„Misericordia Domini in aeternum cantabo“
Autobiografía de Monseñor Pierre Martin Ngô-dinh-Thuc, arzobispo de Hué
Traducción de Alberto Ciria
„Misericordia Domini in aeternum cantabo“. Con esta alabanza de los
profetas comienzo la historia de mi alma. Que estas memorias animen a
otras almas a recurrir a esta misericordia divina para convertirse y
santificarse.
Mi insignificante vida espiritual se parece a un tejido cuyos hilos son
los rayos de esta misericordia. Pues la misericordia de Dios, que desde
la eternidad entera se ha dignado a echar una mirada a este átomo que
es mi alma y a decidir que ella salga de la nada, jamás ha cesado de
rodearla de Su misericordia, de rodearla aún más estrecha y firmemente
cuando esta miserable nada trata de escapar de los lazos tan tiernos
del novio de mi alma.
Tal vez otras almas puedan volverse con razón al amor de Dios, para
amarlo y adorarlo: almas vírgenes, almas contemplativas, almas que
huelen a santidad, según el modelo de Querubín y Serafín. Almas como
las de las dos Teresas, como la de San Juan de la Cruz, la de Luis de
Gonzaga, la del Padre Pío.
Ellas tienen el derecho a hacerlo. Pero por cuanto respecta a mi alma
pecadora: ella sólo puede ofrecerle a Dios lágrimas, como Magdalena, y
cantar en este mundo y en el otro la misericordia de Dios.
El buen Dios, el muy misericordioso, para darme tiempo para
arrepentirme, me ha concedido una longevidad y una salud que no se
encuentran en mi familia.
Con más de ochenta años, sin haber estado gravemente enfermo, dotado de
una inteligencia que tanto en el Seminario Menor como en las facultades
católico-romanas y en la Sorbona me hizo ganar concursos, la
misericordia de Dios me ha dejado el tiempo y los conocimientos tanto
religiosos como profanos, que me ayudaron en mi conversión.
Soy vietnamita: esta procedencia explica mi carácter. Así como el hecho
de ser francesa permite comprender la santidad de la pequeña Santa
Teresa de Lisieux, y el de ser castellana caracteriza a la gran Teresa
de Ávila.
¿De dónde viene esta raza vietnamita, si se puede creer los anales
milenarios de los chinos, que siempre fueron nuestros enemigos? Los
viets ocupaban la comarca que hoy constituye Pekín, por la que discurre
el gran Río amarillo. Los chinos penetraron en esta tierra muy fértil,
donde las estirpes de los viets hallaban el cómodo sustento de su vida.
Contra estos enemigos, que se multiplicaban rápidamente, los
infinitamente menos numerosos viets comenzaron una lucha fatal y
desigual, que perdieron. Pero los viets ofrecieron una resistencia
incesante –en la que fueron desplazados hacia el sur–, y su última
capital, en territorio actualmente chino, fue Cantón.
Cuando Cantón fue ocupada por los „celestes“, los viets hallaron un
territorio favorable para la defensa: un desfiladero que en lo sucesivo
se llamó las Puertas de Annam, donde cerraron el camino a los chinos.
Más tarde, los chinos lograron romper las Puertas de Annam, y ocuparon
el delta del Río amarillo, donde fue edificado Hanoi, y eso a lo largo
de casi mil años.
Los viets jamás perdieron el coraje, y lograron expulsar a los chinos,
gracias al arrojo heroico de las dos hermanas Trung-trac y Trung-schi,
que en esta batalla heroica perdieron su vida. Pero, enardecidos por
este ejemplo de las mujeres vietnamitas, los viets llevaron el empeño
de estas dos hermanas hasta su fin: los chinos perdieron
definitivamente Vietnam, los vietnamitas se esforzaron política y
diplomáticamente por aceptar una especie de vasallaje bajo el soberano
chino, entregándole en ciertos períodos algunos regalos característicos
de nuestro país.
Pero tenemos que reconocer que la ocupación china milenaria fue ventajosa para Vietnam.
Así, fue ventajosa la subdivisión del territorio estatal en provincias,
prefecturas, pueblos, tal como estaba subdividido el Imperio del Medio
[China], pero con la diferencia específica por cuanto respecta al
pueblo. Pues el pueblo de viet es una pequeña república, y trata al
Estado como un Estado trata a otro. Cuando el Estado imponía al pueblo
una contribución para la guerra, tanto en dinero como también en
hombres, los nobles del pueblo dividían la aportación en dinero de cada
habitante del pueblo, y decidían a los jóvenes que debían ser
reclutados para la armada real. Había un proverbio que expresaba la
relación entre el Estado y el pueblo: los decretos del rey se doblegan
ante las costumbres del pueblo. El alcalde (Ly-trûûong) no era el jefe
del pueblo, sino el representante del consejo del pueblo ante las
autoridades superiores. Él recibía los golpes de vara cuando las
autoridades estaban descontentas con el pueblo.
Los miembros del consejo del pueblo eran primero los habitantes del
pueblo que ostentaban un título de mandarín (los antiguos mandarines);
luego los letrados, que habían aprobado los exámenes de tres años para
bachiller, licenciado y doctor; y finalmente los ciudadanos más
influyentes en cuanto a riqueza.
Este consejo, en el que estaba representada prioritariamente la
inteligencia y no la riqueza, distribuía en partes iguales los campos
de arroz entre los ciudadanos. Pues, cada tres años, se llevaba a cabo
esta distribución de lotes de igual extensión pero desigual fertilidad.
