de Vinhlong, segregado del de Saigón, que
antiguamente estuvo confiado a los misioneros extranjeros de París y
que fue dirigido por el santo Monseñor Dumortier, sucedió todo lo
opuesto. Monseñor Dumortier conservó la parte organizada y me dio la
parte yerma: yo no tenía ni catedral, ni sede episcopal, ni seminario.
Y como la Santa Sede había transferido al mismo obispo la tarea de
organizar dos vicariados, Monseñor Dumortier puso en su diócesis de
Saigón los mejores sacerdotes, y mandó a Vinhlong los que menos valían
e incluso a algunos de virtud dudosa.
Por cuanto respecta al dinero: Saigón, que poseía plantaciones de hevea
y campos de arroz, tenía mucho. Pero Monseñor Dumortier, fiel al adagio
de que „cada uno es prójimo para sí mismo“, necesitó sólo un año para
gastar los medios financieros de la diócesis para obras en las
parroquias que pertenecían a su futuro episcopado. El resultado: en el
cofre de dinero quedaron sólo 300.000 piastras, un resto de los
millones que la misión materna poseía antes de a separación en dos
misiones. Y monseñor Dumortier llevaba adelante este principio de
reparto: El dinero tiene que repartirse según la superficie de cada misión.
Aunque yo sabía poco de la extensión exacta de las dos misiones, estaba
seguro de que la misión de Saigón tenía una superficie que era al menos
tres veces mayor que la de Vinhlong. Seguro de que esto era así, le
dije a Monseñor Dumortier que, según su criterio, yo no sólo no
recibiría ningún penique de estas 300.000 piastras, sino que encima aún
tendría que devolverle dinero. Pero yo no tenía ni un penique en el
bolsillo, porque la misión de Vinhlong había comenzado sin ningún
penique. En mi opinión, era más justo repartir los medios financieros
conforme al número de cristianos. El litigio se llevó a Roma, y Roma
decidió que mi criterio era el correcto. Así que recibí 10.000
piastras. Con estos miserables fondos comenzó la misión. Monseñor
Dumortier tuvo que comprarme aún una vivienda, una casa de un piso con
un pequeño jardín como sede episcopal. A mí me quedaba ahora encontrar
los medios para edificar un Seminario Menor y, más tarde, un seminario
mayor.
De momento se me permitió enviar a nuestros seminaristas mayores a Saigón.
Como medio de locomoción, para hacer un viaje por mi misión y entablar
contacto con mis sacerdotes, sólo tenía mi bicicleta, una máquina
sólida pero pesada salida de la manufactura de Armes et Cycles de
St.-Etienne. Pero la misión de Vinhlong abarcaba dos provincias y un
tercio de otra. No se la puede recorrer cómodamente con la bicicleta. Y
con mi bicicleta yo ya había hecho una hora de vuelo ante mi catedral
provisional, cuando provoqué un vuelo sobre mi caballo de hierro y caí
ante el portal de la iglesia, donde estaba el párroco con los niños de
su coro, con el asperges en la mano para recibirme. Pero este incidente
fue enviado por la providencia, pues este vuelo episcopal fue conocido
en Saigón, y los antiguos alumnos de los hermanos, que tienen un bello
colegio en Saigón, recaudaron dinero para ofrecerme un viejo cacharro,
un Citroen, a mí, un antiguo alumno del Collége Pellerin de Hué.
¿De dónde tomar un chófer? ¿Con qué habría que pagarle? ¿Dónde darle
alojamiento? A estas tres preguntas sólo hallé una solución: cuando yo
viajaba en mis visitas, los párrocos me daban de comer y un sitio para
dormir. Así que mi cocinero ya no tiene nada que hacer. ¿Por qué no
tomarlo como mi chófer? El Padre provicario de Vinhlong, el buen Padre
Dang, un ciudadano francés, un hombre muy piadoso que sabía
apañárselas, me prestó un chófer para iniciar a mi cocinero An en los
misterios del coche. An obtuvo su carnet de conducir sin examen, puesto
que los examinantes lo dispensaron de él confiando en la palabra del
obispo, que asumió a cambio toda responsabilidad futura.
An conducía muy bien, y estaba orgulloso de ser chófer y a la vez
maestro de cocina. Sobre todo cuando el obispo de Vinhlong recibió su
Mercedes, su Versailles y su Jeep: estos dos últimos coches fueron
regalos de benefactores, el Mercedes lo adquirí yo mismo, porque había
ahorrado las fuertes divisas que nuestro gobierno me había concedido
para mis viajes al extranjero, especialmente para que pudiera
corresponder a la invitación de la Santa Sede durante el Concilio
Vaticano II.
Así que ahora tenía una vivienda, pequeña pero suficiente para mí, mi
secretario y mis dos sirvientes, con un par de celdas para huéspedes
que vinieran. Necesitaba pese a todo un párroco para la parroquia de
Vinhlong. Tuve que escribir a Monseñor Dumortier y pedirle un
sacerdote. Tuvo la bondad –o quizá la fortuna– de desembarazarse de un
sacerdote dudoso, enviándome al Padre H., que en su aspecto externo se
parecía a San Luis de Gonzaga, pero que en realidad era un
desequilibrado sexual y un ladrón de gran estilo. Me di cuenta de ello
demasiado tarde. Ha muerto: paz a su alma.
Me vi obligado a devolver a Monseñor Dumortier un joven vicario: joven
por cuanto respecta a la edad, pero vicioso desde hacía años. Monseñor
Dumortier tuvo que aceptar. Por lo demás, este pobre joven colgó poco
después los hábitos. Fue mejor así. Se ganaba su sustento como maestro
de escuela gracias a la enseñanza que había recibido en el Seminario
Menor.
Monseñor Dumortier esperaba que yo le devolviera otros candidatos, pero
como estos casos, que con certeza eran desgraciados, no se hicieron
públicos, me limitaba a amonestar a los culpables en privado o a
enviarlos a un ejercicio espiritual. Como yo procedía de Vietnam
Central, donde casos semejantes eran extremadamente raros, yo estaba
atónito de descubrir tantas debilidades. Hablé de ello a Monseñor
Dumortier. He aquí su respuesta: „Eso se debe a que en Cochinchina hace
mucho calor.“ Tal vez tenga razón. El continuo calor húmedo consume
todas las energías. Sin refugio en la oración constante y humilde, sin
una entrega auténtica a nuestra Madre purísima, es imposible no caer.
