"EL HABITO HACE AL MONJE"
Eberhard Heller
trad. Alberto Ciria
Me acordé de la novela „El hábito hace al monje“ de Gottfried Keller
(1819-1890) cuando, no hace mucho, me enteré de unos
sucesos bastante enojosos que se habÃan producido en el centro misal de
Las Vegas, Estados Unidos. AllÃ, un grupo de creyentes se habÃa
separado y abierto un propio centro, porque ya no querÃa pertenecer a
una comunidad eclesiástica en la que –preferentemente– jóvenes se
presentaban al servicio misal vestidos con ropa moderna. Especialmente
las muchachas jóvenes, que según declaraciones de asistentes a la misa
estaban vestidas incluso de modo provocativo, habÃan desagradado a las
ladies mayores, pues, entre otros motivos, no llevaban el pañuelo de
cabeza dentro de la iglesia. Asà pues, estas señoras, para las que
llevar el pañuelo de cabeza representa el sÃmbolo irrenunciable de su
fe católica, junto con un sacerdote que pensaba igual que ellas,
trazaron una lÃnea de separación entre sà mismos como católicos
„decentes y honorables“ y los restantes parroquianos ... menos
sospechosos de tal predicado.
Asà pues, no sólo el hábito hace al monje, sino que también los
pañuelos de cabeza hacen a los (verdaderos) católicos, aunque para
ciertas ladies lo católico se agota en llevar el pañuelo de cabeza, y
en cuanto a la fe sucumben simplemente a una autoconfusión. A estas
almas privilegiadas ni siquiera se les ocurre que, con su intolerancia
en lo externo y con su petulancia autojustificada, simplemente vuelven
a expulsar –o viéndolo espiritualmente, a abortar– a gente joven que
está buscando a Dios y en la que justamente comienza a germinar la fe:
pues donde éstos esperaban encontrar su amor, sólo encuentran su
orgullo y su autojusticia.
No sólo los islamistas tienen un problema con el pañuelo de cabeza,
sino también los tradicionalistas católicos, habiendo ciertamente
paralelismos en cuanto a la forma. (Las que llevan el pañuelo de cabeza
y los que abogan por él deberÃan pensar si les conviene ser
considerados posiblemente como aliados de ideologÃas islámicas.)
Merece la pena señalar que este resto „andrajoso“ son en su mayorÃa
hombres jóvenes, una juventud que el sacerdote que allà trabaja, con
abnegados esfuerzos pastorales, se habÃa ganado desde la nada
ideológica para la fe verdadera y la Iglesia verdadera, y que además
veÃa en este sacerdote a su pastor, de cuya motivación necesitaba
también para resolver los problemas cotidianos y amenazadores modernos.
A una pregunta por mi parte en relación con esto, habÃa respondido el sacerdote correspondiente:
„Muy estimado Sr. Dr. Heller, muy estimada Sra. Heller:
Muchas gracias por su carta. Parece difÃcil creer que haya gente que
quiera marcharse cuando la Iglesia crece y se constituye en una
estructura visible, que les muestra tanto a la Iglesia modernista como
también a la opinión pública que la Iglesia verdadera no ha
desaparecido. Pero algunos creen que tenemos que vivir en sótanos y
completamente aislados del mundo, que sólo algunos se salvarán (sólo
ellos), porque los demás han olvidado la encomendación misional de la
Iglesia. He repetido muchas veces que la Iglesia no es una pieza de
museo para hombres que quieren volver a hacer revivir el pasado, sino
que nosotros nos encontramos en el presente. Esto lo conciben como el
„Novus Ordo“ y lo cuelgan en una „edad dorara“ que nunca la hubo, es
decir, mujeres con vestidos hasta el suelo y con largos velos sobre la
cabeza, y sólo hablan inglés. No hemos padecido mucho a causa de su
marcha: más bien, eso ha dado a los creyentes más impulso para
participar en las actividades eclesiásticas. Antes, esta gente que
ahora se ha marchado, por lo habitual sólo se habÃa quejado, habÃa
discutido y buscado excusas para no ayudar. Sólo tengo qué pensar que
obispo administrará los sacramentos aquà en Las Vegas. [...] Con la
bendición de Dios y mis oraciones,
Father Courtney Edward Krier“
Esta secesión se podrÃa calificar de un episodio triste, si es que
entre nosotros no se dieran también tendencias similares en cuanto a
una intransigencia en el aspecto externo, que provocan inquietud y
enojo. Por eso, tras haber vacilado mucho tiempo, me he decidido a
ocuparme de este penoso problema.