Los ciudadanos sólo eran propietarios de los campos que ellos mismos
habían roturado, mientras que los campos propios de la comunidad los
había roturado en la fundación del pueblo un hombre emprendedor, que
tras haber adquirido una „tierra de nadie“, había reclutado voluntarios
para trabajar con ellos y fundar un nuevo pueblo.
Éste es un hecho social que pone de manifiesto el espíritu de
independencia de los viets frente a las autoridades superiores, donde
aquéllos mantenían al mismo tiempo relaciones de amistad con los
últimos: como entre dos Estados. Es patente que todo esto lo ha borrado
el igualitarismo moderno nivelante. ¿Era aquello mejor o peor? El
antiguo sistema, cuanto menos, estaba a la altura del moderno, pues
tenemos dos tipos de propiedad: la común y la privada. Teníamos la
distribución cada tres años, sin la intromisión de un Estado
totalitario.
La independencia del ciudadano halló un ámbito en el que podía respirar
sin, no obstante, renunciar por completo a las ventajas de un Estado
totalitario. Esta sed de independencia corre por la sangre de los
vietnamitas, y explica esta lucha milenaria contra los chinos, y luego
contra los franceses, pero obteniendo provecho al mismo tiempo de las
ventajas de las instituciones chinas y de la cultura francesa. Nuestra
familia siempre estuvo a favor del sistema del dominio británico entre
Vietnam y Francia. No pudimos realizar este sueño, que hubiera hecho de
Francia un Estado dirigente, como lo era Inglaterra para Canadá,
Australia y Nueva Zelanda, y que nos hubiera posibilitado tratar como
iguales a los Estados Unidos, la Rusia soviética y Gran Bretaña.
Es decir, el viet es partidario de una independencia personal,
garantizada por una independencia frente a otros Estados. El viet es,
sobre todo, patriota, ya sea comunista o anticomunista. Ho-chi-Minh y
Ngô-dinh-Diém son viets de la cabeza a los pies.
Desde el punto de vista cristiano, obedecemos a la Iglesia romana,
especialmente en la clase de los simples fieles, pero en la clase
intelectual concedemos la unanimidad en el ámbito de los dogmas de la
fe, pero con pluralidad en las esferas que no conciernen al dogma.
Esto explica en cierta manera mi aversión a los entrometimientos del
Vaticano para imponer elementos litúrgicos como derecho canónico: en
una palabra, la nivelación de todas las particularidades que hay en la
cultura. Al fin y al cabo, la cultura es la obra del buen Dios, que ha
encontrado agrado en la unidad y también en la pluralidad: Dios mismo
es uno y trino. Todo hombre tiene su propio rostro. La pluralidad es el
ornato del universo. ¿Por qué se debe prescribir un único modo de
celebrar la Santa Misa, que consiste exclusivamente en la consagración?
Y prescribir eso, bajo multa de suspensión e incluso de excomunión, ¿no
es un abuso de poder? ¿Habría excomulgado un Pedro a un Pablo de Tarso,
por haber consagrado obispos sin haber informado a Pedro?
El Vaticano inventa prescripciones para reprimir toda particularidad
litúrgica o canónica de las Iglesias locales. Quiere uniformidad en
todas partes, sin pensar que las particularidades litúrgicas de las
Iglesias orientales proceden del tiempo de los apóstoles, sin pensar
que cada pueblo tiene sus características, que son tan dignas de
consideración como las de Roma. He aquí algunos ejemplos: para los
romanos, como señal de respeto, uno se levantaba, mientras que en
Vietnam uno se arrodilla. El romano extiende sus brazos en oración,
mientras que el vietnamita junta sus manos para rezar. Los europeos dan
la mano en señal de amistad o como saludo; los asiáticos, chinos,
vietnamitas, juntan sus manos e inclinan la cabeza: la inclinación será
tanto más profunda cuanto más respetable sea aquel a quien se saluda.
En lo esencial, la Santa Misa consiste en la transubstanciación de las
formas. Las otras partes, en caso extremo o en una situación de
emergencia absoluta, pueden omitirse. Éste es el caso de los sacerdotes
presos, que celebran la misa en la oscuridad de una celda, para
administrar la comunión a sí mismos y a sus compañeros de presidio.
En la Última Cena, Jesús consagró según la costumbre judía de la Fiesta
de Pascua. Hoy el sacerdote consagra de pie y se inclina para comulgar.
¿Por qué? Pues se come sentado. Los japoneses comen sentados sobre sus
talones. Los hindúes, para comer, están sentados en el suelo, y la
comida está extendida sobre hojas de plataneros. Los chinos y los viets
comen con palillos. Lógicamente, uno podría sorprenderse de que Pablo
VI condene a quienes celebran de otro modo, por ejemplo conforme a la
liturgia de San Pío V. Con esta lógica, tendría que haber podido
condenar la primera Misa que Jesús celebró.
Ahora bien, después del Vaticano II, se predica oficialmente la
pluralidad para las cuestiones accidentales y la unidad sólo en las
cosas esenciales. Las jerarquías japonesas, hindúes, son reforzadas en
el ajuste de la Misa a sus particularidades nacionales. La indignación
la provoca sólo la Misa de San Pío V.
Me he pronunciado sobre este caso particular, no sólo a causa de la
injusticia de la condena, sino especialmente porque la medida no sirve
de nada, tanto más cuanto que no se atreven a aplicar la misma
prohibición no sólo a las liturgias orientales, sino tampoco a las
liturgias milanesas de San Ambrosio, a la liturgia dominicana, la
mozárabe y la de Lyon. ¿Será que, en esta consideración respetuosa, me
empuja este anhelo de los viets de independencia? Cerremos este
paréntesis y estudiemos las circunstancias que fueron decisivas para mi
futuro.