Pero mis fieles, que amaban mucho a sus sacerdotes, a menudo cerraban
los ojos.
Como remedio contra esta situación, comencé de inmediato a convocar
cada mes a mis sacerdotes en el decanato del distrito, a un ejercicio
espiritual serio desde las 7 de la mañana hasta mediodía. Yo era el
predicador. El ejercicio terminaba con la comida del mediodía, y luego
yo examinaba los casos que había que resolver, daba las recomendaciones
necesarias, respondía las preguntas o las dificultades que traían los
cófrades. Apliqué este programa a cada uno de los cuatro decanatos. Las
visitas regulares fomentaban la caridad mutua, la confianza en el
obispo, y se escuchaban directamente las novedades de nuestra misión.
(Misión significa vicariado apostólico.) Así podía intervenir de
inmediato cuando era necesario. Mis sacerdotes empezaron también a
conocer a su obispo, quien, aunque venía de Vietnam Central, se ajustó
muy rápidamente a la mentalidad del sur. Jamás tuve discusiones con mis
sacerdotes: se confiaban a mí, sobre todo a mi discreción. El obispo
nunca debe mostrar partidismos hacia alguno de sus cófrades.
Las amonestaciones deben hacerse en privado. El rostro del obispo tiene
que ser siempre sereno, alegre con todos: gaudete cum gaudentibus -
flete cum flentibus. Yo he amado sinceramente a todos mis sacerdotes, y
creo que ellos también me han querido por igual.
El gran rasgo bueno de los sacerdotes de Cochinchina (es decir, de mi
vicariado), era, y espero que siga siendo, no ocuparse de los demás. Si
usted pregunta a uno de ellos qué piensa del cofrade fulano, él le
responderá: „Monseñor, no sé nada de eso.“ Aquí es sincero, no trata de
ver los errores de sus cofrades. Evidentemente había casos de escándalo
público. Entonces el obispo no tiene que preguntarles, sino vigilar con
amor a sus subordinados.
A veces recibía cartas anónimas. No hay que creerlas enseguida. La
paciencia y la longanimidad traen sus frutos. Pero cuando la acusación
está fundada, hago venir al cofrade inculpado y a solas le descubro las
acusaciones hechas contra él, y le pido que se defienda, pues el obispo
en una parroquia es muy envidiado. Tras escuchar sus negaciones le
muestro las pruebas que me han enviado su acusador o su acusadora, por
ejemplo una carta escrita de su mano. Así que ya no puede negar el
hecho. Entonces le doy una amonestación y le aduzco los motivos
espirituales; ofensa a Dios, sacrilegio por misas celebradas en estado
de pecado mortal, escándalo, infertilidad del servicio eclesiástico, y
eso sin mostrar cólera: más bien muestro una gran compasión.
Finalmente, pedirle que indique el castigo espiritual que él se asigna:
por ejemplo una semana o un mes de ejercicios espirituales en un
monasterio o un translado. Sólo podía gloriarme de este modo de
proceder.
¡El sacerdote está tan amenazado, está tan solo! Si el amor a Dios no
reina en su corazón, tiene que esperar caídas, pues las ocasiones son
múltiples. La gente tiene mucha confianza en su párroco y lo ama. Por
último está el calor agobiante, que enferma los nervios de todos, y el
diablo, que hace muy bien su juego. El sacerdote es tentado casi
siempre con los mandamientos sexto y noveno. Raro es el séptimo, pero
aparece sobre todo para tener los medios para satisfacer inclinaciones
viciosas.
En el norte hay un vicio que tienta al sacerdote: es el alcohol de
arroz (chum-chum). Ahí se hace macerar canela u otras raíces para
hacerlo más fuerte, y ése es el horrendo vicio de la bebida. Este vicio
ataca sobre todo a los misioneros, mucho más a menudo que la lujuria.
Digamos esto en alabanza de nuestros padres en la fe.
La política religiosa del Vaticano se correspondía con el surgimiento
de nuevas naciones en África y Asia. Estas naciones, que velaban
celosas por su recién conseguida independencia –y a menudo al precio de
la sangre–, veían con ojos bastante malevolentes a sus compatriotas
sometidos a los extranjeros, que a menudo pertenecían a las naciones de
sus antiguos opresores. Naciones como Birmania cerraban sus fronteras a
los nuevos misioneros blancos. La institución del episcopado indígena
era indispensable, pero para que alguien se haga un obispo capaz, ya
sea blanco, amarillo, o negro, el Espíritu Santo ya no interviene como
en tiempos de los apóstoles, que, aunque sólo sabían hablar arameo,
después de Pentecostés pudieron hacerse entender entre los extranjeros
presentes en Jerusalén. Pedro, un pescador no formado, hablaba como un
rabino y citaba las Sagrada Escrituras como el más docto escriba.
Fueron los tiempos heroicos. Para provocar una sacudida y abrir una
brecha en el muro del judaísmo y del paganismo, se necesitan argumentos
demoledores, se necesitan milagros, milagros como los que había
predicho Jesús, que eran aún más asombrosos que los que el Maestro
realizó.
Nuestra época ya no es así. La Iglesia forma a sus futuros obispos en
las universidades católicas de Roma, Francia, los Estados Unidos y
otras partes, como la conocida Salamanca en España. Después de un año
como obispo, envié a dos jóvenes sacerdotes de nuestro vicariado, los
padre Quang y Thiên, a Europa, para que pudieran terminar sus estudios
secundarios y universitarios.
Yo mismo, como antiguo estudiante de las universidades romana y
francesa, he llegado a este principio: no enviar a Europa a jóvenes
seminaristas, sino a jóvenes sacerdotes con inteligencia, capacidad de
juicio y conducta seria, que a lo largo de algunos años hayan
introducido en el apostolado mismo. A un seminarista muy joven se le
exige demasiado si se le catapulta al mundo europeo o americano, que es
materialmente tan diferente del tercer mundo, al que pertenecía el
Vietnam de mi época, sobre todo por cuanto respecta a la cultura
material. El lujo, el bienestar, el confort, en el que se sumergirá el
asiático o el africano, lo sacarán de su equilibrio cuando regrese (o
ya no querrá regresar, como han hecho ya muchos asiáticos y africanos
que se apegaron al extranjero, para que no les falte este confort
occidental y ya no tengan que volver a acostumbrarse a la alimentación
frugal, al clima tropical, a la bicicleta y a las cabañas de paja).