Hace años estaba de vacaciones con mi familia en un pueblo de la alta
montaña. Mi hija mayor, que habÃa venido después especialmente para
emprender con nosotros algunas excursiones en la montaña y en zonas
heladas, querÃa aprovechar que en el centro misal de aquella localidad
habÃa un sacerdote tradicionalista para volver a confesarse. Pero antes
de que pudiera confesarse, aquel sacerdote la expulsó de la confesión
con el argumento de que no llevaba ropa adecuada: ella se habÃa
presentado con unos pantalones, puesto que allà no tenÃa otro vestido.
A la subsiguiente pregunta de mi hija, que entre tanto habÃa abandonado
la capilla llorando, de qué pasarÃa si tuviera un accidente en la
montaña estando posiblemente en pecado mortal, yo respondà sin dudarlo
demasiado: puesto que el sacerdote correspondiente le habÃa negado la
confesión, él tendrÃa que rendir cuentas a Dios. Ella podÃa estar
tranquila, porque habÃa tenido la intención de reconciliarse con Dios.
Cristo dijo: „Venid a mà los cansados y afligidos“, pero no añadió:
„pero primero cambiaros de ropa“.
¿Pero qué es lo que hay detrás de estas posturas intransigentes? Los
defensores de una estricta disciplina externa pueden señalar con razón
que es una señal de veneración de Dios y de su SantÃsimo Sacramento el
que las mujeres se cubran la cabeza en la iglesia, especialmente
durante el servicio divino. Asà se hacÃa en efecto antes, especialmente
en los paÃses mediterráneos, pero también en la Iglesia ortodoxa. En
ello, pueden apelar al derecho eclesiástico de Benedicto XV (CIC de
1917), que en el Canon 1262 §2 decreta: „Pero en las celebraciones
religiosas, la mujeres han de aparecer siempre dentro y fuera de la
iglesia con la cabeza cubierta. En la observancia de este decreto
tienen que pensar sobre todo cuando reciben la SantÃsima comunión.“
Una apelación bÃblica a que las mujeres lleven pañuelo de cabeza la da
San Pablo: „En cambio, si una mujer no se cubre la cabeza cuando ora o
cuando comunica mensajes proféticos, deshonra a aquel que es su
cabeza.“ (1 Cor. 11, 5), una apelación que, entre otros, obedecen aún
los menonitas, una secta de orientación calvinista. Pablo da esta
indicación en el contexto de la actitud de hombre y mujer con relación
a Cristo: „Pero quiero que sepáis que Cristo es cabeza de todo hombre,
y que el esposo es cabeza de su esposa, como Dios es cabeza de Cristo“,
escribe a los corintios (1 Cor. 11, 3). En tiempos de Cristo, la ropa
de las mujeres judÃas se parecÃa bastante a la del hombre, aunque la
parte superior estaba más adrornada y la parte inferior era más larga
que en la de los hombres. Para cubrirse la cabeza, llevaban también una
especia de turbante. La ropa de la mujer sólo se diferenciaba
claramente de la del hombre por el velo. (Cfr. Wetzer y Welte,
Kirchenlexikon oder Enzyklopädie der katholischen Theologie und ihrer
Hilfswissenschaften, vol. 7, Friburgo de Brisgovia, 1891, col. 763 s.).
Según Pablo, el cubrimiento de la cabeza resulta de la posición
subordinada de la mujer respecto del hombre: „El hombre no debe
cubrirse la cabeza porque es imagen de Dios y refleja la gloria de
Dios. Pero la mujer refleja la gloria del hombre.“ (1 Cor. 11, 7)
Es claro que los usos existentes, es decir, allà donde tienen validez,
hay que guardarlos, pues contravenir tradiciones vivas no es sólo negar
formas externas, sino, en lo más profundo, una revolución contra la
actitud correspondiente que condujo a acuñar la forma externa. Referido
esto al madato a las mujeres de cubrirse la cabeza al orar como señal
de sometimiento, esto significaba que si una mujer rechazara cubrir su
cabeza, se estarÃa sublevando al mismo tiempo contra su sometimiento al
hom-bre. Y con ello representarÃa efectivamente un motivo de enojo en
una socidad en la que esta sub-ordinación de la mujer tuviera validez.
Un temor semejante tienen también aquellos que en las comunidades
católicas tradicionales insisten en que se lleve pañuelos de cabeza: si
cubrirse la cabeza significa una señal de veneración de Dios, entonces
las mujeres que se presentan en la iglesia con la cabeza descubierta no
estarÃan ofreciendo a Dios la veneración que se exige. De ahà entonces
la exigencia de una reglamentación estricta.