El primer círculo de estas circunstancias es la familia, una familia de
raza viet, y católica al modo vietnamita, que consiste en ayudarse sin
esperar una ayuda problemática de los demás. De este modo sobrevivió la
Iglesia vietnamita cuando la persecución de los reyes la expolió de
sacerdotes extranjeros. Algunos que habían huido a los bosques apoyaron
a los cristianos, que por aquella época se consideraban privilegiados
si dos o tres veces en su vida podían ir a los sacramentos.
Las pequeñas comunidades cristianas vietnamitas (parroquias) estaban
dispersas a lo largo del territorio viet, desde la Puerta de Annam
hasta el „Pointe den Camaní“. He aquí su organización pensada para
sobrevivir: en aquella época, se elegía a los viejos cristianos, que
conocían mejor que los demás los dogmas de la fe, a quienes los
misioneros, que constituían el estado mayor de la parroquia, llamaban
catequistas. Su superior controlaba las acciones de los grupos
responsables de la supervivencia y el progreso de las comunidades
cristianas. Uno estaba encargado del adoctrinamiento de los niños en la
fe, y les preparaba para la comunión (cuando pudiera tener lugar). Otro
se ocupaba de visitar a los enfermos y de prepararlos para la muerte.
Otro preparaba y dirigía los cantos, las oraciones, la lectura del
evangelio y de las epístolas, en las misas sin sacerdotes, como hacemos
en la comunión espiritual.
¿Cómo hallar el dinero necesario para el culto, para construir la
pequeña capilla de paja, para los viajes y el recibimiento del
misionero, para alimentar a los candidatos a sacerdotes, que eran
elegidos en el consejo de la comunidad de cristianos? El seminario
consistía de un junco, en el que vivía el único profesor: el misionero
que por las noches enseñaba algo de latín, suficiente para decir las
palabras de transubstanciación y las de los sacramentos... De día, los
seminaristas se convertían en pescadores, para alimentar a la comunidad.
Una vez que se había terminado esta formación, se los mandaba al
extranjero, a Siam o a Ponlo-Pinang, el Seminario general de las
misiones extranjeras de París, para que recibieran allí las
consagraciones. Así transcurría la institución de los sacerdotes
seculares indígenas, fomentados por los viets, movidos por su instinto
de independencia, por su anhelo de ayudarse –far da se–, sin aguardar
una ayuda milagrosa del extranjero.
Así pues, la organización de la parroquia vietnamita a cargo de
seglares desprovistos del sacerdote, era lo que Roma llamaba „Acción
católica“, y de lo que se gloriaba de haber creado bajo el pontificado
de Pío IX y Pío XII, siendo que, después de todo, era ya conocida y
practicada por el apostolado de los gentiles, que estaba formado no
sólo por sacerdotes, diáconos y obispos, sino también por seglares,
hombres y mujeres, y eso 300 años antes de que los dos Papas Pío lo
hicieran revivir. Exactamente igual que el establecimiento de un clero
indígena.
Estos dos pilares de la evangelización que los viets inventaron, son un
ejemplo de la inteligencia de este pueblo, a quien la Santa Sede trató
como a un componente insignificante de la Iglesia, y eso llegó hasta el
punto de conferirles una jerarquía oficial y un cardenal sólo después
de haber concedido estas distinciones a otros países que, en cuanto a
fe, número de clérigos y de mártires indígenas eran superados –por
mucho– por el Vietnam católico. Pero, pese a todo, me sorprendió un
poco que el buen Papa Juan XXIII, cuando en calidad de decano le
presenté a diez jerarquías de Vietnam, me preguntara: „¿Qué Vietnam es
éste?“ Y Juan XXIII era el vicario de Aquel que, hace 2000 años,
declaró: „Yo conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen.“
Por eso uno no debe sorprenderse de la animadversión de Pablo VI hacia
nuestra familia, y especialmente hacia mi persona, que llegó al punto
de que me impusiera la renuncia a mi cargo arzobispal antes de la edad
de jubilación fijada para los obispos, nombrando para tal cargo a uno
de sus predilectos, que propendía a la política de la „apertura al
Este“. A éste, poco antes, sus antiguos amigos comunistas lo habían
tratado como persona non grata, cuando se atrevió a alzar su voz contra
los obstáculos que los comunistas ponían para visitar la Misa del
domingo, imponiendo a los católicos trabajos públicos de servidumbre a
la hora de la Misa. Y para hacerle sentir la ruptura, los comunistas no
le permitieron participar en el Sínodo de 1977 junto con los otros
arzobispos vietnamitas.
Otro arzobispo vietnamita fue condenado por los comunistas: mi sobrino,
el arzobispo F. X. Nguyên-vân-Thuân, coadjutor de Saigón. Lleva la vida
de un prisionero en un rincón perdido del bosque del sur, porque ayudó
a fugitivos a que se asentaran en el sur, cuando la Santa Sede le había
encargado a él el Socorro Católico. Sin embargo, ésta protesta contra
Brasil, pero se calla en el caso de mi sobrino.
* * *
Educado desde mi nacimiento en esta atmósfera vietnamita del
catolicismo luchador, asumí sin dudarlo el sacerdocio como mi puesto de
combate en este mundo, sin importar qué puesto, sin importar qué
muerte. Por eso no tengo derecho a protestar de ser hoy un arzobispo,
un ex-excomulgado, que puede leer todos los días la Santa Misa, pero
que, ilógicamente, no tiene el permiso para escuchar las confesiones de
los fugitivos vietnamitas que no están en condiciones de confesarse en
francés.