Este pobre sacerdote que se niega a volver al país, aniquila los
esfuerzos de la Santa Sede y las esperanzas de sus compatriotas.
Ciertamente, a estas apostasías no hay que arrojarles ninguna piedra,
pero hay que adoptar medidas para reducir las pérdidas. Creo que la
Santa Congregación para la Propagación de la Fe en Roma, finalmente,
tiene que acordar el cierre de un seminario para seminaristas de los
países de misiones y la apertura de un colegio para los jóvenes
sacerdotes de las misiones, que se preparen para su doctorado
asistiendo a las diversas facultades romanas. Este principio se ha
concretado en la apertura del Colegio San Pedro en la Janícula, que ya
ha regalado a los países de misiones un gran número de obispos. Mi
sobrino, el obispo coadjutor de Saigón, Monseñor F. X.
Nguyên-vân-Thuân, que ha salido de este Colegio, es ahora testigo de
Cristo en las cárceles comunistas.
Los dos sacerdotes que yo mismo envié a Europa, son ahora obispos en
Mytho (Monseñor Joseph Thiên) y en Cantho (Monseñor Quang). Pues yo
tenía que construir un Seminario Menor, ya que el de la misión materna
en Saigón ya no podía acoger a todos mis pequeños seminaristas. ¿Pero
cómo construir en ese momento? Estábamos en mitad de la Segunda Guerra
Mundial. No había ninguna posibilidad de recibir mercancías de Francia
ni de ningún otro sitio, puesto que la flota japonesa bloqueaba los
cálidos mares. Pero Francia, nuestra protectora, no había introducido
la industria en Indochina. Nosotros sólo éramos productores de materias
brutas, por ejemplo el exportador francés mandaba el caucho de las
plantaciones de hevea en Cochinchina a su patria Francia. Esta goma,
que en Francia era trabajada, por ejemplo en Michelín, volvía a
nosotros como neumáticos para los coches (fabricados en Francia) o para
las bicicletas, como la que yo había adquirido de la manufactura de
St.-Etienne.
Ni siquiera teníamos una fábrica de clavos. Nuestra piedra de cal
servía para construir nuestras calles, pero ninguna fábrica hacía
cemento de ella. Teníamos montones de madera, pero ningún aserradero.
Toda esta madera tenían que cortarla carpinteros con sus largas sierras
y la fuerza de sus brazos.
Pero, en todo caso, mis seminaristas necesitaban un techo sobre sus
cabezas: había inscritos casi 200. Todavía no había construido nada...
Pero tenía la fortuna de tener a un vietnamita, padre de tres
sacerdotes y de una religiosa, que había ayudado a su párroco –de
Vinhlong– en diversos proyectos de construcción. Su párroco, el Padre
Hang de Bêxtre, que me había prestado a su conductor como profesor de
autoescuela para mi cocinero, me lo nombró.
Aproveché de inmediato la ocasión y le hice venir. Después de haber
acordado su sueldo, me puse a buscar un terreno. La fortuna me hizo
encontrar un gran terreno, cerca de mi sede episcopal, algo pantanoso,
pero donde era fácil hacer un terraplén con los detritos de la ciudad
de Vinhlong. Como entre estos detritos había simientes de diversos
árboles frutales o de cucurbitáceas, mi seminario tuvo un hermoso
jardín, donde las verduras crecían en abundancia. A los carreteros a
quienes la ciudad empleaba en sacar afuera las basuras de casa, les di
una propina. Los carreteros se dispensaron de ella, en lugar de tener
que sacarla fuera de la ciudad, para esparcirla en el cercado del
seminario. Pues lo primero que había que hacer era construir un cercado
de ladrillos (había una fábrica en Vinhlong), con argamasa hecha de cal
indígena, obtenida de las conchas de moluscos, de los que en
Cochinchina hay en abundancia, y de buena arena, para evitar el
escamoteo. Las chozas de paja eran la vivienda de los trabajadores, de
mi contramaestre, y servían como almacén de la madera para los
carpinteros. Pues todos los muebles había que hacerlos de madera:
pupitres, escritorios, camas, suelos de madera para el piso, todo el
andamiaje, etc. Yo iba todos los días a la obra. De ahí regresaba por
la noche. Eso me distraía de mis trabajos espirituales y de las
preocupaciones acuciantes de un obispo que aún estaba en el aprendizaje
y que se hallaba ante problemas aparentemente irresolubles, por ejemplo
fabricar clavos. Antes de la guerra todo eso venía de Francia, vendido
a los vietnamitas por los „tíos“. Éste es el nombre que daban los
vietnamitas a los chinos que se encuentran siempre donde hay un mercado
y que tienen una concubina vietnamita, puesto que el chino, por lo
general un cantonés, dejaba a su primera mujer en China. Casándose con
una vietnamita (o quizá comprando una tal como esposa, como madre de un
montón de mestizos), el chino muy práctico encuentra una compañera para
la cama, una buena cocinera, una ayuda para la venta y una traductora,
si es que sólo puede chapurrear el vietnamita. Pero ahora estaban
agotadas todas las reservas de metal o de hierro. Alguien tuvo la idea
de ir a la orilla del mar y recoger ahí los alambres de metal que los
pescadores utilizan para fijar sus redes y que, después de un largo
uso, desechan. Así que mis fieles me enviaron entonces estos trozos de
alambre, que fueron cortados y trabajados cuidadosamente para hacer de
ellos puntas.
***
Una vez que estuvo terminada la construcción del seminario, hice venir
a las hermanas de la Cruz de Caimón [Caimón es el nombre de la
comunidad cristiana (parroquia) en la que se encuentra el convento de
estas hermanas]. Tenían que administrar la cocina del seminario.