Pero las cosas no son tan sencillas. No se trata sólo de que vivimos en
una época de falta de formas, en la que también las convenciones
usuales han perdido su vinculatoriedad, por lo cual tiene poco sentido
insistir frente a extraños. No: ya mucho antes del concilio, por
ejemplo en Alemania, llevar el pañuelo de cabeza habÃa dejado de ser
una costumbre (religiosa). Soy aún consciente de que, en viajes de
estudio a Italia, al visitar las iglesias de allà nos hicieron observar
que la gente se presentaba de modo más serio que en Alemania. Pero
también en la España más rigurosa, como se puede comprobar, desde hace
más de cuarenta años las mujeres ya no llevan cubierta la cabeza.
Personalmente no conozco a ninguna mujer que en no cubrirse la cabeza
vea una contravención contra la exigida veneración de Dios o pretenda
negarse a tal veneración.
Asà pues, si alguien con ciertos medios de presión intenta volver (!) a
introducir determinadas formas, por ejemplo de veneración (llevar el
pañuelo de cabeza), al menos tendrÃa que ser consciente de esta actitud
modificada, y tener claro que tales gestos autoritarios, que por lo
general sólo chocan con la incomprensión, más bien alejan a los
creyentes de visitar el servicio divino que los invitan.
¿Y qué sucede con las referencias a San Pablo o con el decreto del
derecho eclesiástico? Incluso el comentario de las Sagradas Escrituras
del Antiguo y del Nuevo Testamento (editorial Pattloch, Würzburg 1960,
con „Imprimatur“ del Vicario General de Würzburg Dr. Fuchs del 19 de
febrero de 1957), editado por Hamp, Stenzel y Kürzinger, con relación a
los pasajes correspondientes de Pablo habla de un „decreto que hay que
entender desde una costumbre condicionada por la época“ (p. 228). Por
cuanto respecta al Canon 1262 § 2, se puede objetar no sin fundamento
que se trata de un decreto del derecho eclesiástico, es decir, que es
también modificable. El Papa PÃo XII, que después de todo fue uno de
los pocos Papas que se ocupó intensamente de los problemas de las
mujeres, reconoce la fascinación de la moda entre las mujeres y les
concede que se arreglen estéticamente, conforme al principio de
elegancia (cfr. entre otros Leiber, Robert: Pius XII. sagt, Zúrich
1956, p. 62 ss.; Seibel-Royer, Käthe: Pius XII. - Ruf an die Frau, Graz
1956, p. 235). En calidad de pastor que, al fin y al cabo, también
tiene que ver con problemas delicados tales como los amores y
predilecciones de mujeres, uno no deberÃa acercarse a su solución con
el garrote de los parágrafos.
No se pueden volver a introducir artificiosamente tradiciones y modos
de conducta que en la vida práctica hace ya tiempo que se han vuelto
asignificativos, sin hacer revivir ni volver a engendrar
espiritualmente las ideas que están detrás. En nuestra época de falta
de formas sólo puedo construir formas interiorizando las actitudes. El
proceso discurre de dentro hacia fuera. Tengo que transmitir lo que es
la humildad para que se pueda practicar el comportamiento humilde,
también en determinadas expresiones (hasta las convenciones).
De modo similar lo ve también el prÃncipe Asserate, cuyo libro Maneras
experimenta en Alemania un éxito no impresagiado, en relación con las
buenas maneras: „La sola observancia de las reglas de comportamiento no
convierte a nadie en un hombre con buenas maneras. Más bien, a las
maneras se las podrÃa llamar el fruto de la moral, la expresión externa
y estética de una constitución interior.“ (Entrevista con la JF del 16
de enero de 2004.) Por desgracia, insistir en un ordenamiento de los
vestidos no interiorizado engendra aversiones que más bien estrangulan
la supuesta vida espiritual.
Pero aquà hay que ubicar también exactamente el valor de este problema.
Como muy tarde ahora deberÃa ser claro que con este problema del
vestido se trata de un asiento insuficiente de mera contemplación que
se ha establecido en la cercanÃa del sectarismo, es más, que incluso en
parte se siente bien en éste, cuya exposición –por reaccionar por una
vez personalmente– me ha costado un esfuerzo de superación, puesto que
se está en peligro de exponerse al ridÃculo. Pero en lugar de
consagrarse a estas tareas importantes para vivir y sobrevivir –por
ejemplo construir comunidades eclesiásticas, la catequesis (incluyendo
toda la problemática moderna y actual), las confluencias
suprarregionales con aseguramiento jurÃdico y guÃa pastoral, formar
congregaciones sacerdotales para trabajar la asistencia pastoral
abarcante–, se reflexiona sobre si las zapatillas de deporte tienen el
necesario outfit „católico“.