Éstas son las condiciones raciales y religiosas. Y ésta es la atmósfera familiar de la que la providencia me rodeó.
Yo soy un Ngô. Ngô es uno de los patronímicos en Vietnam. Creo no
equivocarme si afirmo que el número de los patronímicos viets no rebasa
los cien. El nombre con mayor número de descendientes es Nguyên, cuya
rama más numerosa es la familia real. La rama con el menor número de
miembros es la mía. Según la leyenda, los Ngô son descendientes de la
primer familia real indígena en el Vietnam independiente. Esto tal vez
explique un poco nuestro patriotismo y nuestro apego a nuestra tierra.
Aparte de la leyenda de nuestra procedencia real, no ha aparecido
ningún otro Ngô en la historia de Vietnam, hasta la aparición
brillante, pero trágica, de nuestra familia.
Ningún vietnamita olvidará jamás el nombre de Ngô-dinh-Khâ, mi padre,
que murió mil muertes por no haber votado, junto con los demás
dignatarios de la corte, por la deposición del emperador Thanh-Thai,
forzada ilegalmente por el representante de Francia en Annam (Vietnam
Central); el nombre de nuestro primogénito Ngô-dinh-Khôi, que fue
enterrado vivo con su único hijo, porque se había negado a ser ministro
en la presidencia comunista, porque le parecía incompatible ser
católico y funcionario comunista. Antes morir que ensuciarse. Por
último, todos los vietnamitas conocen y respetan el nombre de
Ngô-dinh-Diêm, el padre de la República de Vietnam, y el de
Ngô-dinh-Nhu y Ngô-dinh-Cân, colaboradores del presidente, asesinados
todos ellos por la CIA.
Dos Ngô escaparon de esta matanza organizada por el embajador Cabot
Lodge, un masón: mi hermano Ngô-dinh-Luyên, por aquel entonces
embajador en Londres, que venía de la Ecole Centrale des Ingénieurs
(París): porque se encontraba lejos de Vietnam, y yo mismo,
llamado a Roma para participar en el Concilio Vaticano II. Luyên tiene
trece hijos y Nhu cuatro. Espero que, a pesar de estar tan lejos de la
patria, pues al fin y al cabo ambos viven en Europa, no olvidarán la
tradición de nuestra familia: consagrarse por entero al servicio de
Dios y de la patria.
Hago aquí un breve incisio: ¿qué significa esta palabra „dinh“,
intercalada entre Ngô y el nombre personal, como Diêm, Thuc? Esta
palabra designa la rama de la familia, pues existe Ngô-dûc, sin
„intercalado“, como el rey Ngô Guyên.
Mi padre Ngô-dinh-Khâ, cuya infancia y adolescencia fueron expuestas ya
en Doce me [es decir, en la Biografía breve], merece ser conservado en
la memoria como el hombre que trabajó primero por introducir el
aprendizaje del francés en el Vietnam Central. Lo hizo por patriotismo.
En aquella época, los franceses gobernaban prácticamente Annam. Pero
tras los acuerdos entre Francia como vencedor, y los emperadores
vencidos de Vietnam, Annam debía „disfrutar“ del estado de
protectorado, y no convertirse en colonia, lo cual había sido el
destino de la rica Cochinchina, cuyos habitantes eran „súbditos“ y no
„ciudadanos“ franceses. Pero Annam era gobernado prácticamente por el
gobernador de Francia, que, en calidad de ministro del rey, imponía a
sus domésticos, que hablaban un „sabir“, un francés mal hablado que
habían aprendido en el servicio de cocinas con sus amos. Así pues, mi
padre concibió el plan de enseñar „el francés correcto“ primero a los
vietnamitas formados, y luego a los jóvenes vietnamitas de procedencia
real. Para ello, fundó el Collège national en Vietnam: Quöo-hoo. Una
aventura un tanto alocada: en respuesta a su petición, los padres
„nobles“ le dieron sólo a los hijos de sus concubinas, y el tenía que
„pagar“ a estos alumnos. ¡Luego se convirtieron en ministros!
Así, los hijos de las concubinas de la última clase de los retoños
reales pasaron a ser los „intelectuales de la cultura francesa“, como
doctores en medicina, dentistas, abogados, altos funcionarios. Gracias
a estos hombres instruidos por mi padre, mis hermanos, el primogénito
Ngô-dinh-Khôi, y el futuro primer presidente de la República de Vietnam
del Sur, fueron fomentados y ascendieron con facilidad los peldaños del
rango de mandarinado.
Mi padre fue escogido para ser educador del joven rey Thânh-Thâi, y más
tarde ministro de la casa del emperador. Estos honores fueron causa de
pruebas terribles para mi padre, cuando el gobernador general de
Francia en Vietnam Central, el Sr. Levêque, excediendo las potestades
contenidas en el contrato francés-vietnamita, decidió destronar a
Thân-Thâi bajo el pretexto de locura. Pues este joven rey, inteligente
y activo, no podía conformarse sólo con la prerrogativa de nombrar los
genios titulares para los pueblos, y tuvo la idea de „militarizar“ a
sus numerosas concubinas, enseñándoles los pasos militares y
mandándoles hacer maniobras con fusiles de madera. Todo esto sucedía en
la Ciudad prohibida, es decir, fuera del campo visual del pueblo vulgar.
El gobernador Levêque mandó convocar ilegalmente a los mandarines de la
corte, y les mandó votar unívocamente por la deposición del soberano.
Los mandarines obedecieron como esclavos, con excepción de mi padre.