Para nosotros no es ningún problema llenar el Seminario Menor, puesto
que los cristianos vietnamitas sienten una gran adoración hacia el
sacerdocio, y sacrifican con gusto a uno, dos e incluso a tres hijos
para el seminario. Pagan lo que pueden para la manutención de sus
hijos. Nosotros los acogemos, pues aunque no alcancen el fin superior,
el sacerdocio, en todo caso han disfrutado de una buena formación
secundaria –latín, francés– y en su parroquia pueden ser una gran ayuda
para el párroco como jefe de la Acción católica o ingresar en la
administración ciudadana, y también ahí un católico formado puede ser
apóstol de su medio, ayudar al clero, si tiene que ver con el gobierno.
Es decir, la Iglesia no tiene nada que perder si abre del todo las
puertas del seminario.
Los comunistas están convencidos de ello. Por eso fijan un numerus
clausus para el ingreso en el seminario: no más de dos personas por
año, de las que están convencidos de que, al menos, no están contra los
dogmas marxistas. Con este sistema creen que pueden ir ahogando
paulatinamente la fe católica, pero nuestros antecesores estuvieron más
de 200 años sin sacerdotes, y la fe católica vietnamita pudo sobrevivir
y propagarse.
En Tonkin, donde han practicado desde hace más de 10 años este método
contra la formación de candidatos al sacerdocio, la religión ha
sobrevivido. Estos obstáculos sólo acrecientan la animadversión de
todos hacia el sistema marxista: entre los paganos, a causa de toda
suerte de deficiencias en la alimentación y las ropas, a causa de la
manipulación propagandística todas las noches, después de un día de
trabajo agotador miserablemente mal pagado, por el que se recibe lo
justo para no morirse de hambre. La única clase que vive bien es la de
los dirigentes pequeños y grandes.
Ante la carencia de sacerdotes, nuestros católicos, ahí donde no hay
párroco, los sábados por la tarde se ponen de camino y recorren
kilómetros a pie (o en bicicleta quienes la tienen), para llegar a una
parroquia donde se celebra una misa dominical. Este éxodo es un modo de
predicar de camino la religión a los paganos.
De mi Seminario Menor de Vinhlong salió un joven obispo, obispo
ayudante del obispo de Vinhlong, mi segundo sucesor, que procede de una
parroquia donde hace más de 100 años hicieron misionado hijos de San
Francisco de Asís, concretamente de Cainhum, la más antigua parroquia
de mi diócesis y quizá una de las más antiguas comunidades cristianas
de Cochinchina. En su iglesia hay una Virgen que está vestida de modo
español, es decir, una estatua que cambia de vestido según las fiestas.
Cainhum tiene una orden de hermanas de la Cruz, la segunda de la
diócesis junto con la dem Caimón, que ya se mencionó. El actual obispo
ayudante del obispo de Vinhlong tiene dos tías, hermanas de su padre,
que son hermanas en esta orden.
Hago aquí una digresión para relatar acerca de mi estancia en Cainhum.
Fue después de la invasión de las tropas japonesas en Indochina,
después de la Segunda Guerra Mundial y la sublevación comunista que le
sucedió, y que se produjo cuando las tropas tuvieron de Japón que
rendirse a los chinos de Chiang-kai-chek (más tarde refugiados en
Formosa).
Yo había abandonado mi sede en Vinholng y tuve que huir a Cainhum, pues
si me hubiera quedado en el Vinhlong ocupado por las tropas francesas,
me habría sido imposible visitar las otras parroquias de mi diócesis.
Los franceses ocupaban sólo las ciudades en la orilla del Mekong:
Vinhling, Bente, mientras que el interior del país estaba controlado
por los comunistas.
En aquel momento, el Gran Seminario de Saigón se había retirado también
a Cainhum, y ocupaba el convento de las religiosas catequistas. Yo tomé
mi vivienda en la casa parroquial de Cainhum, que estaba vacía, puesto
que el párroco había huido a otra parte y su vicario también había
escapado a otro sitio. Los dos profesores del Gran Seminario no se
atrevían a salir de su vivienda. En la casa parroquial, yo daba lección
de catecismo a los niños, la clase de religión para el convento de
monjas, visitaba a los enfermos y les llevaba la comunión. La misa se
celebraba antes de las seis de la mañana, cuando aún era oscuro. La
iglesia estaba sólo medio llena de fieles, y a mí me extrañaba que no
viniera más gente, pues cuando en Vietnam había paz, a la misa iba los
días entre semana tanta gente como a la misa del domingo.
He aquí la respuesta: la falta de tejido (algodón). Cada familia no
tenía pantalones ni vestidos suficientes para todos. En consecuencia,
cada uno iba por orden a misa, con los pantalones comunes.
A causa de esta falta de pantalones, me sucedió una historia divertida.
Una vieja cristiana mandó a su nieto a que me recogiera, porque ella
estaba enferma. Cuando yo fui a verla, le expresé mi asombro, porque
era la primera vez desde hacía un mes en que hacía para ella las veces
de párroco, pero ella estaba enferma en la cama desde hacía
aproximadamente diez días. He aquí su respuesta: „No tenía pantalones
para mí. Los únicos pantalones los empleaban mis hijos y nietos.“ Yo me
dije: tú eres Martín, pues tu santo es San Martín, que dio la mitad de
su abrigo a un mendigo que temblaba de frío. Haz tu ofrenda, dale a la
abuela tus segundos pantalones, pues tú tienes dos.
La anciana sanó enseguida, y la vi en la misa dominical orgullosa de
llevar los ex-pantalones del obispo. Pero al cabo de un par de días, la
abuela desapareció de la faz de la tierra. En la clase de catecismo
pregunto a los niños a causa de la ausencia de la abuela: ¿Está otra
vez enferma y en la cama? Su nieto, en su candidez, me contesta: „Mi
abuela ha perdido sus pantalones en el juego.“ Pues, como ellos mismos
reconocen, los vietnamitas son grandes jugadores, pues para llenar su
tiempo libre en aquella época no tenían muchas distracciones. ¿Qué he
de hacer ahora? ¡Yo sólo tengo unos pantalones! Entonces el Espíritu
Santo (creo que fue Él) me dio una buena inspiración: en la iglesia, en
la sacristía, hay tejido suficiente para dar a los cristianos de
Cainhum pantalones cortos, y a las cristianas algo más largos.
Pedí a las religiosas que separaran el forro de las casullas y de las
capas (ya lo repondríamos luego, cuando Francia nos enviara tejido).