Para poner de relieve lo grotesto de una conciencia del problema
„preprogramada“ de esta manera, me permito presentarles a ustedes,
queridos lectores, el siguiente ejemplo. Desde hace algunos años yo
vivo con mi familia a las afueras de Múnich, en una zona de campo donde
las usanzas tienen aún una tradición viva. Aquà a las afueras nos
sentimos muy vinculados a los hombres y también tomamos parte de los
eventos tradicionales... con el traje correspondiente. Pues bien,
imagÃnense que a mi casa yo sólo invitara a húespedes que se sometieran
a estas usanzas, es decir, que los hombres tuvieran que presentarse con
pantalones de cuero y las mujeres con el traje regional. La gente
menearÃa la cabeza. Con una perplejidad similar reaccionan los jóvenes
cuando se les hacen prescripciones en cuanto a su vestido que ellos no
entienden. SerÃa seguramente interesante ver quién de los teóricos de
este orden estarÃa en situación de citar la teorÃa de los arquetipos de
un C. G. Jung.
El problema sólo puede resolverse desde la revivificación mostrada de
contenidos que luego se configuran ellos mismos de forma autónoma. Pero
un trabajo similar, algo más desgastante, serÃa oportuno precisamente
hoy, cuando aquellas instituciones que prometen proporcionar ayuda a
los jóvenes no sólo los abandonan, sino que incluso los incitan a
aventuras ideológicas. Para aducir aún un aspecto pastoral y
pedagógico: ¿cómo se deberÃa salir al encuentro precisamente de jóvenes
que hoy ya no poseen espiritualmente nada, o no mucho? ¿Con la
exclusión, con la autojusticia gubernamental? En su libro Giovanni
Bosco - Motiv einer neuen Erziehung (Olten 1946), Franz Dilger describe
cómo Don Bosco influÃa sobre sus hijos:
„Todas las decepciones de la educación
tradicional se evidencian como consecuencia de un intento de violación
espiritual al hombre joven. Quien sólo quiere servir a la vida y a la
felicidad de la juventud, obrará más formativamente que aquel que al
hombre que está creciendo le anteponga su imperativo categórico. La
madurez sirve a la juventud, no al revés: ésta es la máxima de Bosco.
El experimentó cientos de veces que tanto mal como se alza en la
juventud proviene de los adultos, ya sea porque con su coerción, con su
propensión al terror, despiertan el mal en la naturaelza creciente, o
porque a causa de una entrega insuficiente no lo impiden. Los errores
de los jóvenes son casi siempre reflejo de los vicios de los adultos.“
Esto puede sonar a revolucionario en los oÃdos de todos los
tradicionalistas, que no quieren apercibirse de que el hombre joven
también podrÃa ser de otro modo a como su concepción afianzada en la
Antigüedad permite soñar. Qué combate tuvo que librar Bosco contra esta
propensión aparentemente cristiana a considerar la imagen
históricamente condicionada del hombre tan inmodificable como el dogma.
Pero él demostró, y sus sucesores lo creerán, que educadores que sólo
conocen la orden de la entrega y un amor inconmovible hacia Jesucristo,
mostrarán la juventud bajo una nueva luz. Ellos no predicarán en el
sentido tradicional, no moralizarán, pero vivirán una existencia
cristiana llena de entusiasmo y de afirmación del mundo y atraerán
magnéticamente a la juventud. ¿Quién lo duda? ¿A qué se debe, pues, que
la juventud educada religiosamente sea tan a menudo inerte, que con una
repulsión consciente esté en la clase de religión como ante un deber
penoso, porque se les ha forzado a ello? Pero lo otros a quienes no se
ha forzado religiosamente, muchos de los cuales han sido educados
paganamente, se apresuran a la luz de Jesucristo ¿De dónde esta fatal
diferencia? ¡Dad libertad, educad desde dentro hacia Jesucristo! Todo
lo demás son rudimentos de una práctica anticuada de poder. ¡Qué no
habremos echado a perder con una religión forzada! Bosco modificarÃa
ampliamente nuestra educación religiosa. La religión es un asunto de
amor entre Dios y el hombre. ¿Se ha olvidado que el amor es una cosa
sutil y frágil? Si Cristo encuentra que la juventud, y no la madurez,
es la mejor dispuesta para el Reino de Dios, y si se observa que en
realidad parece ser más bien lo contrario, ¿nos ha confundido el
Maestro, o no más bien la actitud falsa de los proclamadores de la fe
hacia la juventud? Sólo los arrebatados religiosamente, que al mismo
tiempo conocen realmente la amplitud de la vida, deberÃan consagrar a
la juventud en el misterio del amor de Dios. Pero como, por desgracia,
con demasiada frecuencia es la cantidad la que decide, se considera que
todo está en orden cuando la práctica comandada se estructura en clases
y todo se desarrolla sin roces. Como Bosco advirtió frente a la praxis
comandada: „Esortare, esortare e niente di piú!“, „¡Exhortar, animar, y nada más!“ (p. 201 ss.)
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