Condenado con la desposesión de todos sus títulos de mandarín, mi padre
fue encerrado en la cárcel, y el rey fue exiliado a Madagascar. En
vista de este abuso de poder y de la cobardía de la corte, el pueblo
vietnamita proclamó que Ngô-dinh-Khâ era el único que se oponía a la
deposición del rey. El destierro de mi padre sólo fue levantado con la
mayoría de edad del Emperador Duy-tân, uno de los hijos de Thân-Thâi,
que devolvió a mi padre sus títulos y sus derechos de pensión de
jubilado.
Creo que aquí tengo que contar cómo el gobernador de Francia eligió al
nuevo rey. Hizo que los numerosos vástagos varones de Thân-Thâi se
pusieran en una fila, les mandó hacer una carrera y prometió una
recompensa para el vencedor. Y el que llegó el último fue escogido como
rey por el gobernador, que pensaba que aquél sería el menos
inteligente. Pero en ello se equivocó tremendamente, pues este joven
fue el futuro Duy-tân, enemigo acerbo de Francia, que estuvo a punto de
expulsar a los franceses con ayuda de los „voluntarios“ que estaban
destinados para luchar en Francia. Pero este complot fracasó gracias a
mi hermano Ngô-dinh-Khôi.
Liberado de la prisión, tras una larga enfermedad, mi padre tuvo que
pensar en encontrar el arroz diario para su numerosa familia: para seis
hijos y tres hijas. Era un mandarín de un honor estricto, y la
enfermedad consumió sus pocos ahorros. Por eso decidió cultivar algunos
arprendes [medida agraria francesa, entre 42 y 51 áreas] que poseía en
el pueblo de Ancûn, no lejos de Hué. Aún veo a mi padre acompañado de
uno de sus hijos o una de sus hijas, recorrer a pie, con un par de
sandalias de madera que él mismo se había hecho, los seis kilómetros
hasta sus campos de arroz, para vigilar allí la transplantación del
arroz, el riego con ayuda de una noria de pedales, y luego la cosecha.
Cuando estaba cansado, nuestro padre se detenía en el camino, a la
sombra de una espesura de bambús, y con un cigarrillo que él mismo
había liado nos contaba historias interesantes sacadas de la Biblia o
de libros de oraciones, editados por los hermanos de las escuelas
cristianas. Pues mi padre era un narrador nato, y gracias a este don se
merecía fumar algo cuando era seminarista en Anninh y sus compañeros le
pedían contar o inventarse una historia. En aquella época, pedía como
recompensa algunos cigarrillos, y entusiasmaba a los oyentes con
historias salidas de su imaginación.
Vivíamos pobre, pero decentemente. No sé cómo mi padre consiguió darnos
una casa de un piso, en aquel tiempo algo raro en Vietnam, rodeada de
un gran jardín. Mi padre, que padecía de un reúma agudo, causado por el
clima húmedo de Hué, había añadido a la planta baja un piso no muy
elevado, y nos hacía dormir allí, para preservarnos de la humedad,
sobre una estera extendida en el suelo. De este modo, todos los jóvenes
de la familia crecieron fuertes.
El programa de los días de la semana era siempre el mismo. Por la
mañana, despertarse a las seis, al sonido de la campana de la catedral
de nuestra parroquia Phu-cam. Los niños y las niñas corrían a la cocina
para hacer las abluciones, y se vestían la túnica, que llegaba hasta
las rodillas (nuestra ropa de ceremonia), y seguían a nuestro padre en
la Santa Misa: todos se ponían de rodillas a su lado. Nuestro padre
tomaba parte con los ojos cerrados y las manos juntas, pero éstas
siempre estaban dispuestas a dar sacudidas a los niños si se mostraban
distraídos. Iba diariamente a la Mesa del Señor, acompañado de aquellos
de entre sus hijos que habían hecho la Primera Comunión. No faltaba
prácticamente nunca a la Santa Misa, ni siquiera con mal tiempo, y
despertaba en nosotros una profunda devoción para esta renovación del
sacrificio en la cruz, contándonos a menudo una historia que me parece
que era una de las leyendas doradas y que repito ahora: un señor tenía
dos pajes, de los que uno era su favorito. El otro cometió algún tipo
de fallo del que el señor decidió que merecía la muerte. Pero pensó en
hacer que muriera de modo secreto. Con esta intención llamó a sí a un
hombre adicto a sus intereses que poseía un horno de cal, y le ordenó
echar ahí al día siguiente al paje, que iría a llevarle una noticia. Y
al día siguiente llamó al paje condenado, le dio un sobre con la orden
de entregarla al calero. El paje se apresuró a cumplir la orden, pero a
mitad de camino escuchó que en la capilla que había en su camino
tocaban a misa. Y como recordó el consejo de sus padres de no faltar
nunca a misa, entró y participó devotamente del Santo Sacrificio. Pero
el señor, que quería saber a toda costa si el asesino había cumplido su
orden, mandó a su paje predilecto a que preguntara, y cuando el verdugo
vio venir al mensajero, lo agarró y lo echó al horno.