Sacrificaremos todas las banderas francesas (escondidas a causa del
comunismo) para esta obra de caridad. ¿No ha dicho Jesús: estuve
desnudo y me vestisteis?“ „Pero Monseñor, estas banderas, estas
telas de forro, son de diversos colores. Pero para nosotros los
vietnamitas, los pantalones son negros para las mujeres y blancos para
los hombres.“ Yo les respondí: „No es tan grave. La guerra es la
guerra. Hermanas, ¿queréis sacrificar vuestros velos negros para cortar
pantalones para las mujeres, y los velos blancos de vuestras novicias
para los pantalones de hombres?“
Este juicio digno de Salomón encontró la aprobación de toda la
comunidad parroquial. La bandera francesa con su parte roja, hizo feliz
a los niños, con sus modernos pantalones rojos. La parte azul se
utilizó para las niñas, la blanca para los hombres y el forro de tejido
negro para las mujeres. Cuando faltaba algo, se teñían las partes que
sobraban con un colorante negro, y todos estaban contentos, y todos
volvieron a visitar la misa matutina.
***
Durante mi estancia en Cainhum, hice una consagración, pues tenía un
diácono llamado Quyên, cuya ordenación sacerdotal se había pospuesto a
las „calendas griegas“, porque se tenía la sospecha de que estaba
enfermo de lepra. Procediendo de Saigón, vino a mí como „Refugium
peccatorum“. Era un buen muchacho, un poco nervioso, pero de buena
conducta, y como yo necesitaba un sacerdote, lo mandé examinar por los
médicos vietnamitas, que practicaban la medicina de los antepasados:
decoción de diversas plantas. Me aseguraron que el diácono Quyên no
mostraba ningún síntoma de lepra. Le mandé empezar una semana de
ejercicios espirituales, y el domingo siguiente Cainhum vivió en la
misa festiva una consagración sacerdotal con un obispo que, como báculo
episcopal, tenía una caña recubierta de papel y plata y como cabeza una
mitra de papel. Este sacerdote, consagrado bajo el régimen comunista,
vive todavía, y le va bien.
Algunos días después de la consagración episcopal, le transferí un
servicio algo extraordinario, a saber, asistir en su última hora a un
tipo que había sido condenado a ser fusilado por una tropa francesa que
había hecho una redada en Cainhum y que lo había detenido, porque era
sabido que él había denunciado a vietnamitas amigos de los franceses,
que por este motivo habían sido asesinados por los comunistas. El pobre
sacerdote nuevo no podía rechazar este servicio. Dio la confesión al
condenado (un ex-religioso), le dio el viático, pero cerró los ojos
cuando escucha gritar al jefe del pelotón: „¡Apunten, fuego!“ Fue para
él el comienzo de su servicio.
Desde Cainhum yo visitaba todos los rincones de mi diócesis, no a
través de montañas y valles, sino a todas partes en canoa, donde se
come, donde se duerme, donde los cristianos reman día y noche en equipo
a través de esta red de ríos, de las hijas del gran Mekong, que
recorren toda mi diócesis. Mis sacerdotes me recibían en el
embarcadero. Pero esta ausencia de Vinhlong dejó mala impresión entre
las hermanas francesas, que me consideraban comunista.
Cuando Francia logró pacificar la Cochinchina, obligando a los
comunistas a regresar a sus guaridas –sólo tenían sables y bambús
puntiagudos a modo de lanzas y muy pocos fusiles–, yo regresé a
Vinhlong. Las pobres hermanas no quisieron ir al episcopado para
saludarme. Pero poco a poco se fueron aplacando, cuando vieron que yo
no guardaba rencor contra ellas, y sobre todo cuando comprobaron que mi
modo de actuar había salvado la vida de sus cohermanas, que trabajaban
en el campo, mientras que ellas mismas (una minoría) vivían tranquilas
en Vinhlong y Bentre. Pues los comunistas respetaron a sus cohermanas
que pertenecían a mi diócesis, mientras que las pertenecientes a la
diócesis de Saigón, que era dirigida por un obispo francés, fueron
expulsadas por los comunistas a los bosques, donde murieron mil
muertes, porque no tenían alimentos ni vivienda, estaban sin sacerdote
y sin ningún consuelo.
He hablado de paso de las hermanas de la Cruz, del convento de Caimón,
con más de 200 hermanas. En el de Cainhum hay unas cien. ¿De dónde
vinieron estas hermanas? Tras las primeras conversiones al cristianismo
a cargo de los misioneros jesuitas, se consagró al Señor un gran número
de mujeres, no sólo provenientes de la clase normal, sino también
algunas damas de la corte imperial. Esta consagración fue practicada
por las bonzas femeninas. Cuando los primeros vicarios apostólicos
aparecieron en Vietnam, entre ellos Monseñor De Lamothe-Lambert del
Seminario de las misiones extranjeras de París, éste reunió a estas
vírgenes en una comunidad y les dio una regla de vida. Pero tal vez
subestimó el valor de estas neoconversas, y por eso no les permitió
jurar los tres votos de la orden de pobreza, castidad y obediencia,
aunque estas almas practicaban en realidad la pobreza material con más
rigor que las religiosas de la antiguas comunidades cristianas, así
como la castidad y la obediencia frente a sus superiores, e incluso
tenían un tiempo de noviciado.
Este modo de vida duró tres siglos, y sólo se interrumpió poco antes
del Vaticano II. Yo tuve el privilegio de introducir estos votos entre
las hermanas de la Cruz de mi archidiócesis de Hué, tras un noviciado
serio bajo la dirección de las agustinas de Dalat. Cierto que si se
quedaban sin votos, el obispo podía confiarles todo tipo de tareas,
pero, en sentido estricto, no eran esposas de Cristo.
* * *
El terreno adquirido para el Seminario Menor era lo bastante grande
como para construir un hospital de un piso y una casa para el médico.
El médico se llamaba doctor Lesage. Él había servido a las tropas
francesas que habían sido enviadas para restablecer la dominación
francesa obstruida por los japoneses. Lesage no era un católico
practicante, pero era muy caritativo. En lugar de regresar a Francia,
se quedó en Vietnam, un médico que era un don de la providencia para
los habitantes. En Vinhlong sólo teníamos una enfermería. Lesage había
entablado contacto conmigo, yo estaba muy contento de tenerlo. Por eso
se construyeron el hospital y la pequeña casa del médico. Lesage sólo
se hacía pagar por aquellos que podían: a los menesterosos les atendía
gratis. Le gustaba tanto Vietnam que adquirió la ciudadanía vietnamita.