Después de la misa íbamos a casa a tomar el desayuno, que preparaba
nuestra madre: una bandeja de arroz condimentada con sal. Luego íbamos
a la escuela con la cartera a las espaldas. La comida del mediodía era
más consistente, pero simple: arroz en lugar de pan, y una sopa
habitual de pescado. La carne estaba reservada para los domingos y días
de fiesta; verdura, de cuando en cuando una fruta de postre, una fruta
del jardín: piñas, ciruelas, carambolas. La cena consistía de un único
plato, pero aun cuando a menudo no hubiera calidad ni gran número de
comidas, jamás faltaba en cuanto a cantidad. Mi madre, una excelente
cocinera, hacía verdaderos milagros para alimentarnos y confeccionarnos
un menú variado de comidas. Mi padre era en este punto estricto: se
comía todo lo que llegaba a la mesa. Mi hermano Diêm, que no podía
aguantar el pescado, era obligado a comerlo con los demás, aunque le
provocaba náuseas. Esta alergia al pescado, especialmente al pescado
salado, fue el motivo por el que tuvo que renunciar, para su mayor
lamento, al noviciado entre los hermanos de las escuelas cristianas,
pues el hermano rector del noviciado declaró que no tenía vocación
espiritual, puesto que no podía someterse a la comida común. Por la
tarde a las 8 después de la cena, niños y niñas rezábamos de rodillas
las oraciones vespertinas. Luego dormíamos sobre nuestro suelo,
adormecidos por el Padrenuestro y el Avemaría que cantaban nuestro papá
y nuestra mamá.
Si nuestro padre era la rectitud misma: una barra de acero, nuestra
madre era la ternura y la indulgencia, pero también sin la menor
concesión al mal. Era la caridad personificada, la modestia cristiana
misma. No era, como se dice, „sermonera“, pero sus virtudes eran el
discurso más convincente sobre la bondad del cristianismo. Nuestra
familia tenía numerosos empleados domésticos, todos ellos se
convirtieron y permanecieron buenos cristianos.
Mi madre pertenecía a una familia pequeño-burguesa que procedía de
Quang-ngâi, más allá de Tourane, en dirección al sur. Viniendo de una
familia numerosa, dos niños y tres niñas, había asumido el papel de
señora de casa ya en los tiempos cuando vivía nuestra querida abuela, y
esta función le había sido transmitida por su inteligencia y,
especialmente, por su ternura. Sus hermanas estaban apegadas a ella. El
Padre Allys, párroco de nuestra parroquia Phû-cam. la conocía, y cuando
mi padre, viudo de un enlace anterior, pidió a este Padre que le
nombrara una esposa, el párroco propuso a nuestra madre. Su saber hacer
hizo de ella la digna esposa de un ministro de la corte, madre del
primer presidente de la República de Vietnam del Sur.
Las virtudes cristianas de nuestros padres eran la única herencia que
nos quedó, una herencia infinitamente más valiosa que títulos
nobiliarios y valores monetarios, puesto que nos pone en posesión del
cielo: „haeredes Die et cohaeredes Christi“.
En sus últimos años, nuestra madre fue afligida por una enfermedad que
le respetó sus fuerzas espirituales, pero que le privó de la movilidad
de los miembros inferiores. Unos diez años se vio obligada a vegetar
sobre una cama. De este modo tuvo todo el tiempo para prepararse para
la muerte. En aquella época yo me había convertido en obispo de Hué, es
decir, el obispo de mi madre. Tenía el privilegio de administrarle cada
mañana la Santa comunión, a eso de las 7. Murió en Saigón, en casa de
mi hermana, madre del coadjutor del obispo de Saigón. Mi madre no llegó
a saber nada del asesinato de mis hermanos. Subió al cielo una mañana,
después de haber recibido, como era habitual, la Santa comunión, a
causa de un derrame cerebral a la edad de más de 96 años. A su entierro
fue un gran número de asistentes, que la habían apreciado en vida.
Con mis hermanos vivíamos en esta atmósfera de „Nazareth“, es decir, de
„fe“, en una „dorada“ mediocridad. El mayor era Ngô-dinh-Khôi, más
tarde nombrado gobernador de la muy significativa provincia de
Quang-nam, en el límite con Danang, que los franceses llamaban Tourane.
Provincia de revolucionarios y de grandes personas formadas. El primer
ministro de la República socialista-comunista del Norte, Phamvân Dông,
procede de Quang-nam, como el gran poeta patrio.
Mi hermano mayor estaba separado de mí por mi hermana Ngô-thi-Giao y
dos hermanos que murieron pronto: Trae y Quynh, lo cual explica que
entre nosotros hubiera poco contacto. Especialmente como adolescente
estuve poco con mi hermano mayor, pues yo fui seminarista y más tarde
estudiante en Roma, mientras que mi hermano mayor recorrió los diversos
grados del mandarinado, desde el noveno grado hasta el primero como
gobernador de la provincia. Esta carrera por los honores discurrió
fuera de Hué, puesto que la tradición prohíbe a un mandarín ser
administrador de su provincia natal.
Tras mi regreso a Vietnam y mi consagración sacerdotal estuvimos juntos
más a menudo. Empecé a valorar a mi hermano, que, según costumbre
vietnamita, pasó a ser nuestro segundo padre, que se ocupaba de nuestra
madre y de sus hermanas y hermanos menores. En lo exterior era un
hombre muy hermoso, muy crecido, era respetado y considerado como
príncipe. Desposado con una hija del duque de Phuôc-môn, durante muchos
años presidente del consejo de ministros, el político más influyente
bajo el gobierno del último emperador de Annam, mi hermano ascendió los
grados del mandarinado merced a méritos propios, y favorecido por los
mandarines que fueron antiguos alumnos de mi padre, sin tener nada que
agradecer a su suegro, que se guardó mucho de fomentarlo, pues
Ngyên-hûn-Bû, duque de Phûoc-mon, antiguo alumno de mi padre y
fomentado por él al comienzo de su carrera, sólo se preocupaba de sí
mismo. Por eso murió solitario, con mi asistencia, siendo yo su
ahijado, y yo lo llevé a la tumba, yo, que jamás recibí de mi padrino
ni un único sapek [Sapek = pequeña moneda de valor ínfimo en Indochina].
La carrera de mandarín de mi hermano mayor terminó con una desgracia.
El antiguo gobernador general, el Sr. Pasquier, si no me equivoco,
estaba enfadado con el gobernador de Quang-man, que no se había
personado en la estación próxima al lugar principal a presentarle sus
honores (mi hermano no había sido informado de que el tren del
gobernador iba a pasar por ahí). Se retiró dignamente, sin hacer
inculpaciones, a nuestro pueblo Phû-cam. a dos pasos de la casa de
nuestra familia. Terminó su carrera como un „cristiano“, enterrado
„vivo con su único hijo“, porque se había negado a colaborar con los
comunistas ateos que le habían ofrecido un puesto en el consejo de
ministros.
Mi hermana mayor, Ngô-dinh-Giao, casada con Trûnog-dinh-Tung, era una
mujer de carácter muy alegre, a la que le gustaban los chistes, las
bromas inocentes. Esta apariencia externa ocultaba una profunda caridad.
Por eso Dios la hizo madre de cuatro religiosas, tres hermanas de la
caridad de San Pablo y una misionera del amor a la cruz. Estas cuatro
religiosas eran verdaderas religiosas, muy apreciadas por los obispos
misioneros, que las tenían como colaboradoras, mujeres enérgicas y
heroicas, que soportaron la extenuación y la muerte para obedecer a los
obispos. Monseñor Seitz, obispo de Kontum, podría dar testimonio del
elogio que acabo de hacer a dos de mis sobrinas, que lo apoyaron muy
eficazmente durante la ocupación de Kontum por los rojos. La más joven
de mis sobrinas en la orden murió a la llamada de la santidad en
Francia, y reposa con sus hermanas de religión en la cripta que les
pertenece en el gran cementerio de Nizza.
Mi hermana murió de tuberculosis, de la que se había contagiado al
cuidar a mi suegro, que padecía de esta enfermedad. Es seguro que hay
que agradecer a ella que su marido muriera como buen cristiano. Sólo
Dios conoce sus actos de caridad, que ocultaba cuidadosamente, actos de
caridad que hubieron de costarle caro, pues era viuda y no rica, con
muchas bocas que alimentar.
Mi hermano Diêm fue único como cristiano y como autodidacto. Como yo no
era su padre confesor, no pude emitirle un juicio basado en las
confesiones sacramentales, pero desde fuera jamás observé en su
conducta nada que fuera contra la ley de Dios. Seguro que tenía sus
pequeñas debilidades, pequeños errores. Tenía que hacer enormes
esfuerzos para contener sus arranques de cólera, él, que cumplía sus
obligaciones estatales según el modelo del más estricto monje, a la
vista la dejadez de los funcionarios que tenía subordinados. La virtud
que en él sobresalía era la castidad: jamás una palabra inapropiada,
jamás una mirada inapropiada, sus ojos nunca se posaron sobre una
novela dudosa. Se contentaba con buenos libros. Su tiempo libre estaba
consagrado a la formación. Autodidacto, sólo había asistido a lecciones
regularmente durante algunos años con los hermanos de las escuelas
cristianas, unas lecciones que estuvieron coronadas por el diploma
complementario que consiguió con „maxima cum laude“ y las
felicitaciones del jurado: a la edad de 16 años y temblando de fiebre
durante el examen.
Conocía los caracteres chinos, y podía mantener correspondencia con los
chinos y japoneses en el alfabeto chino. Tal vez exageraba cuando
quería darse a entender, aunque conocía todos los matices del idioma
francés. ¡Celo exagerado! ¡Exageración por culpa de la perfección! Su
gran cama de campaña estaba rodeada de una empalizada de libros de todo
tipo, pero siempre serios. Siendo aún un pequeño escolar, tenía una
vela en su cama. Él mismo se levantaba por la mañana temprano, encendía
su vela y comenzaba a aprender sus lecciones en la noche, a hacer sus
deberes. Era siempre el primero, y el primero en todos los campos. Se
necesitaba un hombre para llevarle su cosecha de coronas de laureles y
sus grandes libros de oraciones al final de cada año escolar.
Jamás le vi perder el tiempo. Cuando se convirtió en gran mandarín, con
un pago mejor, sus pasatiempos pasaron a ser la fotografía y la caza,
pero estas distracciones inofensivas jamás perjudicaron sus horas de
trabajo para el Estado.
Siendo seminarista, yo volvía a casa para los dos meses de verano y
estaba junto con la familia, con mi padre, mi madre, mis hermanos y mis
hermanas menores. Mi hermano mayor era pequeño mandarín fuera de Hué,
mi hermana mayor no comía con nosotros, sino en la cocina, donde nos
preparaba las comidas.
Durante estas vacaciones, mi hermano Diêm, cuando aún no era mandarín,
se divertía obligando a mis dos hermanas menores y a mis dos hermanos
menores a „jugar a la guerra“. Primero les pintaba con un trozo de
corcho carbonizado bigotes sobre los labios, y los fusiles estaban
hechos de la parte central de las grandes hojas de los plataneros. ¡Era
muy cómico! Pero Diêm era muy serio, y dirigía esta pequeña armada, que
constaba de dos pequeños soldados y dos pequeñas soldadas, y desfilaban
con sus pies desnudos por el suelo: ¡uno-dos, uno-dos! ¡Ay del soldado
distraído!: un golpe de sable en las posaderas lo llamaba de nuevo al
orden. Pronto ocupó Diêm a sus hermanas con preparar un pequeño jardín.