Pobre doctor, no pudo prever ni el triunfo del comunismo ni su
detención y envío al campo de reeducación. Como era vietnamita, Francia
no pudo reconocerlo como hijo de la patria y liberarlo de las garras
marxistas.
Cuando el seminario de St.-Sulpice de Hanoi tuvo que ser evacuado de
Tonkin, porque había caído bajo el yugo comunista, para dirigirse con
más de 50 seminaristas mayores a Cochinchina, en vista de la necesidad
de vivienda que padecían y de sus dificultades para continuar con las
lecciones, les ofrecí este hospital como seminario provisional. Pues yo
recuerdo haber estado invitado en St.-Sulpice de París, cuando estaba
preparando mi licenciatura en el Institut Catholique y vivía en la casa
sacerdotal, calle Cassette. Los padres de St.-Sulpice eran muy
prudentes. Cuando pudieron ir con sus seminaristas a Saigón, donde
pudieron establecerse, nuestros contactos se interrumpieron. Pues
pensaban que los contactos con el hermano del presidente de la
república no estaría bien vistos por las autoridades bajo Pablo VI,
quien, engañado por el masón Cabot-Lodge, estaba convencido de que
nuestra familia perseguía a los bonces budistas. Un extraño error, ya
que los budistas vietnamitas habían declarado públicamente que jamás un
gobierno había subvencionado sus obras como el gobierno de
Ngô-dinh-Diêm. El mismo masón había tenido que ver con el asesinato de
mis tres hermanos Diêm, Nhu y Cân.
Cuando los alumnos del Seminario Menor terminaron sus ocho años de
enseñanza secundaria: latín, francés y vietnamita, tuve que construir
un Seminario Mayor para Vinhlong. La providencia vino en mi ayuda.
Encontré un terreno, que por aquel entonces era un campo de arroz de
más de tres hectáreas, a la puertas de Vinhlong, en la Calle Principal,
que conduce a la transbordador de Mu-Thuân. Este transbordador lleva a
la otra orilla, donde discurre la gran carretera hacia Mytho y Saigón.
Lo primero que había que hacer era recubrir el terreno en una
superficie suficiente para que pudiera soportar el edificio firme del
Seminario Mayor. Para ello se tuvo que delimitar la extensión de las
obras, y luego, en otra parte del terreno comprado, cavar estanques. La
tierra que salía de estas excavaciones servía como material de relleno,
y los estanques así creados servían como espacio vital para la cría de
peces. Los peces eran alimentados con las sobras de la comunidad de los
seminaristas, y sobre todo (me da un poco de vergüenza decirlo) con los
residuos humanos, que comían muy a gusto. Así que sobre estos estanques
se construyeron los baños del seminario.
Esta cría es muy usual en todas partes de Cochinchina. De Camboya
vienen juncos que traen en sus flancos crías de peces, que son tan
pequeñas que se necesitan redes como mosquiteras, con los intersticios
más pequeños, para capturar estos pequeños peces. Se compra el
contenido de algunos juncos, se echan estas crías de peces, que crecen
muy rápidamente, en los estanques. Al cabo de dos años los peces pesan
varios kilos, sobre todo si se los ha alimentado con residuos humanos.
Antes de venderlos, se los deja un mes sin comer, y su carne es
excelente. En las escuelas de las parroquias hay siempre un estanque de
peces, y la venta de estos peces sirve para pagar al maestro. Por lo
demás, ¿por qué sentir repugnancia hacia esto? Nuestras plantas,
nuestras lechugas, viven de residuos animales, es decir, de estiércol.
Sólo que nosotros no teníamos dinero para adquirir abonos sintéticos y
químicos, que a menudo producen verduras y frutas sin sabor. Las
Sagradas Escrituras nos dicen el Miércoles de ceniza: „Recuerda, oh
hombre, que eres polvo, y que en polvo te convertirás.“
Este seminario habrá de tener un destino bastante adulador, pues de
Seminario Mayor de Vinhlong pasará a ser Seminario regional para
Cochinchina Central, y finalmente habrá de ser confiscado por los
comunistas.
***
Cuando hablé de mi „secesión“ en Cainhum, dije que el Seminario mayor
de Saigón se retiró ahí para escapar de la presión de los comunistas,
que hostigaban la capital del sur. Los edificios que en aquella época
alojaban este Seminario pertenecían a la comunidad de los catequistas,
religiosos que habían jurado los tres votos. El fundador de esta orden,
cuyos miembros servían en las diócesis de Saigón y de Vinhlong, era un
hombre santo, el Padre Boismery de las misiones extranjeras de París.
Cuando lo encontré, estaba paralizado por el reúma y ya casi no veía
nada. Había de morir pronto. Después de él, un anciano Padre vietnamita
pasó a ser superior de la orden, sin otra aptitud que poder darles
determinadas instrucciones –además de dar a diario la misa a los
novicios–, pues tan pronto como han profesado, estos religiosos van a
todas partes donde se les llama a enseñar el catecismo a los recién
convertidos. Pero este Padre superior no conocía las características de
la vida monacal. Así, por ejemplo, al jurar voto de pobreza, los
religiosos, ahí donde trabajan, necesitan a menudo el permiso para
adquirir ciertas cosas, y por tanto dispensas de la pobreza. Así que
tenían que escribir al Padre superior, exponer los motivos por los que
pedían una dispensa. Pero el servicio de correos que hay en las
ciudades, no lo hay en los territorios campesinos, y por eso había que
recurrir a oportunidades: a viajeros que estaban de camino a Cainhum,
un lugar muy pequeño. Así que el Padre superior pensó esta solución:
los religiosos que en los meses de las vacaciones de verano regresaban
a la casa materna, antes de regresar a la misión, debían recibir del
Padre superior una lista con unas veinte dispensas de la pobreza. Así,
si en el curso del año esta lista se había agotado, el religioso tenía
que pedir una nueva lista.