Por la noche, después de la cena, todos los niños se ponían de rodillas
sobre una estrada, y recitábamos nuestras oraciones vespertinas. Diêm
se paseaba alrededor de la estrada, ¡y ay de aquel o de aquellos que
estuvieran distraídos o cabecearan vencidos por el sueño! Una vez
terminadas las oraciones, los niños se tumbaban sobre la estrada, y las
niñas iban con su hermana mayor a dormir a la casa central. Pues la
casa donde vivíamos constaba de tres edificios principales y el
edificio central, una casa vietnamita, donde dormían las mujeres. El
ala derecha era una casa de plantas, cuya planta de abajo la habitaba
mi padre y la de arriba Diêm y yo. El ala izquierda comprendía el
almacén de arroz y la cocina, donde dormían los sirvientes. Más alejada
estaba la pocilga, y a ella se le sumaban los montones de heno.
Teníamos un jardín muy grande, en el que crecían palmas de arequias,
higueros, árboles de carambolas y ciruelos. Gracias a este jardín tan
grande no nos divertíamos en la calle o con los demás. Sólo salíamos
para la misa diaria y para ir a la escuela, y las niñas para ir al
mercado.
Lo que acabo de decir sobre mi hermano Diêm, podría mover al lector a
creer que mi hermano siempre era serio. ¡Nada más equivocado! Diêm era
aquel de nosotros que tenía el sentido más agudo para las
extravagancias de los demás. También era muy hábil a la hora de imitar
el modo de andar y la voz de la gente, lo que hacía reír a uno. Nuestra
tan benevolente madre no podía parar de reír, o mejor de sonreír,
cuando Diêm, con un bastón en la mano, y totalmente encorvado, entraba
e imitaba a su padrino, el médico Thuyên, e imitaba su manera de
hablar. Era desternillantemente cómico. En ello era un auténtico
vietnamita, que, al igual que el francés, es el burlón nato, pero un
burlón inofensivo, hábil en observar e imitar las extravagancias de los
demás.
El niño que vino después de Diêm fue mi pequeña hermana Hiêp. Ella fue
la más tierna de la familia, la más piadosa y también la más paciente.
Era tan hermosa como una Madonna. Todos la querían. Ella fue la que
quitó trabajo a nuestra madre, ocupándose de los últimos en nacer: Cân
y Luyên. Los llevaba, les daba el biberón, los mecía en la cuna de
mimbre, en la que habían dormido todos los pequeños Ngô-dinh. Esta cuna
colgaba de una larga soga del techo de madera de la casa central. Desde
la cuna, el niño podía ver una gran imagen del Padre eterno, que estaba
clavada en el tabique que separaba la alcoba de nuestra madre, en la
que habían nacido todos los pequeños Ngôs. Allí se encontraba también
el armario con las mermeladas de todo tipo que mamá había preparado,
así como el vino de moras salvajes, frutas que nos ofrecían todos los
años los hombres de nuestro pueblo natal en Quâng-Binh, una provincia
al norte de Hué, de la que esta ciudad está separada por la provincia
de Quâng-tri.
Aquí tengo que intercalar algo para explicar una tradición sui generis de Vietnam.
Todos mis hermanos, igual que yo, nacieron en Hué, que es la capital
mística de Annam y el lugar principal de la pequeña provincia de
Thûa-Thiên, pero todos nosotros somos ciudadanos del pueblo de
Dai-phong, donde vivieron nuestros antecesores del norte, es decir, de
Thanh-hûa y Tonkin. En Dai-phong se encuentran sus tumbas. En la gran
casa comunitaria, se encuentran los registros que contienen los nombres
de todos los hombres inscritos en el pueblo. En la gran casa
comunitaria, que es también el templo, se encuentran las tablillas de
los genios protectores del pueblo, protectores que el emperador había
concedido a cada pueblo. Estos protectores, de modo análogo a los
santos, los protectores de las ciudades en tierras cristianas,
son seleccionados de entre los héroes, generales o grandes letrados y
grandes mandarines vietnamitas. En la casa comunitaria se reunía el
consejo del pueblo. Esta casa de Dai-phong era conocida por sus
poderosas y muy altas columnas.
Una vez, antes de que Vietnam Central estuviera muy poblada, algunos
pioneros, bajo la dirección de un caudillo, abandonaron su pueblo de
procedencia para emigrar a otras tierras, donde había espacio y tierras
fértiles. Una vez llegados al lugar que ofrecía estas ventajas, se
emprendía la distribución de la tierra, en correspondencia con el
número de los pioneros. El caudillo recibía una parte mayor para
compensar sus tareas y su iniciativa. Cada pionero repartía su parcela
entre sus hijos, y así sucesivamente, hasta que estas parcelas ya no
bastaban para alimentar a sus propietarios. Entonces, como hacen las
abejas, se separaba un enjambre de la colmena madre y fundaba en otra
parte otro pueblo. Todo esto explica la relación entre los habitantes
de los pueblos y las personas que procedían del pueblo y vivían en otra
parte. Exactamente igual que nuestro padre, que abandonó Dai-phong para
establecerse en Hué, pero que siempre conservó su parcela de arroz en
Dai-phong.
El sacrificó los ingresos que obtenía de ella para apoyar la escuela
católica del pueblo y para mantener las tumbas de nuestros antepasados.
Nuestro pueblo se halla en la comarca que se llamaba „Las dos
subprefecturas“, en vietnamita: Hai huyên, conocida por la fertilidad
de sus campos de arroz. La provincia de Quang-Binh era conocida por
haber dado grandes ciudadanos a la patria, a quienes estaban confiadas
la profundidad de sus ríos y la altura de sus montañas.
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