Pero formar religiosos sin vivir su vida, sin conocer las
características de la vida religiosa, era un puro desatino. Había que
remediarlo. Estos religiosos tenían que poder dirigir a sus novicios,
uno o dos de estos religiosos tenían que ser ordenados sacerdotes, para
asegurar la misa y dar la confesión a sus hermanos. Me puse manos a la
obra. Elegí a tres de ellos que la comunidad consideró, en votación
secreta, los más adecuados para cumplir la función del superior. Yo
mismo me convertí en su profesor de teología, y de este modo pude
consagrar al primer sacerdote de la comunidad de los hermanos de
Cainhum. Más tarde fueron enviados jóvenes religiosos de Francia, para
estudiar literatura, ciencias naturales, filosofía y teología, para
asegurar la supervivencia de esta congregación tan necesaria y
meritoria. La Santa Sede aprobó mi modo de proceder.
Después de haber subsanado estas necesidades de las que parecía sufrir
la nueva diócesis de Vinhlong, dirigí mi atención al lado material. Sí,
teníamos campos de arroz, sobre todo en la isla de Cô-chien y en el
delta de la provincia de Bentre. Ciertas parroquias estaban dotadas de
buenos campos de arroz, pero la mayoría de ellas no tenían nada. Sin
embargo me pareció que tenía que resolver este problema: cada parroquia
tenía que ser autosuficiente para sus necesidades normales. El párroco
no debía pedir apoyo al obispo ni tener que ir a mendigar entre los
cristianos para tener los medios de pagar a las hermanas en las
escuelas. El obispo o la caridad pública tienen que intervenir sólo en
casos excepcionales, por ejemplo la fundación de una nueva comunidad
cristiana, la construcción de una escuela destruida por un tifón o un
incendio. Con ello no se obliga al sacerdote a convertirse en mendigo.
En nuestros territorios, apenas hay otras fuentes de ingresos regulares
que las cosechas de los campos de arroz. Así que hay que dotar a las
parroquias pobres de campos de arroz. ¿De dónde conseguir el dinero
para comprar algunos? En la Cochinchina occidental existe la fuente de
ingresos de poblar las superficies no empleadas, pero en nuestras
antiguas provincias de Vinhlong, Bentre, Sadec, ya no hay más „tierras
de nadie“.
Tras una larga reflexión, me di cuenta de que teníamos una fuente de
ingresos: la dotación anual que la Santa Comunidad para la Doctrina de
la Fe asigna a los territorios de misionado. Así, mi episcopado recibe
anualmente tres millones de piastras. ¿Qué hacen de ordinario los
obispos con esta suma? La distribuyen entre los sacerdotes que la
necesitan, sin contar con las necesidades propias del episcopado, como
los seminarios o la construcción de una catedral.
En Vinhlong decidí entregar una buena parte de la asistencia anual de
la Santa Sede a las parroquias pobres, para que pudieran comprarse
campos de arroz. Los párrocos recibirían prestado del episcopado una
suma, que la irían devolviendo poco a poco, hasta haber amortizado la
deuda. Así que, cuando yo abandoné Vinhlong, todas las parroquias eran
„autosuficientes“.
Esto presupone una estancia bastante larga del obispo en una diócesis.
Yo podía hacer algo por Vinhlong, porque estuve aquí más de 25 años. Es
natural que un obispo tenga sus propias ideas, y que las ideas de su
predecesor no tengan por qué ser las mismas. El buen Dios me ha
favorecido habiéndome olvidado en Vinhlong, desde 1938 hasta 1960. Mis
dos sucesores se encontraron con una diócesis que estaba dotada de
todos los elementos necesarios para su vida, e incluso de los medios
que las otras misiones no poseen: cada parroquia tenía los recursos
indispensables.
El propio obispo tenía los medios para emprender nuevas fundaciones,
porque en Saigón yo mismo puede conseguir un buen terreno, que estaba
en la arteria más frecuentada de la capital, en la calle que antes se
llamaba Chasseloup-Laubat. Donde yo pude construir una casa para los
viajes de nuestros sacerdotes que tuvieran que quedarse un tiempo en
Saigón, y una clínica llamada St.-Pierre, que aporta las rentas para
nuestra misión. En esta clínica de dos pisos hay dos habitaciones
reservadas para el obispo: su dormitorio con un escritorio para
trabajar, y una pequeña capilla instalada en otra habitación.
En la parte del terreno que daba a la calle, había viviendas
construidas por personas privadas, según un plan aprobado por el
obispo, cuya propiedad, después de 13 años de uso a cargo de quienes
las habían construido con sus costes, volvería a transferirse a la
misión de Vinhlong. ¿Cómo puede adquirir este grandioso terreno en
mitad de Saigón, con casi una hectárea de superficie? Es una historia
algo larga, y un poco trágica.
En vida de Monseñor Dumortier, yo vivía en su palacio episcopal cuando
por motivos de trabajo estaba de camino a Saigón. Al cabo de un tiempo,
vi que no era muy práctico que el palacio episcopal de Saigón sólo
tuviera un pequeño cuarto para los huéspedes que están de viaje. A
veces no sabía dónde debía vivir yo (pues, al fin y al cabo, los
sacerdotes no viven en hoteles). Así que era necesario tener un
alojamiento para mí y para mis sacerdotes. En aquella época, el obispo
de Saigón, el sucesor de Monseñor Dumortier, era el joven Monseñor
Cassaigne. Me presenté a él y le pedí que me vendiera una parcela del
terreno que pertenecía a la misión de Saigón en esta capital. Monseñor
me respondió que eso era difícil, porque este terreno estaba ocupado
por los cristianos que vivían de alquiler. Habría que echarlos de ahí,
lo que el pueblo no vería con agrado.
Después de haberme despedido del obispo, me dirigí a un Padre al que
conocía, el párroco de la importante parroquia de Choí-quan, y le
expuse mis dificultades. El párroco me dijo: „Quizá se dé la
posibilidad de encontrar un terreno en la ciudad, en una buena zona,
pero es un antiguo cementerio y ahí hay todavía una docena de tumbas.
Este cementerio, que tiene más de cien años, se halla ahora por debajo
de la superficie de la ciudad, y durante los seis meses de lluvia se
convierte en un pequeño lago lleno de mosquitos. Rodeado de una tapia
firme, no muy elevada, sirve de letrina a los viandantes que tienen una
necesidad urgente, pues en Saigón no hay letrinas públicas. Pero si se
logra rellenar este terreno, transladar las tumbas al nuevo cementerio,
tendrá usted un grandioso terreno en el centro de la ciudad, en una
calle como la rue Chasseloup-Laubat, que es muy frecuentada.“
Fui al palacio episcopal y le pedí al obispo que me cediera este
cementerio. Monseñor Cassaigne empezó a reír y me dijo: „¡Encárguese
usted de cambiar a los muertos de tumba! Eso será un gran problema.
Rellene usted este lago, y lo le doy el terreno gratis.“ Le di las
gracias y le pedí que me emitiera un certificado sobre la cesión
gratuita, después de haber inspeccionado el lugar. Monseñor respondió:
„No es necesario ir ahí. Ahí sólo hay cadáveres. Escríba el certificado
usted, que para eso es doctor de derecho canónico, y yo se lo firmaré
enseguida.“
Media hora después, armado con el certificado de cesión que llevaba el
sello de Monseñor Cassaigne, fui al gobernador de Cochinchina, a quien
conocía muy bien, y le dije de broma: „Señor gobernador, desde hoy por
la mañana soy su súbdito por partida doble. Pues acabo de adquirir un
terreno en Saigón, donde usted tiene su residencia oficial. Es el
cementerio de Choí-quan, en la rue Chasseloup-Laubat.“ El gobernador me
dijo: „Me parece bien, porque este cementerio se ha convertido en el
lugar más insano de nuestra capital, en unas letrinas públicas. Si
usted está de acuerdo, yo retiro de ahí a los muertos. Usted se ocupa
de rellenar el terreno hasta la altura de la ciudad.“. Yo le dije: „Por
cuanto respecta a transladar las tumbas, yo me ocuparé de ello, pero la
orden de retirarlas vendrá de usted, porque los vietnamitas son muy
sensibles en lo que se refiere a sus antecesores.“ El gobernador mandó
promulgar la orden de translado. El obispo de Vinhling mandó recopilar
los restos de los muertos no reclamados y llevarlos a una pequeña
capilla en el nuevo cementerio.
Ustedes pensarán: ya está hecho. El obispo de Vinhlong se ha convertido
en propietario de un terreno totalmente desemcombrado que cuesta
millones de piastras, rodeado de edificios firmes en el centro de la
capital del sur. Pero, ¡ay¡, la cosa no había llegado a su final. El
terreno pasó a ser objeto de litigio entre Monseñor Cassaigne y
Monseñor Drapier, nuestro delegado apostólico, y yo mismo. El motivo
que concierne al Monseñor de Saigón: „Usted es“, me escribió, „doctor
en derecho canónico, y sabe muy bien que una propiedad inmobiliaria por
valor de millones no puede cambiar de propietario sin autorización de
la Santa Sede. Pero el antiguo cementerio de Choí-quan vale millones.
Así que mi regalo a usted es inválido. Yo recupero el terreno.“
Para el delegado apostólico, a quien Monseñor Cassaigne pidió juzgar el
litigio jurídico entre los dos obispos, el motivo de su descontento
contra mí fue el siguiente: a su orden expresa de enviarle mis actas
sobre el asunto del cementerio y mis argumentos contra la devolución a
Monseñor Cassaigne, a pesar de mi respeto y de mi agradecimiento hacia
aquel que me había consagrado obispo, tuve que responderle: „Non
possumus“, pues el delegado no tiene jurisdicción sobre los obispos y
el clero así como sobre los fieles en el país que depende de su
delegación. Sólo tiene el deber de informar a la Santa Sede sobre el
estado de su delegación. Además, ni él ni yo teníamos tiempo para este
intercambio de impresiones ni para analizar los argumentos en mi favor.
Así que los dos prelados tuvieron que apelar a la Santa Congregación para la Propagación de la Fe.
Estaban seguros de ganar su causa. Durante el ejercicio espiritual
anual para el clero de Saigón y Vinhlong, que estaba congregado en el
seminario de Saigón, Monseñor Cassaigne informó de ello a los
sacerdotes presentes, y les aseguro que el obispo de Vinhlong sería
derrotado por completo. Por desgracia, el ejercicio espiritual terminó
antes de Navidades, y en los primeros días del nuevo año, los dos
prelados recibieron de Roma, como regalo de Año Nuevo, una carta que
les comunicaba que el obispo de Vinhlong tenía razón: „Pues si el
cementerio tiene actualmente un valor, ese valor se agradece a la
sagacidad del obispo de Vinhlong, por haber transladado las tumbas. En
su estado antiguo no tenía ningún valor monetario.“
Esto sólo para comprobar qué útil, más aún, qué indispensable es el
conocimiento del derecho canónico para un obispo. De otro modo, puede
vulnerar estas leyes en prejuicio de sus subordinados, a no ser que
tenga a su lado a un sacerdote que haya terminado estudios canónicos
serios y le aconseje. Monseñor Cassaigne no tomó la cosa por lo
trágico: había querido defender los intereses de Saigón, pero se
equivocó en ello. Seguimos siendo tan amigos como antes. Para Monseñor
Drapier, esta derrota quedará grabada en el registro de sus
descontentos contra mí.
***
Monseñor Drapier era un dominicano, piadoso e instruido. Fue enviado
como misionero a la parte de Mossul, en Asia Menor. Era un misionero
muy capacitado. Ahí había sido padre espiritual de las dominicas, que
se ocupaban de los huérfanos de estas tierras de oriente, donde, de
cuando en cuando, sentimientos mundanos de odio –políticos o
religiosos– se descargaban en masacres. Por eso estos niños eran
huérfanos. Como párroco de misiones, el Padre Drapier no vivía en un
monasterio, como sus hermanos espirituales en Europa. Así que tenía
cocinero y sirviente. Su cocinero era un huérfano libanés. El Padre
Drapier lo casó con una huérfana de las hermanas, y se llevó al
matrimonio cuando fue hecho delegado apostólico en Vietnam.
La delegación apostólica se encontraba por aquella época en Hué, que
todavía era capital de Annam (Vietnam Central). Él trataba a este
matrimonio, que había conocido desde niños, como a sus propios hijos.
Así, cuando no tenía com |